El secreto de La Indiana

Jorge Laguna
Jorge Laguna

Fragmento

1. En algún lugar del océano

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EN ALGÚN LUGAR DEL OCÉANO

25 de septiembre de 1876

La tripulación del Guajara se enfrentaba a sus peores pesadillas. El vapor se abría paso a través del Atlántico rompiendo las olas de una interminable tormenta que no les había dado tregua alguna en casi un mes de viaje.

Aquel majestuoso vapor había vivido épocas mejores; los años de experiencia empezaban a pasarle factura. El casco de color azul zafiro estaba desgastado y oxidado, y las intrincadas tallas de madera de la cubierta superior se encontraban enmohecidas y carcomidas por culpa del salitre. Sus velas eran lo único deslumbrante, unas inmensas lonas de tela blanca que se abrían paso a través del cielo y absorbían cada tímido rayo del sol.

Los pasajeros estaban aterrorizados, pues la tripulación era incapaz de ocultarles la gravedad de la situación. Habían partido de Cuba hacía veinticinco días y aún no se vislumbraba tierra firme. Y nada hacía indicar que estuviesen llegando a su destino.

Durante la travesía del Guajara se habían producido no pocos incidentes que preocupaban a todo el pasaje. Desde su partida en el puerto de Santiago de Cuba la noche del 1 de septiembre, el zarandeo no había cesado, y el viento no hacía sino empeorar a medida que transcurrían las jornadas a bordo del cascarón. Además, la tripulación estaba formada por jóvenes con escasa experiencia, lo que los llevaba a cambiar constantemente de rumbo para adaptarse a las nuevas rachas del mar. Abajo, en los camarotes de tercera clase, el buque se balanceaba aún con mayor fiereza, y arrastraba a su antojo el mobiliario más ligero. El agua se filtraba por las bodegas de carga, donde debían estar a salvo de los peligros intermitentes de la naturaleza.

Con el paso de los días la esperanza de encontrar tierra firme empezaba a parecer una promesa vacía. El cansancio entorpecía los movimientos de los marineros y consumía todo su entusiasmo inicial. El ambiente se había vuelto cada vez más tenso, y la crispación terminó de estallar cuando los viajeros de primera clase descubrieron que sus raciones habían disminuido de forma considerable en las últimas comidas.

Poco a poco el miedo había ido ocupando ese lugar, junto a la incertidumbre que emanaba de los camarotes inferiores. Los espejismos aparecían en el horizonte y arrullaban a los más desesperados por llegar al destino en momentos de falso alivio. Seguía sin vislumbrarse tierra firme, solo más y más olas que golpeaban los costados del navío, cada una de las cuales provocaba un nuevo escalofrío en el armazón de madera, alimentando aún más los temores que acechaban la limitada visión del Guajara.

Eliana escuchó los gritos desde la bodega del vapor. La joven criolla llevaba días recostada sobre un camastro de paja que habían dispuesto para ella en un almacén que no tenía ojo de buey ni escotilla. Apenas una escasa luz natural se filtraba a través de los tablones del techo que había sobre su cabeza.

Las duras circunstancias en las que viajaba casi le habían arrebatado el brillo de su sonrisa. Su largo cabello castaño, antaño lustroso, se había convertido en una maraña desaliñada; su figura, antes delicada, de piel suave y barniz dorado, parecía ahora agrietada debido a la falta de alimento. Las manchas amarillentas de su vestido de lino revelaban que no había parado de vomitar en toda la travesía por culpa de las sacudidas del vapor. Eliana apestaba a su propia podredumbre y ya casi no podía abrir los ojos después de haber pasado casi un mes encerrada en aquel barracón.

Enroscada a sus pies dormía Yanet, su criada, una mujer de raza negra algo mayor que ella y que había pasado toda la vida a su lado. Yanet llevaba sirviendo a la familia Álvarez desde antes de nacer la pequeña, primero como esclava y luego cobrando un pequeño jornal, ahora que las leyes de la metrópoli empezaban a exigirlo. Yanet, sin embargo, poco podía hacer con este salario, pues no tenía más familia que los Álvarez y tampoco otro lugar al que ir.

La hacienda de los Álvarez era un paraíso de medianías en el que siempre lucían los rayos del sol. Estaba escondida en el rincón más apartado de Vueltabajo, una zona de exótica vegetación a pocas millas de Pinar del Río. Se trataba de un entorno idílico situado entre palmeras, arroyos y cultivos de tabaco en el que trabajaban más de un centenar de hombres, y que se extendía como un manto a lo largo de varias hectáreas que se perdían en el horizonte. El calor y la humedad de este entorno conferían a la hacienda la mejor ubicación de toda la isla de Cuba para el cultivo de la hoja de tabaco.

Los padres de Eliana pasaban el tiempo viajando para atender sus compromisos políticos y sus negocios, por lo que apenas tenían tiempo para atender a la niña y a sus siete hermanos, así que esta mujer se había encargado, casi de forma exclusiva, del cuidado de la joven desde su nacimiento, en el que había hecho de partera. Nunca se habían separado la una de la otra.

Eliana golpeó el techo sobre su cabeza para pedir silencio en el piso de arriba, y comprobó que su criada seguía durmiendo. Harta de permanecer allí encerrada por más tiempo, se incorporó y abrió la compuerta con cuidado. Salió al pasillo y descubrió el desorden que reinaba en la bodega del vapor. A su alrededor se apiñaban decenas de cajas con cebollas, tomates, sacos de azúcar y de hojas de tabaco. En ese momento el barco dio una nueva sacudida y Eliana tuvo que apoyarse en las paredes para no caerse; lo cierto es que llevaba veinticinco días sin andar debido a su encierro.

