Te he llamado por tu nombre

Christian Gálvez

Fragmento

Nota del autor

Nota del autor

El calendario romano se inicia tradicionalmente en el año de la fundación de Roma, conocido como «ab urbe condita» (AUC), que se estima que ocurrió en 753 a. C. según las leyendas romanas y los cálculos de historiadores antiguos como Tito Livio y Plutarco. El calendario evolucionó a lo largo de los siglos, experimentando varias reformas, la más significativa de las cuales fue la introducción del calendario juliano por Julio César en 46 a. C. que sirvió para regular los desajustes con las estaciones del año provocadas por los ciclos lunares del anterior calendario republicano romano.

El origen del calendario hebreo no está nada claro. Parece ser que comienza siendo un calendario lunar y que posteriormente toma influencias babilónicas antes del periodo del Segundo Templo. Se cuenta a partir de lo que se considera el momento de la creación del mundo según la cronología bíblica, el 7 de octubre del año 3761 a. C. en el calendario gregoriano, pero en textos como el Libro de Henoc o los textos de Qumrán se propone otro calendario judío distinto. El calendario actual parece que se estableció en tiempos del patriarca Hillel II (359 d. C. aprox.), y la relación entre los años cristianos y judíos se la debemos al cálculo que realiza Maimónides en el siglo X, que toma la Biblia hebrea (o Biblia judía) y va contando desde Adán y las generaciones de los patriarcas y se apoya en la caída de Jerusalén bajo el Imperio romano (que puede ser fechada históricamente) para llegar a esta equivalencia.

El calendario cristiano, también conocido como el calendario gregoriano en su forma actual, comienza su cuenta a partir del nacimiento de Jesucristo, un evento que se estima haber ocurrido en el año 1 anno Domini (A. D.), un sistema de datación que fue propuesto por el monje Dionisio el Exiguo en el siglo VI d. C., quien buscaba crear un calendario más cristocéntrico y distanciarse del calendario basado en el reinado del emperador Diocleciano, conocido por sus persecuciones cristianas. Con cierto margen de error debido a ajustes y erratas históricas, se suele aceptar que el nacimiento de Jesús de Nazaret pudo haber ocurrido entre el 6 y el 4 a. C.

Por otra parte, algunas fuentes judías o cristianas suelen hacer referencia a X años de reinado de X rey/gobernador/procurador…

Por ejemplo, citaré a Lucas 3,1:

En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio tetrarca de Abilene…

Así pues, he optado por incluir en cada capítulo de esta novela los calendarios hebreo, romano y el anno Domini cristiano con el fin de situar a los lectores en el tiempo de la mejor manera posible.

1

Año 30 d. C.

3790 palabra en hebreo

783 AUC

-

Jerusalén

La ciudad de la paz despertó.

Aquella mañana olía a injusticia, venganza y traición.

Haciendo caso omiso de las llamadas de advertencia de su padre que resonaban tras él, el niño atravesó la puerta y la luz del día impactó en su rostro. El clamor de la ciudad llenó sus oídos.

Demasiado alboroto para un crío de nueve años.

En la parte baja de Jerusalén, la gente caminaba desordenada en la misma dirección, alejándose del estanque de Siloé en dirección a la fortaleza Antonia.

«Han condenado al Nazareno».

Esas palabras obligaron al pequeño a acelerar su paso, hasta que echó a correr. Atravesó con cierta dificultad la calle del mercado, junto al hipódromo romano, poblada de carros tirados por bueyes que transportaban piedra caliza y grandes losas de mármol. A pesar de lo que acontecía, algunos comerciantes y vendedores ambulantes extranjeros no dejaban pasar la oportunidad de rapiñar algunas monedas.

Los callejones estrechos y las calles concurridas dificultaban sus maniobras, pero el niño estaba decidido. Empujó y aceleró aún más, sorteando los carros y esquivando algún puesto que otro, con el corazón acelerado por el miedo y la urgencia.

A lo lejos, gritos distantes de una multitud.

Siguió adelante, ansioso por ver qué había en el centro del tumulto.

En una de las apretadas callejuelas se deslizó entre las piernas de los curiosos. Su respiración se aceleró aún más. El pulso en sus oídos ahogaba los sonidos del gentío. Pero, en su prisa, tropezó con un adoquín irregular y se desplomó en el suelo vaciando el aliento de sus pulmones.

Mientras yacía allí boca abajo en el suelo, vio una figura que caía de bruces contra el empedrado a pocos pasos de él. El sonido del golpe de aquel hombre atravesó a los allí presentes.

Era él.

Jesús de Nazaret había sucumbido bajo el peso del patibulum, un pesado travesaño de madera. En ese momento, algo se removió dentro del pequeño, algo que provocó una conexión que trascendió todo aquel caos. Aquel hombre, tan lleno de luz días atrás, se presentaba ante el pueblo humillado, magullado y salpicado por su propia sangre. La maloliente túnica rojo púrpura del manto de los legionarios romanos y la humillante corona de espinas no hacían sino acrecentar la mofa sobre su figura.

Antes de que el niño pudiera comprender completamente la sangrienta situación, una mujer apareció entre la multitud con lágrimas en los ojos.

Era ella.

La madre de Jesús, con el dolor grabado profundamente en su rostro mientras se arrodillaba junto a él.

María, que había seguido a su hijo desde el principio de su ministerio sosteniendo con fe inquebrantable las profecías que anunciaban su destino, sentía en ese momento cómo el corazón se le fracturaba con cada gota de sangre que ensuciaba el rostro de Jesús. Su hijo, el niño que había amamantado, cuidado y visto crecer, cargaba con el peso del mundo sobre sus hombros, y ella no podía hacer más que observar, orar y no dejar de amarle.

Cuando las fuerzas parecían abandonar el cuerpo de Jesús, sus ojos se encontraron con los de su madre. En esa mirada densa de amor y dolor se transmitió una comunicación que rebasaba las palabras. En las pupilas de su hijo se reflejaba no solo el sufrimiento físico, sino también la inmensa carga espiritual que llevaba. Jesús, por su parte, encontró en la mirada de la Señora no solo el inmenso dolor de una madre por su hijo, sino también la profunda comprensión y aceptación de su misión.

—Imma…

Cuando Jesús pronunció aquella palabra, «mamá», María rompió a llorar. Aquel encuentro, en medio del caos y la de­ses­peración del camino al Calvario, fue un breve oasis de consuelo. Jacob fue testigo de cómo la Señora, firme en su fe pero con su corazón desgarrado, ofreció a Jesús una caricia a modo de bálsamo, un recuerdo del amor puro e inquebrantable que siempre le había acompañado, desde el pesebre hasta la cruz.