En la parte trasera del almacén encontró gran cantidad de muebles atados con cuerdas, algunos de ellos similares a los que había en su caserón en Cuba. Supuso que pertenecían a familias de indianos que volvían a casa tras haber hecho fortuna en América. Se acercó a un elegante espejo de pie que estaba tapado con una sábana blanca, la retiró y se vio a sí misma reflejada por primera vez en un mes. Tenía un aspecto deplorable. Se notaba que no se había bañado en un mes. Su pelo estaba acartonado y llevaba la misma ropa desde la noche en que había abandonado la finca.

Al final del pasillo encontró una escalera que daba a una escotilla que estaba cerrada. No había encontrado otro acceso a los pisos superiores, así que intuyó que esa era la trampilla por la que les traían el agua y la comida cada día a ella y a su criada, aunque ambas llevaban varias jornadas sin comer debido a la escasez de víveres en el buque. Sobre su cabeza seguía oyendo los gritos de protesta de los pasajeros de primera clase.

Tomó asiento sobre un baúl y miró a su alrededor: multitud de valijas y pertenencias se amontonaban frente a ella, todas cuidadosamente aseguradas con cuerdas para evitar que se movieran durante el viaje. Maletas de cuero agrietadas, pesados baúles cubiertos con telas bordadas, cómodas cerradas a cal y canto y, con toda seguridad, llenas de objetos de valor en su interior. También había varios barriles de madera tallada atados con correas y que contenían fragantes especias junto con botellas de coñac y ron, así como algunas cajas con figuras de porcelana. Por último, objetos domésticos como cunas y mecedoras conferían un toque hogareño al ambiente austero de la bodega. Se preguntó cuántas historias podrían contar todos esos objetos. Era increíble lo mucho que cabía en un espacio tan reducido.

Ver ese lugar tan repleto de enseres la hizo sentir aún más vacía. Eliana tenía en Cuba más de lo que cabía en aquel vapor y, sin embargo, nunca se había sentido plena. Tenía la impresión de que llevaba toda la vida siendo una prisionera en los dominios de su familia; y más ahogada se sentía ahora que la habían obligado a cruzar el océano Atlántico en secreto y en contra de su voluntad.

Tras un breve descanso ascendió por las escaleras y empujó la escotilla. Al abrirla se encontró con que el piso superior tenía incluso peor aspecto que el suyo. Familias enteras se apretujaban en el suelo, algunas rodeadas por ovejas y gallinas en estado tísico. Supo de inmediato que frente a ella se encontraban los pasajeros de tercera clase, quienes apenas habían pagado trescientas pesetas por viajar hacinados en el vapor. La imagen de aquellos viajantes moribundos la deprimió aún más. Algunos eran jóvenes solitarios que regresaban a su tierra al no haber podido hacer la fortuna que soñaban en Cuba, otros eran antiguos ricos que se habían arruinado o familias enteras que habían tirado la toalla en América. Pensó que quizá había sido injusta con sus padres. Ella era una privilegiada, a pesar de sus circunstancias.

De nuevo llegaron a sus oídos las protestas al otro lado del barco. Presa de la curiosidad, se aferró a los barrotes de hierro y se acercó como pudo hasta un corro en el que una decena de padres desesperados se quejaban al contramaestre de la naviera Elder Dempster & Company por no haber podido comer en los últimos días. La mayoría no pedían alimentos para ellos, sino para sus hijos, pero el marinero se lamentaba por no poder satisfacer sus demandas. Apenas les quedaban víveres en el barco y debían guardar una parte para el capitán y sus oficiales porque, si ellos perecían, el vapor nunca alcanzaría la costa.

Eliana se alejó del tumulto; la cabeza le daba vueltas por el hambre y el zarandeo del vapor. Asomó la cabeza por un ojo de buey y tomó una fuerte bocanada de aire. El viento golpeaba su cara con suavidad y solo se veía el mar en el horizonte. Giró su cabeza a ambos lados y descubrió que todas las ventanillas estaban llenas de pasajeros que hacían lo mismo que ella. Levantó la mirada y se fijó en los pasajeros de primera clase, apoyados sobre las barandillas de la cubierta superior. Todos vestían de forma elegante y tenían la tez refinada, aunque ya empezaban a manifestar también signos de hambre. Cerró los ojos y se dejó llevar por el vaivén de las olas hasta quedarse casi dormida con su cabeza apoyada en el ojo de buey. En ese momento alguien la agarró por la espalda.

—Mi señora, ¿qué hace aquí? —Era su criada quien, agitada, le llamaba la atención—. Vamos, vaya para la bodega.

—Por favor, Yanet…, será solo un momento —suplicó ella, casi entre alucinaciones.

—No la pueden ver aquí. Y a mí tampoco.

—Nadie se está fijando en mí. Mire nuestro aspecto.

—Me da igual, mi señora. Hice un juramento a su padre, tiene que venirse a la bodega ya, por favor, se lo ruego.

—Contemple el mar. Disfrútelo, hágame el favor.

—No tengo nada que disfrutar, mi señora Daniela. Por favor, véngase a la bodega conmigo. Nos van a matar como nos vean.

—No sea exagerada. Y aquí no me llame Daniela, por Dios. Tenemos que empezar a habituarnos a estos cambios —dijo Eliana con un tono claramente irónico.

—Pues ya sabe, yo no volveré a llamarla Daniela, pero solo si usted obedece y viene conmigo.

Eliana accedió a las súplicas de su criada con desgana. Yanet la guio por el pasillo, tapándole la cara con sutileza para que nadie se quedase con el rostro de su señora. En ese momento sus cuerpos, así como los del resto de pasajeros de tercera clase, sintieron un fuerte zarandeo y se deslizaron a gran velocidad por los pasillos como si de una maldición se tratase.