Jesús, reconociendo también el sacrificio que significaba aquel momento para su madre, le regaló un leve gesto, una sonrisa efímera a modo de promesa silenciosa de que aquel sufrimiento tenía un propósito más grande, que el amor emergería victorioso incluso en la más profunda oscuridad y frente al destino más cruel.

Y el crío, al ver aquel diálogo silencioso de amor que incluso un niño de nueve años podía entender perfectamente, pensó en su madre.

La Señora limpió con ternura y manos temblorosas la sangre del rostro de su hijo para terminar inclinándose y besar su frente, un acto de bondad entre tanta humillación a su alrededor.

Jesús, frente a su madre, intentó levantarse, pero sus extremidades totalmente laceradas fallaron por completo.

Colapsó y se golpeó de nuevo contra la calzada.

María gritó.

En medio de aquella conmovedora escena, un joven e inflexible legionario romano, con un reconocible traumatismo nasal que le diferenciaba del resto, empujó a María a un lado con brusquedad, y su exceso de autoridad sorprendió a quienes le rodeaban. El niño reconoció a Juan, el más joven de los discípulos del Nazareno, cuando dio un paso adelante para encarar al romano exigiendo algo de respeto por la madre del condenado. Con la mirada, el carpintero de Galilea dio profundamente las gracias por el gesto de su amado Juan.

Tras el agradecimiento, cerró los ojos y tomó un respiro.

Fue entonces cuando la oportunidad se presentó ante él. El niño supo aprovecharla. Mientras un par de legionarios intentaban amedrentar al joven apóstol, el chiquillo, sacudido por la premura y la devoción, se abalanzó sobre Jesús. Arrodillado en el suelo, con las palmas de las manos apoyadas en la piedra, no pudo contener las lágrimas al ver la sangre en el pavimento. Miró fijamente a aquel hombre que tanto amaba. Intentó ar­ticu­lar palabra, pero no tenía fuerzas para pronunciar voz alguna. A tan solo un paso de distancia, Jesús, el carpintero, abrió lentamente sus ojos de color miel y reconoció su cara.

El Nazareno le habló llamándole por su nombre.

—Oh, Jacob, no llores —dijo con compasión a pesar de su propio dolor—, pues en verdad te digo que llegará el día en el que tú salvarás la palabra de mi Padre.

Jesús intentó mostrarle la más cálida de sus sonrisas, ese tierno gesto de complicidad que tantas veces había compartido con el chiquillo, pero no pudo debido al dolor que le provocaban los hematomas de su rostro. El chico se quedó paralizado por la sangre en la santa faz de su amigo, la crudeza del momento y el peso de aquellas palabras.

Palabras que ya había escuchado tiempo atrás.

Los legionarios tiraron de Jesús hacia atrás con violencia mientras uno de los romanos se dirigió al pequeño.

Pero él solo tenía ojos para Jesús de Nazaret.

Sin prestar atención al romano que se aproximaba furioso a él, no podía alcanzar a comprender con tan solo nueve años que aquel encuentro pondría en marcha un viaje que cambiaría su vida para siempre.

2

Año 70 d. C.

3830 palabra en hebreo

823 AUC

-

Jerusalén

El aire estaba cargado con aroma a tierra y aceitunas.

Un hombre de mediana edad, de ojos cansados, barba poblada por el paso del tiempo y envuelto en una túnica desgastada por su largo viaje, atravesó Getsemaní, el antiguo olivar cuyos árboles retorcidos daban testimonio de historias de traición. No perdía de vista la ciudad de Jerusalén, ya frente a él. Herodes Agripa había construido la tercera muralla de la urbe hacía más de veinte años, ampliando sus límites y borrando cualquier rastro de lo que en otros tiempos recordara el calvario y la crucifixión del Cristo.

«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida», profetizó Jesús de Nazaret.

Habían pasado cuarenta años desde el día en que la tierra tembló bajo el peso de la muerte de un hombre inocente al que no llegó a conocer. La tensión en aquella región era palpable; los campamentos romanos allí presentes, testimonio de la expansión del poder del imperio, no eran sino un claro presagio de la inminente perdición que se cernía sobre la ciudad.

Y, sin embargo, era el lugar donde él necesitaba estar, por mucho que los tiempos de los milagros resonaran en la lejanía.

Con sus imponentes muros de piedra alzándose como centinelas eternos, Jerusalén se extendía sobre un terreno escarpado, en pleno corazón de Judea. Las calles estrechas y sinuosas, pavimentadas con cantos rodados, eran testigos silenciosos de un flujo constante de personas de todos los orígenes: comerciantes, peregrinos, rabinos, legionarios romanos y habitantes locales. Sus conversaciones en hebreo, arameo, griego y latín eran como una sinfonía de idiomas que narraban la riqueza cultural de la ciudad.

Mientras caminaba hacia Jerusalén, encontró una mezcla de emociones entre la gente. Algunos tenían hambre y los ojos vacíos por la escasez de alimentos, mientras que otros deambulaban en la incertidumbre. El asedio romano estaba a punto de cobrarse su precio y la desesperación estaba grabada en los rostros de aquellos con quienes se cruzaba.

Los miembros del cuerpo de infantería se movían de un lado a otro. El hambre y el desaliento de la gente fuera de la ciudad también se reflejaban en los ojos cansados de varios legionarios romanos. Algunos de ellos también quedaron atrapados en las garras de un conflicto inminente, y su deber para con el imperio se antepuso a sus propios deseos y temores humanos.

Finalmente, el hombre llegó a la puerta de las ovejas, junto al estanque de Betesda, al norte de la ciudad. «El lugar donde Jesús de Nazaret curó a un paralítico», recordó el viajero. Los muros de Jerusalén que alguna vez fueron un símbolo de seguridad ahora parecían alzarse sobre la ciudad como una presencia inquietante.

Tan frágiles, tan débiles.

La guardia romana estacionada en los accesos mantenía una determinación férrea mientras regulaba el flujo de personas que entraban por las puertas. La relación entre los ocupantes romanos y los judíos de Jerusalén estaba marcada por la tensión y el conflicto. La carga tributaria romana era una fuente constante de resentimiento y las diferencias culturales y religiosas exacerbaban frecuentemente las fricciones.

Aquel hombre se tornó inquieto cuando permitieron su entrada a la ciudad sitiada. La percepción de refugio en Jerusalén se vio ensombrecida por la intuición de que, una vez dentro, sería imposible salir.

Sin embargo, los habitantes de Jerusalén vivían en un frágil estado de ignorancia, pues muchos no sabían que su santuario era también su confinamiento. La sospecha flotaba en el aire como un pesado sudario, pero sus vidas transcurrían con una pátina ilusoria de normalidad. Observó el águila romana, símbolo del imperio, sobre los estandartes de la fortaleza Antonia, construida por Herodes y nombrada en honor a Marco Antonio. Aquella guarnición militar dominaba el paisaje del norte del templo recordando constantemente a los habitantes de Jerusalén el poder de Roma.

Sin embargo, el corazón de Jerusalén seguía palpitando en el Monte del Templo, donde se erigía majestuosamente el templo bajo el cuidado de los sacerdotes y levitas. Con su fachada embellecida de mármol blanco y oro, reflejaba el sol de la mañana, deslumbrando a todos los que lo contemplaban. Era el epicentro espiritual de los judíos, donde las ofrendas y sacrificios a Yavé eran realizados con gran ceremonia. Los escalones del templo se llenaban desde el amanecer con aquellos que venían a rezar, enseñar y debatir las Escrituras.

Aunque el gobierno local estaba en manos de autoridades judías como el Sanedrín, los prefectos y procuradores romanos tenían la última palabra en asuntos de seguridad y política. Rodeó el foso que circundaba la fortaleza y se dirigió al sur, hacia la gran calle del mercado, cerca del palacio de Yosef ben Caifás.

Mientras caminaba, el hombre se dejó embelesar tímidamente por las fuertes influencias romanas y helenísticas de algunas construcciones, muy de su agrado. Las casas de las clases más altas asiduamente rodeaban patios internos y estaban decoradas con mosaicos y frescos al estilo romano.

Los barrios de la ciudad eran como esos mosaicos, cada uno con su propio carácter distintivo. En el barrio judío, las batim ha keneset, las sinagogas, eran el centro de la vida comunitaria, donde los rabinos enseñaban y los fieles se congregaban para adorar. En los barrios griegos y romanos, se podían encontrar baños públicos, teatros y gimnasios llenos de jóvenes entrenando, discutiendo filosofía y participando en actividades deportivas.

Sin darse cuenta de la gravedad de su situación, el pueblo de Jerusalén buscaba refugio en la aparente serenidad. Las calles estrechas estaban llenas de actividad mientras los vendedores saldaban sus productos y las familias buscaban un respiro ante una inminente amenaza que acechaba más allá de sus murallas. Las risas se mezclaban con el aroma de las comidas especiadas y los habitantes de la ciudad abrazaban instantes fugaces de normalidad. Los niños jugaban en callejones polvorientos, y sus risas inocentes disipaban momentáneamente el malestar prevaleciente que pesaba sobre el hombre que acababa de acceder a una ciudad cuyo destino era demasiado incierto.

Entre las sombras de carpas improvisadas y edificios encalados, mendigos y enfermos se reunían esperando la caridad de los más afortunados. En medio de la prosperidad y la vida cotidiana, la pobreza y el sufrimiento eran también parte del paisaje urbano, pintando un cuadro de marcados contrastes.

Desde la última vez que visitó la ciudad, algo más de diez años atrás, habían cambiado muchas cosas. Otras, sin embargo, permanecían inmutables.

Las arterias principales de Jerusalén estaban llenas de comerciantes, vendedores ambulantes y predicadores. Los mercados ofrecían una variedad de productos locales e importados, desde alimentos básicos hasta lujosos textiles y especias exóticas. En medio de la multitud, una visión inesperada detuvo al hombre en seco.

Dos hombres se encontraban regateando precios a la entrada del bullicioso mercado. La mirada del viajero de la túnica los reconoció al instante y una oleada de recuerdos latentes le invadió. Había pasado una era desde la última vez que se cruzaron y el tiempo había tejido una distancia demasiado gruesa entre ellos.

Al menos, a él se lo parecía.

—¿Rufo?, ¿Alejandro? —gritó el extranjero.

Aquellos nombres brotaron de sus labios con alegría. Los dos hermanos se volvieron y, tras superar la sorpresa, sus rostros se iluminaron ante su presencia.

—¡Lucas! Nuestro griego favorito, ¿realmente eres tú? —La voz de Rufo, teñida de emoción, llenó el espacio entre ellos.

—¡Heme aquí! —respondió el viajero con júbilo—. ¡Khaírete! Dios os bendiga.

Los límites del tiempo parecieron retroceder momentáneamente, permitiendo a los tres hombres envolverse en un abrazo nacido de la camaradería y los ecos de los restos de un pasado compartido.

—¿Cómo están vuestras familias?

—Bien, alabado sea Dios —contestó con alivio Rufo—. Betsabé y los niños descansan en Gerasa junto con mi cuñada.

—Están más seguros en la Decápolis, Lucas —añadió Alejandro—. Por lo menos los niños juegan con sus primos. Nosotros nos quedamos aquí, pues necesitamos continuar con el negocio del aceite. Hemos intentado reunirnos con ellos, pero no es posible salir de la ciudad.

—Lo comprobé nada más acceder aquí —replicó el viajero con pesadumbre.

—¿Por qué has venido, amigo? Jerusalén se ha convertido en una trampa…

—Lo sé, pero tengo un propósito. Es aquí donde tengo que estar. —Lucas miró al cielo—. Él guía mis pasos.

Los ojos de los hermanos se iluminaron por completo, dando rienda suelta a la esperanza.

—Dinos que lo que nos llega de nuestros hermanos es cierto —preguntó Alejandro ansioso por saber—. Confírmanos que estás terminando de dar testimonio de la palabra del maestro.

Lucas miró a los dos hermanos y posó sus manos sobre sus hombros. Sonrió con fraternidad y colmó las expectativas de aquellos primeros cristianos.

—Así es, hermanos. Así es. Y necesito el último testimonio, el de Jacob, hijo de Gedeón, sobrino de nuestro hermano apóstol Simón.

Los hermanos se miraron cómplices, pues la providencia había guiado a aquel cronista sabiamente. Alejandro y Rufo conocían de sobra al hombre que buscaba. Pero no había motivo para celebraciones y tuvieron la necesidad de sincerarse con su viejo amigo.

—Lucas —avisaron con desazón—, quizá el hombre al que buscas no sea el hombre que esperas encontrar.

Lucas, que no estaba dispuesto a rendirse, los abrazó de nuevo con evidentes muestras de regocijo por su reunión y, juntos, se dirigieron al hogar de un hombre que, a pesar de haber sido testigo directo de las palabras del carpintero de Galilea años atrás, había perdido completamente la fe.

3

Año 30 d. C.

3790 palabra en hebreo

783 AUC

-

Jerusalén

«Un niño no debería contemplar jamás tal linchamiento».

Tal era el pensamiento de Miryam.