El barco crujió con fuerza y cabeceó hacia los lados en varias ocasiones, efectuando un bandazo que hizo gritar a todos a bordo. Eliana asomó su cabeza a través de la ventanilla y descubrió que el cielo se había oscurecido hasta adquirir nuevamente un tono tan grisáceo como tenebroso. Una gota de agua cayó sobre su mano, justo en el instante en que el vapor dio una nueva sacudida, esta vez más potente que la anterior.

La tónica del viaje volvía a repetirse. Las olas se elevaban ahora hasta sus cabezas, y daba la impresión de que la proa estaba a punto de sumergirse en el fondo del mar.

—¡Morimos! ¡Nos morimos! —oyó a lo lejos.

Los gritos de pánico se sucedían al tiempo que los cuerpos tumbados en el suelo rodaban por los pasillos. Los pasajeros se aferraban a duras penas a las barandillas, tratando de proteger también a los niños. Yanet agarró a su señora con todas sus fuerzas.

—¡Mi señora! No quiero morir, tengo miedo —gritó, aferrada al pasamanos del vapor y al torso de Eliana, al tiempo que se santiguaba sin cesar.

—No vamos a morir, no se preocupe.

El vapor dio una nueva sacudida hacia el frente, como si quisiera hundirse.

—¡Ah! ¡Dios mío!

—Calma, Yanet.

—¡Que no, mi señora! ¡Que usted es muy joven!

—Llegaremos a tierra, no se preocupe. —Eliana mantenía la calma para tranquilizar a su criada, aunque su rostro había empalidecido, presa del mareo y del miedo que recorría su cuerpo.

Decenas de pasajeros asomaron sus cabezas hacia el exterior para vomitar, un gesto que contagió al resto. Minutos después, la mayoría de viajeros tenían sus cabezas apoyadas en las ventanillas para respirar aire fresco, mientras expulsaban con violencia el escaso alimento que aún quedaba en sus estómagos. Esta tormenta no era como las demás.

Por primera vez en veinticinco días de travesía, todos los pasajeros del Guajara se habían unido en un sentimiento común.

El pánico a morir en mitad del océano.

2. Una muerte inesperada

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UNA MUERTE INESPERADA

Breña Alta, isla de La Palma

26 de septiembre de 1876

No cabía un alma en la parroquia; nadie quería perderse una despedida tan importante para la isla de La Palma.

El féretro con el cadáver de don Servando estaba colocado a los pies del altar, y en el pálido rostro del muerto podían apreciarse aún algunas venas hinchadas. El difunto sonreía como si le agradara ser testigo de su propio funeral.

Una suave luz se filtraba por las ventanas acristaladas de la iglesia de San Pedro Apóstol, empapando el interior de la capilla con un brillo dorado que acentuaba aún más los bancos de madera tallada. El suelo era un mosaico de piedras ennegrecidas y unos guijarros que brillaban debido a su origen volcánico. Tres candelabros de plata montaban guardia en torno a un estrado central, sobre el que el altar proclamaba con orgullo su devoción a Dios.

El párroco terminó su discurso de alabanzas al fallecido y tuvo que sentarse en un banco que había tras el atril. Los presentes percibieron que el padre Braulio Mendoza no podía disimular su emoción. Tal vez no estaba preparado para decir adiós a su gran amigo.

Se hizo el silencio en la iglesia durante unos instantes. El párroco volvió entonces de su abstracción e indicó con un gesto a los hijos gemelos del empresario que subieran a decir unas palabras. Alejandro y Miguel se miraron con nerviosismo para decidir quién de los dos se enfrentaría a la audiencia.

Eran casi idénticos a simple vista. Ambos tenían la piel morena y seca por el sol de la isla, y un cabello denso y oscuro que en nada se parecía al de su difunto padre. Lo que los hacía diferentes eran sus maneras y gestos. Miguel siempre se mostraba erguido y seguro de sí mismo, sabiéndose un joven apuesto y consciente de su condición de la clase alta palmera; Alejandro, por el contrario, vivía a su sombra, tímido, compungido y siempre con miedo ante los obstáculos que se le ponían por delante.

Para el público asistente, estos dos jóvenes de apenas veinticinco años eran la viva imagen de la desolación, dos rostros perdidos que se resistían a aceptar que su padre los había abandonado para siempre.

Como era de esperar, fue Miguel quien se puso en pie, aunque aguardó un momento para que su hermano hiciera lo mismo y lo acompañara. Pero Alejandro se quedó clavado en el asiento, incapaz de levantar la cabeza.

—Doy gracias a todos por haber venido a darle un último adiós a nuestro padre —arrancó Miguel—. Mi hermano y yo queremos agradecer a los llegados desde la villa de Santa Cruz: a la junta, a los compadres de la cooperativa del tabaco y a los compañeros de la Logia. A todos, válgame, no quisiera dejarme a nadie fuera.

Su mirada altiva al frente del atril y su tono desprendían un carisma inusual para un joven en sus circunstancias. Y mientras hablaba, su hermano Alejandro hacía grandes esfuerzos por no derrumbarse.

—Queremos agradecer también la presencia de todos los empleados de padre. La Indiana era su segunda casa, o más bien la primera.

Los jornaleros de la fábrica —aglomerados en las últimas filas de la iglesia— sonrieron ante la ocurrencia de Miguel, aunque últimamente no tenían muchos motivos para reír sus gracias. Estos elogios reforzaron aún más la vanidad del joven, que comenzó un sermón espontáneo en el que ensalzaba las aventuras de su difunto padre. Explicó cómo su progenitor había tenido que emigrar a Cuba décadas atrás con una simple valija, y a su regreso había fundado La Indiana, una de las tabacaleras más prósperas de Europa. Todo ello gracias a que don Servando había aplicado con excelencia sus aprendizajes como veguero en América para su propio negocio.