La madre de Jacob buscaba con ansiedad a su hijo, perdido entre la multitud. Sus pies descalzos apenas sentían la dureza del camino, pues su corazón latía con urgencia por la preocupación al no encontrarle. Sabía que su joven corazón buscaba la verdad, como ella, en la figura de aquel predicador que ahora caminaba hacia su fatal destino.

El camino era una sinfonía de gritos y suspiros, y tanto ruido casi ahogaba la voz de una madre que llamaba a su hijo. Sus ojos, llenos de ansiedad y esperanza, recorrían cada rostro, llamándole por su nombre con una voz que se quebraba entre súplicas. Temía lo peor, pero rezaba por un milagro. Y entonces, en un momento que pareció detener el caos a su alrededor, sus ojos encontraron a Jacob. Se encontraba cerca del hombre que cargaba el pedazo de la cruz, y su mirada se mantenía fija en la figura ensangrentada y fatigada de Jesús. Parecía como si el Nazareno le manifestara unas palabras únicamente a él.

Miryam estalló en cólera cuando observó cómo un legionario propinaba una patada a su hijo, alejándole bruscamente de Jesús y empotrándole contra los que allí concurrían. Aturdido, Jacob miró desconcertado al romano. Aquel hombre, con el rostro desfigurado por su abrupta desviación del tabique nasal, parecía querer esconder su deformidad a través de una exagerada violencia. Le propinó un bofetón y el niño cayó al suelo de nuevo, gimoteando. Un par de hebreos se colocaron frente al crío para que el romano no continuara ensañándose con él. Jacob, entre el sufrimiento por ver a Jesús desangrándose y el dolor del bofetón, se mantuvo ajeno a la discusión de los dos judíos con el romano. Pero, de repente, algo reclamó por completo su atención. El vínculo entre madre e hijo era de una fuerza que trascendía todo caos, y Jacob, dolorido por los golpes y aún absorto en la escena de martirio que se desplegaba ante él, percibió el sonido más claro del mundo: la llamada de una madre.

Al ver a la suya, su expresión se iluminó débilmente con una mezcla de felicidad por encontrarla y remordimiento por haber huido de casa. Corriendo entre la gente, en medio de una Jerusalén vibrante, se reunieron en un abrazo que fusionaba el miedo de la pérdida de una madre con la alegría del reencuentro de un hijo, un momento de pura emoción que eclipsaba fugazmente el bullicio de la ciudad.

Tras localizar a su hijo y comprobar que la coz del legionario no le había proferido daño mayor, las propias emociones de Miryam continuaban siendo un torbellino; la injusticia de lo que estaba aconteciendo chocaba con la serenidad con la que Jesús aceptaba su suerte, a pesar de las sacudidas de los romanos.

Jacob, impotente, no podía entender cómo hacían tanto mal a un ser tan bueno, cómo convertían en un inquietante espectáculo el periplo de un hombre que cargaba un pesado travesaño de madera con el rostro desfigurado por un apaleamiento desmedido.

—Imma —dijo Jacob mientras se abrían paso entre el gentío—, ¿por qué son tan crueles?, ¿dónde está mi tío?

Ella lo abrazó, desconociendo las respuestas, deseando reen­contrarse con su cuñado y temiendo que en cualquier momento pudiera perder a su hijo en la marea humana de nuevo. Su respuesta fue apenas un susurro que flotaba sobre los latidos de su corazón.

—Jacob, mi amor, debemos confiar en que cada paso doloroso en este camino tiene un propósito que aún no comprendemos. Jesús transita con una carga que es más que madera; lleva las esperanzas, los dolores y los pecados del mundo.

El niño seguía sin dar crédito a lo que veía. En medio del arduo viaje de Jesús de Nazaret por las estrechas calles de Jerusalén, surgió una marcada división dentro del bullicioso mar de espectadores. La multitud era una amalgama de almas dispares, cada una de las cuales daba testimonio del desgarrador espectáculo a través del filtro de sus propios corazones.

Entre la agitada marabunta estaban intercalados aquellos que se deleitaban con el espectáculo, como algunos miembros del Sanedrín, cuyas risas insensibles y mofas burlonas servían como un contrapunto a los gemidos de dolor que dominaban el ambiente. Estos individuos, con evidente desapego antipático, encontraban diversión y desprecio en la desolación y el sufrimiento que se desplegaban ante ellos.

Hubo hebreos que, envueltos en un aura de empatía y compasión, lloraron y se lamentaron junto al malogrado salvador, con el corazón encogido por la angustiosa carga compartida.

El tormento palpable en el aire se había apoderado por completo del corazón de Jacob. A escasos pasos de él, sin pausa ni vacilación, un hombre fornido apareció entre el gentío con el fin de aliviar la carga del Nazareno. Impulsado por un apremio espontáneo, se abrió camino no solo entre la multitud, sino también a través de los legionarios que custodiaban la procesión. Sus pasos decisivos lo llevaron hasta el Nazareno que luchaba bajo el peso de la madera, inexorablemente destinada a formar parte de su cruz.

Pero, por más decididos que fueran sus pasos, los romanos eran más enérgicos. Un centurión se acercó inflexible al hombre con la mano levantada. Jacob no perdió detalle.

—¡Alto! ¡Apártate! —la voz del centurión sonó tan fría como autoritaria.

El individuo se detuvo y miró fijamente al legionario.

—Quiero ayudarle —dijo estremecido con cierto acento extranjero señalando al condenado—, ¿no ves que él no puede portarlo solo más lejos?

La mirada del romano no vaciló, en sus ojos no había piedad. El legionario del tabique desviado se acercó con la mano apoyada en la empuñadura de su gladius como amenaza silenciosa.

—Este no es tu lugar, extranjero. ¡Fuera!

Jacob estaba boquiabierto. Mientras Jesús trataba de levantar la enorme carga sobre sus hombros maltrechos por enésima vez, aquellos legionarios, atrincherados en su deber de hacer cumplir el decreto condenatorio, se resistían a la benevolencia de Simón. Pero uno de ellos, a pesar de su rostro severo, mostró un destello de ambigüedad y se dejó embaucar por la compasión de aquel hombre hacia el reo. Con un gesto a sus compañeros, dejó hacer.

—Cassius, sea. Al fin y al cabo, el Gólgota no está demasiado lejos.

El extranjero, agradecido, hizo suyo el peso del madero y cargó con la ardua tarea que él mismo se había impuesto, el mayor acto de compasión que podía hacer por aquel hombre. Jesús le miró con eterna gratitud, y Simón de Cirene entendió por fin las palabras del galileo cuando se conocieron. Mientras ofrecía un respiro al Nazareno, una voz resonó a través del clamor.

—¡Mira, imma!, ¡es Simón!

Aquel grito teñido de asombro pertenecía al joven Jacob, quien se alegró por tener cerca una presencia familiar en medio del enjambre de espectadores ansiosos por ver el desenlace de la inquebrantable pero estéril lucha del Nazareno.

En medio del mar de espectadores aprensivos, los rostros angustiados de dos jóvenes emergieron dentro de la línea de visión de Jacob. Su corazón saltó de alegría y desolación a partes iguales cuando vio a sus amigos Rufo y Alejandro, los hijos de Simón, el de Cirene.

—¡Mira, imma!

Aquellos niños también estaban atrapados dentro del torrente de aflicción mientras eran testigos de cómo el peso del madero, aun con la ayuda de su padre, presionaba aquel cuerpo cansado debido a la tan evidente y despiadada flagelación. Con cada paso vacilante por los adoquines, aquel lastre caía sobre sus hombros manchados de sangre, que ardían de tormento. Gritos agonizantes de angustia escaparon de sus labios resecos, como si se tratara de una melodía de sufrimiento que no dejaba de resonar en los oídos de Jacob. Aquella despiadada corona de espinas no hacía sino grabar líneas de angustia en su gentil semblante, ensuciando de sangre una y otra vez su afable rostro, mientras que el ritmo implacable de los legionarios romanos era un contrapunto disonante a los gritos de angustia que emanaban del condenado.

A medida que avanzaba en su trayecto, medio colgado de su acompañante de Cirene, su forma demacrada se iba convirtiendo poco a poco en un símbolo de fortaleza inquebrantable frente al sufrimiento para el pequeño Jacob. Los ojos del Nazareno, aunque nublados por el tormento, mostraban un destello de profunda empatía y compasión que trascendían su propio quebranto.

Jacob avanzaba con la procesión agarrando fuertemente la mano de su madre, sorteando a los que allí concurrían, buscando a su tío apóstol entre la multitud y observando cómo cada paso de Jesús era un eco de angustia sobre cada losa. Su figura, en otros días esbelta y resplandeciente, estaba encorvada, marcada por la brutalidad y el agotamiento. Aunque lo que realmente le impresionaba a Jacob era la cantidad de sangre que teñía sus ropajes.

Tan pronto como se acercaron a una estrecha curva, aquella donde las paredes parecían inclinarse para presionar a los cielos en busca de alivio, los lamentos de las mujeres se hicieron fervientes y llenaron el aire con pena: madres e hijas, viudas y esposas. Las lágrimas cortaron el polvo de sus mejillas mientras sus corazones sangraban con misericordia.

—Bendito sea el que viene en el nombre del Señor —lloraban todas ellas.

Al escuchar la seriedad de su dolor, Jesús se detuvo y Simón junto a él. Y a pesar de ser conocedor de que cada momento de descanso con el madero significaba un viaje más largo hasta la cantera con forma de calavera, la colina de la ejecución, no dudó en volver la cabeza y dirigir su mirada hacia las mujeres que le lloraban.

—Hijas de Jerusalén —habló casi susurrando—, no lloréis por mí, llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos.

Las palabras, suaves pero trascendentes, calmaron y apagaron los gritos de lamento mientras las mujeres intentaban comprender la profundidad de su mensaje. Jesús siguió hablando a las judías, pero desde la distancia, y, en mitad del alboroto, Jacob no alcanzó a escuchar el mensaje completo del maestro. Sí observó cómo algunas de las mujeres extendieron la mano anhelando tocar el borde de la túnica rojo púrpura del Nazareno, pero los guardias romanos se adelantaron e hicieron señas para que la procesión continuara su rumbo. Empujaron bruscamente al de Cirene, que perdió momentáneamente el equilibrio con el madero.

Entonces Jesús tropezó.

La imagen de aquel hombre, cayendo de nuevo bajo el peso del patibulum, quedó grabada en la memoria de Jacob como un símbolo de una resistencia que iba más allá de la carne y la sangre.

Y un grito colectivo surgió de la multitud cuando sus rodillas tocaron el suelo con un golpe seco y resonante. Miryam se apretaba el corazón con el espíritu abatido una vez más ante la visión del sufrimiento de aquel hombre y de su hijo Jacob. Sus lágrimas, testimonio silencioso del amor incesante de una madre y de una creyente, no le impidieron ver cómo a pocos pasos surgió una mujer de la multitud, en cuyas manos sostenía un paño, humilde y sin adornos, pero destinado a un momento de profunda gracia. Jacob la reconoció enseguida. Era Verónica, la dulce mujer que solía encontrar en el mercado. Los romanos vacilaron ante su llegada, pero estaban concentrados en disuadir de una vez por todas a Simón el cireneo y disolver el grupo de mujeres que seguían sollozando.

Arrodillada junto a Jesús, Verónica extendió sus manos con delicadeza. Acercaron el paño a su rostro y, como hiciera su madre momentos atrás, limpiaron la sangre y el sudor que embadurnaban su santa faz.

Jacob sintió que el mundo entero se detenía y que, durante esa pausa, el abismo entre el cielo y la tierra parecía estrecharse.

Por un momento, mientras la tela absorbía la angustia del rostro del Salvador, Verónica miró a los ojos de Jesús. En ellos no se reflejaba ninguna condena para la humanidad que lo había puesto en ese camino; tan solo un amor infinito que hablaba de sacrificio y redención. Sus propios ojos se llenaron de lágrimas, porque aquella mujer se encontró contemplando el reflejo mismo de la misericordia divina. Y Jesús, una vez más, dirigió su mirada al pequeño Jacob, como si supiera dónde se ubicaba en cada momento de su tormento.

En silencio, pero sin dejar de lamentarse, Jacob había sido testigo de cada detalle, cada pequeño milagro, cada acto de humanidad de Jesús el Nazareno y los no pocos que osaban presentarse ante Él con devoción y misericordia. Pero, una vez más, Jesús giró la cabeza y se dirigió a él. El Nazareno esta vez sí logró esbozar una sonrisa casi completa, como si tratara de restar dramatismo a la tragedia que suponía su martirio delante de un niño.

Un alma inocente.

Los legionarios, ya reorganizados, expulsaron a Verónica fuera de la vía y levantaron a Jesús una vez más. Cuando ella se retiró, Jacob creyó observar que la sangre en la tela parecía dibujar la santa imagen de su rostro, un retrato fugaz del Hijo del Hombre. Sus rasgos impresos no en piedra o decreto, sino en el lino de la compasión.