De repente, Miguel sufrió un leve vahído y tuvo que agarrarse al atril para no caerse. Llevaba bebiendo sin parar desde la noche anterior, y la resaca empezaba a hacer mella en él. Su discurso se estaba convirtiendo en una divagación cada vez más desordenada e inconexa, pero no se detuvo. Como si la voz de don Servando lo hubiese poseído, comenzó a burlarse de aquellos compañeros de viaje de su padre que habían regresado de Cuba aún más pobres que como se habían marchado. Miguel se reía de ellos por haber malgastado sus jornales en alcohol y en prostitutas en las insomnes alamedas cubanas mientras su padre ahorraba cada onza para construir su «imperio».

Los asistentes se escandalizaron ante sus palabras, aunque ni siquiera el propio padre Mendoza se atrevió a bajarlo del estrado. Todos entendieron que era su forma de afrontar la pérdida, y no podían sentir más que lástima por él.

La abrupta salida de varios jornaleros interrumpió la solemnidad del encuentro. A medida que avanzaba la celebración eran muchos los que iban abandonando la iglesia como muestra de su descontento ante los últimos avatares por los que estaba pasando La Indiana. No podían olvidar cómo los había tratado el patrón los meses previos a su fallecimiento.

Y es que la tabacalera no pasaba por su mejor momento.

La llegada de la Restauración y la reciente aprobación de la Constitución de 1876 había generado una gran incertidumbre entre los empresarios, quienes temían perder sus privilegios con la aceptación de la nueva ley del trabajo rural. Como respuesta, don Servando había aumentado las horas de trabajo a sus obreros. Esto, sumado al retraso que llevaba en el pago de los jornales, había lastrado los ánimos de todos. Los empleados llevaban meses sin ver una peseta. Con el repentino fallecimiento del patrón, el miedo al futuro incierto que se les avecinaba no había hecho más que aumentar.

La mayoría de asistentes abandonaron la iglesia cuando concluyó la ceremonia, aunque hubo quienes, muertos de curiosidad, decidieron acercarse al féretro para ver por última vez el rostro del patriarca fallecido. El edificio se fue quedando vacío hasta que solo quedaron en su interior los familiares y amigos más allegados a los gemelos. Fue entonces cuando Alejandro se abrazó con fuerza a doña Juana, el ama de llaves, mientras dejaba escapar un llanto desconsolado.

—Compórtese, hermano. Y siéntese bien —le espetó Miguel.

Alejandro obedeció y volvió a tomar asiento en el banco que había junto a él sin reprimir sus lágrimas.

—Deje a su hermano que suelte lo que lleva dentro —intervino doña Juana con dureza.

—Es que… se lo advertí, que se aguantara hasta llegar a casa.

Pero tras esta breve queja, Miguel le dio un beso a Alejandro en la frente y se disculpó por su salida de tono.

Se formó un corro en torno a ellos en el que también estaban algunos amigos cercanos a don Servando. El maestre Heriberto aprovechó la situación y se acercó a ellos haciendo gala de su aura misteriosa y su peculiar manera de andar. Andaba ligeramente encorvado, como si el peso de la veteranía recayese sobre él, y llevaba una cadena colgando de su reloj de bolsillo, prueba de que el tiempo era lo más importante para los ilustres miembros de su orden. Era el único hombre que no había acudido a la iglesia vestido de luto, sino con el uniforme masónico, ataviado además con una orla y un elegante collar de joyas pertenecientes a la organización secreta. Unos volantes de oro bordados adornaban sus hombros y lo distinguían como un hombre de carácter y estatus indiscutibles.

Haciendo gala de su apellido y sus aspiraciones afrancesadas, Heriberto Bethencourt llevaba sus cabellos color azabache cuidadosamente peinados, y un afilado bigote adornaba la mitad inferior de su rostro bajo dos penetrantes ojos oscuros que parecían saltar de su tez bronceada.

—Jóvenes…, no se pueden ustedes imaginar lo que supone la inesperada marcha de su padre.

—Gracias, maestre —dijo Miguel—. Es un halago viniendo de alguien como usted.

—Eso que dijo usted en el altar, jovencito…

La sola mirada de Heriberto sirvió para escarmentar al joven.

—Lo sé, maestre. Le ruego que me disculpe.

—No se preocupe. Es extraño, ¿verdad? Hace unos días campaba entre nosotros, y ahora… No han pasado siquiera cinco días de la última tenida que celebramos en la Logia. Bebimos como siempre, como hacemos los hombres. Comimos como de costumbre. Era guasón como ninguno, don Servando…, y un empresario como pocos hemos tenido en esta isla. —El maestre hizo una breve pausa y se detuvo a examinar los rostros de sus oyentes mientras continuaba con su discurso—. Esa noche me dijo que pronto iban a cambiar las cosas para todos los tabaqueros de la isla. Me dijo que la moratoria estaba cerca y que le íbamos a dar a los cubanos donde más les dolería. Confié en sus palabras.

—Y parecen estar a punto de cumplirse —puntualizó Miguel.

—Así es. Lástima que él no pueda vivirlo. —El tono del maestre desprendía una innegable aura de desconfianza.

Miguel sentía que ese ataque iba dirigido hacia él y hacia su hermano. Por suerte, los últimos efectos del alcohol de la noche anterior le permitían hacerse el ingenuo.

—Si le preocupa que la moratoria pueda afectar a nuestra fábrica, debe saber que mi hermano y yo estamos de sobra preparados para lo que se nos viene a todos los tabaqueros de la isla en estos próximos meses. Estoy seguro de que la firma de ese acuerdo nos cambiará la vida a todos, como decía nuestro padre.

El maestre Heriberto, sin embargo, desoyó por completo las apasionadas palabras de Miguel y avanzó con paso altivo hacia el féretro que custodiaba el sonriente cuerpo de don Servando.

—Muchachos…, ¿están seguros de su muerte?

—¿Cómo? —preguntaron los dos a la vez.

—¿Ni siquiera notaron algo extraño en él?