Intentando dilucidar si la imagen que había visto era fruto de su imaginación, Jacob volvió a dirigir su mirada confusa al Nazareno de nuevo, y fue entonces cuando las manos nervudas de Gedeón surgieron de la multitud, agarrando a su hijo con la fuerza de cadenas ancestrales. Los ojos del líder zelote ardieron con una furia que reflejaba la animadversión que bullía dentro de los muros de la ciudad.

El guantazo de su padre le hizo caer al suelo unos pasos atrás.

—¡Ya’akov! —La voz de Gedeón fue un látigo que desgarró a su hijo—. ¡Vuelve a casa, muchacho! ¡No debes llorar a un condenado!

—Pero padre… —gimió Jacob con su vocecita perdiéndose entre el gentío mientras acariciaba su cara magullada—. ¡Él cura a los enfermos y cuida a los niños! ¡Tú lo sabes!

Antes de que Jacob pudiera protestar más, Gedeón agarró a su esposa Miryam por el brazo, propinó otra bofetada al niño y lo cargó sobre su hombro, quedando sus pequeños pies colgando impotentes mientras se alejaban de la vista de Jesús.

El Nazareno, afligido y con el madero de nuevo sobre Él, continuó su sufrimiento hacia el Calvario con una soberanía que trascendía la crueldad que se le había impuesto.

Pero Él sabía, de camino hacia su destino final, que no sería la última vez que vería al pequeño Jacob.

4

Año 70 d. C.

3830 palabra en hebreo

823 AUC

-

Jerusalén

Un sonido sacó de su sueño a Jacob.

Llamaban a su puerta.

Miró a su alrededor, algo aturdido.

Se había retirado temprano a su lecho esa noche y no esperaba a nadie.

Se levantó despacio, casi sin hacer ruido. Tropezó con un viejo odre y lamentó su torpeza. «Cosas de la edad», pensó. Estaba a punto de cumplir los cincuenta, pero, a pesar de las cicatrices de su cuerpo y de su alma, aún se mantenía en una excelente condición física, fruto de tantos años de ejercicio.

El sonido en la puerta se repitió. Jacob se puso apresuradamente una túnica corta y agarró su espada como marcaba su instrucción. Navegó por la habitación a oscuras, guiado por la pálida luz de la luna creciente que se filtraba a través de su ventana, aunque tenía memorizado cada rincón de la modesta vivienda.

La soledad.

Con cautela, quitó el cerrojo, respiró hondo, calmó sus nervios, tomó la tranca y la retiró lentamente. En un movimiento brusco abrió la puerta y su acero le precedió, apuntando a la inesperada visita.

El susto fue mayúsculo.

Allí, bajo la suave luminiscencia de una pequeña lámpara de aceite, estaban Rufo y Alejandro, hijos de Simón de Cirene. Junto a sus amigos de toda la vida se encontraba un extraño de modesta estatura, cargado de bultos, barba poblada, ojos cansados y semblante amable y algo enigmático. A pesar de que era evidentemente más joven que ellos, llevaba consigo un aire de sabiduría y una indumentaria desgastada por el camino.

—¡Somos nosotros, Jacob! —tartamudeó Alejandro, espantado por la hoja de la espada.

Jacob, aún estupefacto por la sorpresa, no pronunció palabra.

—Shalom! —distendió el ambiente un nervioso Rufo.

—Shalom… —alcanzó a responder Jacob aún con la espada en la mano—. ¿Qué sucede?, ¿qué horas son estas?

Con un leve gesto de buena fe, los invitó a pasar y acomodarse en la calidez de su modesta vivienda. Rufo y Alejandro accedieron al interior de la casa que ya conocían sin miramientos, no sin antes besar su mano y acariciar la mezuzá que protegía el hogar de Jacob, mientras que el tercer hombre se mostraba aún tímido, sorprendido. Jacob guardó su espada y se acercó al desconocido. Su primer encuentro, tiempo atrás, fue fugaz. En aquel momento no se reconocieron. Jacob apoyó su mano derecha sobre su hombro izquierdo.

—Shalom, viajero. Si estás con ellos, eres bienvenido.

Lucas estaba frente a él.

Por fin.

Un Jacob más relajado se volvió a los hermanos y los tres se fundieron en un abrazo fraternal, como siempre habían hecho.

Lucas no lo sabía en un primer momento, pero dedujo que se trataba de un zelote, un guerrero al servicio de la liberación de Israel. La espada, la cautela, los músculos acentuados y la cicatriz de su ceja no dejaban lugar a dudas. Se trataba de un combatiente curtido en la guerra y, por lo que mostraba la sobria morada a base de piedra local complementada con techos de vigas de madera y una cubierta mezcla de barro y paja, curtido también en los valores modestos promovidos por la fe judía y, sobre todo, por la soledad.

Eso significaba que había abandonado el mensaje de Jesús tiempo atrás.

Malas noticias.

Tras despojarse Lucas de los bártulos del viaje, todos se pusieron cómodos y Jacob, al advertirlos hambrientos, les sirvió algo para reponer fuerzas. Un menú frugal basado en los restos de su cena: dátiles, queso, pan y frutos secos. Dispensó vino en simples copas de barro, cuyo rico aroma llenó la habitación, mezclándose con las fragancias de incienso que siempre permanecían en su casa.

Los invitados agradecieron la hospitalidad.

—¡Por la vida! —celebró Rufo.

—¡Por la vida! —se sumó Alejandro.

Tras brindar con el vino, Jacob observó al desconocido mientras ingería sus alimentos. Aquel viajero guardaba celosamente un bulto cuyo contenido no alcanzó a descifrar. Guardó silencio y dejó comer. Asió su pequeño leptón, como era su costumbre, y comenzó a acariciarlo. Aquella antigua moneda, acuñada un siglo atrás por Alejandro Canneo, rey asmoneo y sumo sacerdote de los judíos, era como una suerte de amuleto.

Rufo prestó atención a un pequeño objeto que sobresalía de un estante en la pared. Una piedra redonda y lisa.

«La piedra de la amistad».

Jacob aún la guardaba.

Junto a la piedra, un pequeño trozo de tela azul.

Rufo no esperó a acabar la cena.

—Perdónanos por la intrusión, Jacob —comenzó con tímida urgencia—, pero es un asunto que no podía esperar al canto del gallo.

—Jacob, nos encontramos con este amigo en el mercado, pues vino a nosotros fruto de una vieja amistad —se sumó Alejandro a la conversación—. Este es Lucas, médico griego. Viene con noticias de nuestros hermanos y una petición que nos involucra tanto a nosotros como a ti.