—Ya le dijimos que se encontraba bien, ese mismo día pasó por la fábrica y luego se sentó a la mesa para comer con nosotros.

—Qué cosa tan repentina —balbuceó el maestre para sí.

—Pues… sí —respondió Miguel—. Qué quiere que le diga, don Heriberto. Lo encontramos muerto en la noche, tumbado en su cama.

—Lo sé, pero… El curandero que lo vio hace semanas me aseguró personalmente que vuestro padre no corría peligro alguno. ¿Están seguros de que no lo escucharon gritar o pedir auxilio?

—No, nada. Subimos y allí estaba… muerto.

—Ya veo, ya. Una lástima, entonces. —Pero algo seguía sin encajarle—. ¿Seguro que no hay nada entonces que les resultara extraño?

Miguel se sentía cada vez más incómodo a medida que se prolongaba el interrogatorio.

—Maestre, ya le hemos contado lo que ocurrió. Y el padre Mendoza también le informó a usted el primero cuando le hizo la unción.

El maestre le dedicó a Miguel la mirada más gélida que él jamás había visto. Los ojos de Heriberto brillaban de indignación y escepticismo, como si quisiera extraer algo del joven.

—Entiendo por lo que están pasando, eh. Es solo que… ¿era frecuente que ustedes dos subieran a su dormitorio en medio de la noche para ver cómo se encontraba? Lo lógico habría sido que se hubiesen dado cuenta por la mañana, ¿no creen?

La actitud de Miguel se tornó defensiva. No entendía adónde quería llegar el maestre con sus preguntas, y mucho menos ante el corro de gente que había junto a ellos. De inmediato buscó a su hermano con la mirada y sintió una profunda tristeza al ver que su descompuesta figura seguía encogida entre sollozos en uno de los bancos de la parroquia. Por un instante la respiración de Miguel se volvió entrecortada.

—Maestre, debo pedirle que cese en sus preguntas de una vez.

—¿Le estoy incomodando? —insistió Heriberto.

—Pues sí, ¿acaso no ve cómo estamos? —dijo Miguel, señalando a su hermano.

Solo entonces Heriberto dio muestras de relajar su figura.

—Le ruego me disculpe por mi insistencia, Miguelito —dijo el maestre con un tono claramente paternalista—. Yo solo trataba de advertirles.

—¿Advertirme?

—Su padre tenía muchos enemigos…

Miguel asintió estupefacto mientras luchaba por comprender lo que el maestre acababa de decirle. En realidad, los gemelos no tenían ni idea de si su padre tenía enemigos o no; apenas sabían nada de lo que ocurría en su vida privada o entre las paredes de la Logia. Nunca habían tenido acceso a los concilios mayores en los que se tomaban las decisiones de verdad importantes. Miguel se sintió, de repente, como un niño al que todos a su alrededor le ocultaban la verdad.

Heriberto Bethencourt dio el pésame a los gemelos y se retiró, no sin antes acercarse al féretro para dar un último adiós a su amigo. Se arrodilló frente a él y colocó entre los brazos del difunto una joya masónica con las insignias de la organización secreta.

Fue tras la marcha del maestre cuando Miguel pudo tomar conciencia de que don Servando se había marchado para siempre.

Por fin, su hermano y él podían dormir tranquilos.

3. Un testamento maldito

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UN TESTAMENTO MALDITO

Situada en la ladera de una colina, la espectacular hacienda de la familia Vega ofrecía unas vistas inmejorables de la calle principal de La Breña, así como del puerto de la isla, cuyos barcos se divisaban bajo las faldas del barranco. Se trataba de un edificio de dos plantas de color amarillo pastel con unos enormes ventanales y un balcón canario del que colgaban las enredaderas. Con una gran extensión de terreno a su alrededor, el acceso a la hacienda estaba flanqueado por varias palmeras datileras, lo que le confería un aire de grandeza y majestuosidad. En el interior de la vivienda el espacio se abría a amplios pasillos de baldosas que conducían a un patio canario lleno de vegetación, con un antiguo banco de piedra. En el centro de este claustro al aire libre había una fuente en la que cada día se posaban palomas para beber de sus aguas cristalinas. A un lado, los árboles frutales crecían en abundancia en su acogedor jardín cercado por un muro de adobe que rodeaba la finca y mantenía alejadas las miradas indiscretas. La hacienda contaba con quince recámaras alrededor del patio central, y todas las habitaciones estaban vestidas con muebles robustos y unos ventanales de madera de los que aún emanaba el aroma a la savia de los árboles. Sin duda, era uno de los edificios más emblemáticos del pueblo.

Apenas habían enterrado a su padre unas horas atrás cuando el notario se personó allí ante los gemelos. En realidad, era Miguel quien había insistido en que así fuera, pues quería firmar el testamento cuanto antes para reanudar el trabajo en la fábrica junto a su hermano.

Doña Juana recibió al notario con gesto mustio, pero tratando de esconder su cansancio; llevaba varios días sin dormir y aún intentaba asimilar la muerte del patrón. Ahora vestía un traje oscuro, pero distinto del que había llevado durante la celebración del funeral. Su ropa de trabajo siempre estaba inmaculadamente planchada e impecable para el desempeño de sus tareas diarias. Llevaba una falda de lana negra, larga y amplia, que le rozaba la punta de los zapatos y en ocasiones se le llenaba de suciedad. Una camisa oscura de algodón y encaje le cubría los brazos en todo momento. Para completar su conjunto, Juana llevaba un sencillo cubrecabeza con un fino velo negro sobre el ala. Esto le permitía mantenerse limpia y, al mismo tiempo, contribuía al delicado aspecto femenino que debía mantener. La tradición le exigía guardar el luto al señor durante al menos una estación del año, pero sabía que el protocolo no estaba entre las prioridades de los gemelos.

El funcionario se dejó guiar por ella hasta el salón principal, una estancia cálida y luminosa con varios tapices que colgaban de las paredes.

—¿Puedo ofrecerle unas pastas, maese? Son de manteca y almendras.

—Sea —respondió el notario.

El hombre colgó su levita y su bombín en el perchero y se sentó en el sofá sin siquiera pedir permiso, consciente de que alguien de su talla no debía perder el tiempo en pormenores.

—Oiga, señora, ofrézcame también una línea de ron que quiero hacer la espera más llevadera.

El notario hizo un gesto para indicarle la medida en el vaso, y acto seguido terminó de acomodarse. Se trataba de un joven apuesto, uno de esos primogénitos de familia burguesa que llevaban la palabra «universidad» grabada en la frente y que miraba con desdén a quienes no habían tenido las mismas oportunidades que él. Apenas llegaba a los treinta años, pero su oficio le confería un poder sabido por todos, incluso por él mismo. La reciente implantación en Madrid del Código Civil había obligado a los empresarios a recurrir a estos notarios para dejar constancia de sus bienes. Y así, su sentencia empezó a tener más peso en la isla que la propia palabra de Dios, si es que eso era posible.

—Mis disculpas, maese.

Los pasos de Alejandro resonaron en la vivienda como si de un alma en pena se tratara. Tenía el rostro desencajado y sostenía un vaso de leche fría de un color amarillento que no auguraba un sabor nada prometedor.

—Lo acompaño en el sentimiento —dijo el notario, inclinándose hacia él.

—Válgame, de verdad. Perdone que no le oyera entrar.

El notario aceptó sus disculpas y fue sacando los documentos que guardaba en su carpetín de cuero. En ese momento apareció Miguel, procedente de las dependencias traseras de la casa. Tenía la mirada perdida, a medio camino entre la inconsciencia y la conmoción, y una sonrisa de oreja a oreja asomaba por su rostro.

—¿Tanto tenía padre en su haber? —bromeó Miguel mientras asistía al desembarco de papeles del notario.

—Caballeros, aquí están los documentos. Solo falta su rúbrica —dijo el funcionario haciendo caso omiso de la broma—. Imagino que ya sabrán que la aceptación de la herencia conlleva también el adeudo que refleja la sociedad de tabacos La Indiana para con la administración local. Esta deuda debe ser abonada en la administración insular en un periodo inferior a los seis meses.

—¿Qué está diciendo este?

Miguel miró a su hermano en busca de respuestas. Alejandro echó un vistazo al documento ante la mirada nerviosa e impotente de Miguel, que no sabía leer.

—¿Me quiere decir de qué demonios nos está hablando el notario?

Pero Alejandro seguía desconcertado, aplastado por las cantidades que se reflejaban en el papel. Una vez terminó de leer el documento, se acercó al oído de su gemelo para transmitirle la peor de las noticias.

—Debe de haber un error —insistió Miguel—. Hermano, explíqueselo. Usted lleva los libros de cuentas.

El notario les señaló un apartado en el que se indicaba la suma de dinero que don Servando debía a la Junta Superior de Gobierno.

Alejandro tuvo que releer el documento varias veces para cerciorarse del todo. En ese momento, Juana se acercó al notario para rellenarle el vaso de ron, pero Miguel la echó de la estancia con un gesto sutil.

—Caballeros, los documentos no mienten. La aceptación de la herencia implica a todas las propiedades a partes iguales, tal y como figura en el testamento. Pensé que lo sabrían, creí que su padre los habría puesto al corriente antes de…

—¿Usted sabía esto, hermano? —intervino Miguel, cortando en seco al notario.

—Mmmm…, no —balbuceó Alejandro—. No sé qué pudo pasar. Lo siento.

Miguel se revolvió en el sillón con la mirada aún clavada en los documentos. No entendía cómo su padre había podido ocultarles tal desbarajuste sin que Alejandro se hubiese dado cuenta. Al fin y al cabo, su hermano había sido el contable de la fábrica desde los once años.

—Siento no poder ayudar en nada más a los señores. Antes de marcharme, debo recordarles que si deciden rechazar el pago de las deudas de la fábrica también estarán renunciando a todas las parcelas de cultivo y sembradío anexas a la propiedad, así como a esta vivienda.

—¿Cómo? ¿La… la casa?

Los nervios de Miguel le llevaron a dar un trago al vaso de leche que había traído su hermano, y que ahora tenía un sabor mucho más amargo. Pero miró a Alejandro y vio que este se había quedado paralizado por la noticia, así que se vio obligado a recomponerse y fingir que lo tenía todo bajo control. Él era lo único a lo que su gemelo sabía aferrarse ante las dificultades; por eso, no podía dejar que lo viese doblegado ante ese contratiempo. Por muy inesperado que fuese.

De la noche a la mañana se habían quedado huérfanos, y a punto estaban de perder todo lo que tenían.

4. Los compadres de la logia

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LOS COMPADRES DE LA LOGIA

Santa Cruz de La Palma
29 de septiembre de 1876

El destartalado carruaje en el que viajaban los hermanos Vega se abrió paso a trompicones por los adoquines de la calle Real, en pleno corazón de la capital de la isla. El vehículo mostraba claros signos de abandono: sus ruedas estaban carcomidas por la erosión del suelo, su carcasa exterior de hierro estaba salpicada de óxido cubierto por una pintura descascarillada, los bancos de madera estaban estriados por el paso del tiempo y las riendas de cuero no podían estar más descosidas. A pesar de su posición social, viajar nunca había sido para ellos ni para su padre un asunto lujoso, ni siquiera tratándose de un trayecto de varias horas como el que les ocupaba cada vez que se desplazaban hasta la capital de la isla.