Jacob encajó de mala gana el origen del cronista, pues el germen de la revuelta judía fue un incidente en Cesarea, donde las tensiones entre hebreos, sirios y griegos sobre los derechos de ciudadanía desembocaron en violencia. La respuesta de Gesio Floro, el procurador romano de Judea que desvió plata del Templo de Jerusalén para usarla en beneficio del imperio, fue insensible y desproporcionada, pues, frente a las protestas, masacró a un gran número de ciudadanos judíos, lo que impulsó al pueblo hacia la rebelión.

Se dirigió hacia el gentil con cierto desaire.

—¿No eres tú el compañero de Pablo, el de Tarso?

—Así es, Jacob, hijo de Gedeón —respondió el griego educadamente—, como Silas o Timoteo. Y me alegro de que conozcas…

—Me han hablado mucho de vosotros. O estás loco o eres ciego, griego —interrumpió Jacob—. ¿Cómo osas entrar en Jerusalén cuando Roma está al acecho?

—¿Acaso Jesús no entró sobre un burro en Jerusalén a sabiendas del destino que le aguardaba? —respondió Lucas plenamente convencido de sus palabras—, ¿acaso Simón Pedro huyó de Nerón o se enfrentó a su trágico final en Roma para glorificar a Dios? Cuando tenemos un propósito, estamos donde debemos y queremos estar. ¿Y si Roma extermina al único testimonio que queda aún con vida en esta apasionante ciudad?

—¿Y si Roma te extermina a ti? —retó Jacob sin entender la indirecta de Lucas.

—Dios proveerá, Jacob.

El zelote respiró profundamente sin decidir si tenía frente a él a un lunático o a un visionario.

—¿Cómo le conocisteis? —preguntó Jacob desorientado.

—¿Recuerdas cuando tuvimos que marchar a Cesarea durante unos años tras…? —Rufo se detuvo cuando se dio cuenta de que aquella pregunta no era oportuna.

—Tras la muerte de mi madre —zanjó el problema Jacob con aspereza—. Sí, lo recuerdo.

—Durante esos años conocimos a Pablo y a Lucas. Imma les tenía mucho aprecio.

—Era como una madre para el propio Pablo —apuntó Lucas.

Tras la explicación, Jacob preparó su corazón para escuchar las sombrías verdades, pues los vientos susurraban historias, no siempre verídicas, no siempre amables.

—¿Conociste a mi tío Simón, antes zelote, después discípulo de Jesús?

—Así es —respondió el griego.

—Cuéntame, pues, Lucas, su destino y el del resto de los apóstoles elegidos. ¿Adónde los llevaron aquellas promesas de salvación?

A pesar de que planeaba cierto desaire en las palabras de Jacob, Lucas paseó rápidamente por su memoria tratando de reunir correctamente los hilos de sus recuerdos. Miró a los hermanos, como si tratara de pedir permiso a los hijos del insigne de Cirene. Ambos asintieron, instando al griego a que no omitiera ninguna circunstancia. Tras unas breves palabras de cortesía y agradecimiento, Lucas advirtió cómo los caminos de los apóstoles habían sido arduos y, a menudo, llenos de sacrificios, ya que cada uno encontró su fin dando testimonio de su fe inquebrantable entregando su propia vida.

El griego, por cercanía, resumió rápidamente los destinos de Santiago, hijo de Zebedeo, pasado a espada por el propio Herodes Agripa I en Jerusalén, siendo el primero de los doce en ponerse la corona del martirio; de Esteban, al que consideraban el primer mártir, lapidado por el Sanedrín; o Santiago, hermano del Señor, quien sirvió a Dios fervientemente y se convirtió en la cabeza de la Iglesia de Jerusalén y su fe permaneció inquebrantable ante la ira de los fariseos cuando fue martirizado.

—Pedro, el pescador de hombres, fue crucificado en Roma. A Juan, en cambio, se le confió la revelación y predica en Éfeso, aún soportando las pruebas de la persecución.

»Lucas continuó con la odisea de Andrés, que viajó por todas partes, difundiendo la buena nueva a las almas sedientas de salvación. Fue en Patras donde encontró su sino, atado a una cruz en forma de equis, sobre la cual continuó predicando hasta su último aliento. Tomás, el que dudó en los momentos más oscuros y terminó convertido en un creyente ferviente, viajó más lejos que la mayoría y fue martirizado por una lanza en la India, sellando su destino como testigo del Hijo del Hombre resucitado.

—¿Que fue del publicano Mateo? —preguntó Rufo, mucho más ávido por conocer el destino de los doce que Jacob.

—Mateo difundió la palabra hasta los confines de Etiopía. Hay quienes dicen que él también fue martirizado, pero la manera de su fallecimiento permanece, a día de hoy, oscurecida por el tiempo. Felipe evangelizó en Hierápolis, donde fue crucificado por condenar los rituales paganos. Bartolomé llevó el Evangelio a Armenia y, según algunos relatos, encontró su fin desollado y crucificado, y aun así su devoción no se vio afectada por las torturas que le infligieron. Cuentan que Santiago el Menor fue crucificado en Ostrakine, en el Bajo Egipto, aunque esto no puedo confirmarlo.

Jacob miró fijamente al griego.

—¿Por qué no me has contado aún nada sobre mi tío Simón?

Lucas no pudo suavizar el destino final del antiguo zelote.

—Tu tío Simón llevó la llama de la verdad a Persia…

—¿Y? —preguntó Jacob.

Se hizo un silencio en la vivienda.

Jacob no dudó en insistir.

—¿Y?

Lucas no tuvo más remedio que confesar.

—Simón, junto con Judas Tadeo, conoció su martirio allí.

Jacob no quiso mayor descripción, pero no ocultó su desconsuelo. Al menos Tadeo estuvo a su lado, como siempre había sido. «Siempre Tadeo». Jacob quiso saber el destino del lienzo mortuorio de Jesús, pues Judas Tadeo debía llevarlo a Edesa. Aquella pregunta reveló que Jacob poseía más información de la que se le suponía. Lucas no dudó en sacarle de la duda. Tadeo y Simón, conocedores de su condición de proscritos por parte del Sanedrín por ser distinguidos seguidores del Cristo, acudieron a otro Tadeo, Addai de Edesa, uno de los setenta y dos que había enviado Jesús anteriormente para predicar, para cumplir la misión.

Todo se había cumplido.

Jacob, algo abatido, quedó satisfecho con el destino del sudario de Cristo, pero tenía una última consulta.

—¿Qué hay de Matías?

Rufo y Alejandro miraron fijamente a Jacob. Ambos sabían por qué preguntaba por el apóstol que sustituyó a Judas, el Iscariote.

—Las últimas noticias apuntan a que sigue predicando.

Lucas quiso terminar su crónica condensando los últimos acontecimientos más allá de Israel.