Como cada tarde, las calles de Santa Cruz de La Palma bullían con el ajetreo de la vida cotidiana. La ciudad portuaria estaba repleta de todo tipo de ciudadanos ataviados según la moda del momento: desde capitanes de barco con largos abrigos de seda resplandecientes, hasta viajeros o trabajadores vestidos con prendas más sencillas, más apropiadas para afrontar largas travesías o para realizar sus laboriosas tareas. Por todas partes se oían diferentes lenguas mezcladas de inmigrantes de lugares lejanos que se dirigían en masa a la península ibérica. En torno a la calle Real se hallaban los mejores puestos del mercado por su proximidad a la dársena, y el vaivén de comerciantes procedentes de América y de la metrópoli conferían al lugar un intenso ambiente a cualquier hora del día.

Miguel y Alejandro atravesaron la concurrida avenida sentados sobre el banco del carruaje, tratando de mostrarse impasibles ante las miradas de los vecinos con quienes se cruzaban. Don Servando había sido un importante empresario para la isla y la noticia de su fallecimiento estaba en boca de todos.

Tras cruzar la avenida, los gemelos amarraron la calesa junto al chiquero que había en una de las parcelas anexas y se adentraron en el edificio de La Investigadora, un caserón de estilo victoriano que antaño había sido propiedad de unos mercaderes flamencos y que ahora pertenecía a la organización masónica. Su gran fachada de color blanco la completaban unos llamativos ladrillos oscuros de piedra basáltica y un sinfín de escudos esculpidos en piedra que conferían al lugar la solemnidad que se merecía. Allí, además de celebrarse las tenidas, también se hallaban la biblioteca y el archivo privado de los masones. Las reuniones de la orden se celebraban todos los viernes, pues era la única tarde de la semana en la que todos sus miembros podían librarse de los quehaceres de sus respectivas empresas o del menester político para dedicarse a debatir sobre el rumbo de la isla.

Miguel confiaba en que sus compañeros les ayudarían a superar las dificultades económicas. Al fin y al cabo, en no pocas ocasiones la Logia había ayudado a otros miembros en apuros, desde la reforma del taller de las hilanderas a la donación anual para las fiestas de Las Nieves. Por si esto fuera poco, su padre era miembro de honor, pues había sido uno de los fundadores de la orden veinte años atrás, cuando regresó de Cuba, influenciado por el pensamiento ilustrado del que se había empapado en aquella isla de América.

A pesar de la majestuosidad que exhibía la fachada del edificio, el interior del templo contaba con un modesto salón de actos. Los sillones individuales de cuero rodeaban la sala, todos dirigidos hacia la mesa principal que ocupaban el maestre y sus supervisores. Justo detrás de ellos, en la pared frontal, colgaba un tapiz con la insignia de la orden. Una larga chimenea de granito brillaba en un rincón, llenando la sala de un calor agradable a pesar de la humedad y el frío que había en la calle. Era un espacio sin pretensiones y de mobiliario humilde, iluminado tan solo por unos faroles parpadeantes y por el suave resplandor de una llama que siempre estaba encendida sobre la mesa principal. El tiempo parecía haberse detenido en aquel enclave, un lugar que durante décadas había servido tanto de santuario como de lugar de reunión.

—¡Silencio, compadres!

Tras una breve pausa, el maestre Heriberto Bethencourt se puso en pie y todos imitaron su gesto en señal de respeto.

—Antes de comenzar, es menester que demos un último adiós a nuestro amigo Servando, fiel compañero de faenas y uno de los más doctos en esta Logia —entonó el maestre con el rostro emocionado—. Parece mentira, compañeros. Quién ocupará ahora su lugar.

Los asistentes le regalaron a Servando un respetuoso silencio mientras dirigían la mirada hacia su asiento, que había quedado vacío junto a los dos que ocupaban los gemelos. El dolor colectivo en la Logia se volvió casi tangible mientras recordaban los momentos vividos junto a su compadre recién fallecido.

Todos inclinaron la cabeza uniendo sus respectivas manos en señal de respeto. Por un instante el fuego que brotaba de la chimenea parecía querer apagarse poco a poco, como si el difunto estuviese comunicándose con ellos a través de las llamas.

Cuando estuvieron listos, el maestre Heriberto puso fin al homenaje y procedió a leer el acta de la jornada con un tono de voz bien diferenciado del anterior. A partir de ese momento la reunión adquirió un cariz tedioso, casi burocrático. Luego se abrió la discusión para las peticiones de ingreso de nuevos miembros, y posteriormente se debatieron varias mociones locales, en un proceso que se hizo más eterno que de costumbre.

Miguel recorrió la sala con la mirada, sintiendo que se apoderaba de él una opresiva sensación de aburrimiento. Allí estaba, callado y ausente junto a su hermano, con el trasero pegado al asiento mientras los más veteranos charlaban sobre asuntos locales que a él no le interesaban lo más mínimo. Y en vista de los bostezos de Alejandro, este tampoco parecía prestar mucha atención. Miguel reprimió un bostezo al contemplar los rostros que lo rodeaban, iluminados por la luz de las velas en la penumbra de la sala.

La tenida se alargó durante varias horas entre los diferentes puntos de la orden del día hasta que le llegó el turno a Miguel, justo cuando el sueño estaba a punto de vencerlo. Se recompuso de inmediato y se puso en pie, hizo una reverencia al maestre y expuso su situación al resto de la orden.

—Gracias por su atención, y ruego me disculpen por sacar este tema después de varias horas de reunión. —Hizo una breve pausa antes de meterse de lleno en el fango—. Mi hermano y yo no teníamos conocimiento de la deuda. Créanme, no sabemos en qué se pudo haber perdido tanta peseta. No es solo la pérdida de padre, es que encima tenemos que lidiar con este desaguisado. Por eso les pedimos ayuda, como compañeros, pa resolver esta situación cuanto antes y que así podamos estar a la altura de lo que exige la moratoria.