—Cristianos. Así nos llamaron en Antioquía, así nos conocen a los que seguimos el Evangelio de Jesús.

—¿Evangelio? —preguntó extrañado Jacob.

—εὐαγγέλιον, el mensaje. Así lo denominó Pablo. Durante su estancia en Éfeso, redactó esas palabras a la comunidad cristiana de Corinto. Ahora en Antioquía se ha instalado allí una gran asamblea que sigue los pasos de nuestro maestro.

—Dicen que es una figura importante en la difusión de vuestro credo. ¿Qué hay de tu mentor, el de Tarso?

Lucas enmudeció, se quedó sin fuerzas para hablar de su instructor y amigo.

El silencio otorgó la respuesta.

Jerusalén, Santiago, Sanedrín, Roma y Nerón.

Jacob seguía sentado, sin levantar demasiado la mirada, acariciando su leptón. Jerusalén se consumía en su propio odio y, sin embargo, el resto del mundo recibía poco a poco el mensaje del maestro. «¿A qué precio?», se preguntaba una y otra vez.

Rufo prestó atención al leptón.

«Aún lo conserva».

Jacob se interesó por el resucitado y, sobre todo, por las mujeres, tan imprescindibles en la difusión del mensaje del Galileo.

—Lázaro, María, la de Magdala, y Verónica, la del paño milagroso, partieron a la Galia con Nicodemo y José, el de Arimatea. ¿Sabes algo?

—No tenemos noticias de sus ministerios… —lamentó Lucas.

Y tras concluir el griego su relato de las partidas terrenales de los apóstoles, Jacob, serio por la realidad de sus sacrificios, miró una vez más a sus amigos, que ya conocían el legado dejado por los seguidores de Jesús, una herencia martirizada en sangre, pero inmortal en espíritu.

Se hizo el silencio.

Rufo sirvió otra ronda de vino.

Lucas, prudente, esperó el siguiente paso.

Nadie hizo nada, salvo apurar sus vasos.

Jacob estaba convencido de que el motivo real de la presencia de Lucas en Judea no se limitaba a dar únicamente parte del pasado. Estaba en lo cierto.

—Podéis beber todo el vino que queráis —les dijo Jacob a sus amigos para luego dirigirse a Lucas—, pero tú aún no me has dicho tu propósito, griego.

El cronista no se amedrentó ante la mirada inquisitiva de Jacob y depositó gentilmente el vaso vacío sobre la mesa. Le dijo la verdad, a medias.

—Regresé a Jerusalén con una misión muy concreta: obtener la última información sobre Jesús de Nazaret para terminar mi crónica.

—¿Qué información es esa?

—La tuya, Jacob.

—¿La mía? —Jacob se puso aún más a la defensiva.

—¡Estuviste a punto de sustituir a Judas como apóstol, Jacob! ¡Allí estaban los siete!

Jacob se quedó mudo al escuchar aquello. Efectivamente surgieron muchos nombres para sustituir a Judas, entre ellos Matías, José el Justo y Esteban. Pero Jacob estaba tremendamente sorprendido.

«¿Cómo podía saber eso aquel griego?».

—Hay algunos aspectos de Judas que siguen siendo oscuros y conflictivos en mi cálamo —comenzó Lucas con respeto y cautela, sabiendo que se aventuraba en un tema delicado—. Por ejemplo, su destino. Como alguien que estuvo cerca de los acontecimientos y comprende las profundidades del espíritu humano, ¿podrías compartir tu percepción sobre lo que realmente sucedió con él después de… después de su traición?

Jacob cerró el puño y escondió su leptón. El guerrero no esperaba esa pregunta.

Volvió de nuevo su mirada a los hermanos, como si se tratara de un interrogatorio paralelo.

Ellos sabían que él lo sabía.

Ambos guardaron silencio y con un gesto le instaron a que contestara aquella pregunta.

¿Qué sucedió con Judas Iscariote?

5

Año 30 d. C.

3790 palabra en hebreo

783 AUC

-

Gólgota

El pequeño Jacob llevaba el nombre de sus antepasados, un nombre que lo unía a un legado de ferviente nacionalismo y rebelión bajo el severo liderazgo de su padre, Gedeón, un cacique venerado entre los zelotes y algo menospreciado por los judíos más pacifistas.

Gedeón, un hombre fuerte, pelo corto, rasgos marcados y cicatrices tanto en la cara como en su cuerpo y cuyo corazón se había petrificado con cada transgresión romana, vio en un primer momento el ascenso del rabino de Nazaret como un presagio sorprendente: un faro que podía encender los fuegos de la rebelión y no sofocar la voluntad del pueblo con promesas de paz y sumisión.

Fue testigo de cómo su pequeño hijo fue atraído inexorablemente hacia el suave llamado de aquel Jesús, un tirón que lo llenó de un temor que no podía nombrar. Y toda responsabilidad y culpabilidad caía sobre su hermano Simón, otrora zelote, ahora desertor, prófugo y seguidor del falso Mesías.

—Tú eres de mi sangre, Jacob —gruñó Gedeón al oído de su hijo cautivo—, nacido para luchar, para sangrar si es necesario, por la libertad de Judea. Tu corazón pertenece a la causa de nuestro pueblo, al legado de los zelotes. Y ahora serás testigo de lo que hay que hacer con los traidores.

En el último momento, Gedeón había decidido dar un escarmiento a su hijo y, lejos de regresar a casa, se dirigió al lugar de la crucifixión.

A las afueras de Jerusalén, los pasajes conducían hacia una colina de piedra caliza, cuya forma parecía sugerir una calavera, dándole su nombre ominoso. El Gólgota se había convertido en sinónimo de muerte y sufrimiento para todos aquellos que se atrevían a desafiar al imperio. Los residentes de Jerusalén evitaban el lugar sabiendo que no había nada más que dolor y desesperación en los pasos hacia esa cuesta.

Las mañanas en el Gólgota eran particularmente perturbadoras. La luz del sol apenas lograba disipar las sombras que se aferraban a las grietas de la roca. Desde las primeras horas del día, los sonidos de martillos golpeando clavos y el crujir de maderos resonaban a través del aire, anunciando con anticipación el destino de aquellos que serían crucificados.

Los mástiles de madera, erguidos y ominosos, se alineaban en la cima y sus alrededores, testigos mortales del castigo romano. Los postes fijos al suelo rocoso esperaban con cruel paciencia a sus víctimas mientras los cuervos empezaban a congregarse en las cercanías atraídos por la macabra certeza de carne fresca. El aire, cargado de desesperación, emanaba un hedor particular, una mezcla de sangre, sudor y la amarga oscuridad de la muerte.

Alrededor de Jacob

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