—Con el debido respeto —lo interrumpió Heriberto—, creo que deberíamos hablar de esto en otro momento. Lo oportuno sería hacerlo solo con los miembros de la cooperativa tabaquera y no en este hemiciclo.

—Disculpe, maestre. Todos los empresarios del tabaco insular son…, somos miembros de esta Logia. No veo yo el problema en manifestar la situación en confianza. Qué mejor audiencia que esta, maestre.

—Hijo, los asuntos del tabaco solo conciernen a los tabaqueros. No queremos aburrir al resto de empresarios y cargos públicos que nada tienen que ver con este tema.

La cooperativa tabaquera de La Palma era la agrupación de propietarios de todas las fábricas de tabaco de la isla. Aunque la versión oficial era que sus objetivos eran garantizar salarios justos para los jornaleros, la realidad era bien distinta. La cooperativa se había creado para unir a todos estos empresarios y luchar por un fin común: demostrar que el tabaco palmero podía competir con el que se cultivaba en América.

—Mi hermano… —Miguel se impuso para hacerse escuchar—. Alejandro se está encargando de revisar las cuentas de nuestra tabacalera. Ponemos a esta tenida por testigo de que haremos lo que sea necesario para llegar a los números que tienen el resto de fábricas de la isla. En unos meses esto estará más que solventado. Solo les pedimos a todos un poco de solidaridad. ¡Que somos amigos, hombre! ¡Que tenemos que ayudarnos!

Se hizo el silencio.

Nadie reaccionó a las palabras de Miguel.

—Por favor, compañeros. El Gobierno de la metrópoli está a punto de concedernos esa moratoria que tanto ansiábamos para demostrar que nuestro tabaco es mucho mejor que el de esos cubanos y puertorriqueños. Solo les pedimos un poco de ayuda para poder brillar con todos ustedes en este prometedor futuro que nos espera.

Mientras permanecía de pie ante la multitud, Miguel sintió el abrazo del vacío a su alrededor. Podía oír su propio pulso en los oídos y el chirrido ocasional de la silla de uno de los asistentes. Cada vez que su mirada buscaba un rostro leal, sentía el frío más descorazonador como respuesta.

El maestre Heriberto volvió a tomar las riendas de la situación.

—Compadres, ya escucharon las bellas y apasionadas palabras del muchacho, tiene la misma labia que su padre. —El hombre hizo un gesto a Miguel para que volviera a tomar asiento—. Lo que también escucho son los estómagos. Podemos dar por concluida la tenida, que ya a todos nos hace falta un chuletón y un buen vaso de vino.

Poco a poco todos fueron abandonando la sala haciendo caso omiso a Miguel, que se había quedado de piedra ante la indiferencia de sus compañeros. A pesar de la gravedad de la situación, Miguel no perdió un segundo en transmitirle tranquilidad y seguridad a su hermano, que estaba sentado junto a él.

—No pasa nada, Alejandro —le susurró al oído—. Todos le debían algún favor a padre, tenga por seguro que durante el banquete nos darán sus propuestas de apoyo.

El tradicional banquete de medianoche de los masones era todo un espectáculo, y el escándalo en la calle impedía dormir a los vecinos. Las mesas se habían colocado a lo largo de la calle, justo enfrente del edificio de La Investigadora, y todas ellas quedaban iluminadas por la luz de varios faroles parpadeantes. Los integrantes de la Logia disfrutaban la sobremesa de un banquete en el que abundaron los platos repletos de carnes y verduras asadas, papas y boniatos cocidos al vapor en grandes cuencos de barro, todo tipo de dulces e incluso jarras de vino que se repartían entre gritos de júbilo. Unos charlaban a viva voz, otros cantaban a coro acompañados de una guitarra. La música resonaba en el aire nocturno y todos los presentes se unían para cantar y animar. A ninguno le importaba que la noche se hubiera cerrado sobre ellos; ni siquiera a los políticos locales, de quienes se presuponía que debían guardar las formas.

Miguel, puro en mano, mantenía una aburrida discusión con varios empresarios tabaqueros sobre el catastrófico efecto que estaba teniendo la última plaga de pulgones en los cultivos de muchos de sus compañeros. Era incapaz de ocultar sus bostezos; el tedio que le producía ese banquete era aún mayor que el de tener que levantarse cada mañana para supervisar a los jornaleros en las fincas.

La asistencia a esa tradicional cena era una imposición que le había inculcado su difunto padre, así que desde niño Miguel estaba obligado a holgazanear con todos esos hombres en las mesas dispuestas en medio de la calle Real. Las botellas de vino tintineaban junto a las risas agudas de todos aquellos barrigones, mientras los eructos de sus compadres conferían breves momentos de risa a las monótonas charlas sobre asuntos sin importancia. Miguel nunca había profesado ninguna lealtad a esa sociedad de la que cada vez se sentía más ajeno. Esa noche se habría marchado con su hermano de no haber sido porque esperaba el auxilio de la Logia.

Alejandro se había ausentado de la cena con la excusa de que seguía de luto. Todos sabían que mentía, pues al tímido de los gemelos le aterraba relacionarse. A sus veinticinco años apenas había intimado con sus compañeros de la Logia, y evitaba acudir a las tenidas siempre que su padre se lo permitía.

Servando había sido un hombre estricto, pero también un padre ejemplar a ojos de conocidos y vecinos. Los hombres envidiaban la impecable educación con la que había criado a sus gemelos sin la ayuda de una mujer. Todos habían visto cómo el señor Vega había hecho todo lo posible por integrar a Alejandro: desde llevarlo a la curandera para que viera los reflejos de su aura, hasta forzarlo a beber alcohol para que se soltara. No hubo manera de enderezarlo. Con el alcohol, Alejandro siempre terminaba arrojándose fuera de esos ámbitos entre vómitos, la mayoría de veces provocados por él mismo. Durante años Servando cargó con la cruz de la vergüenza por su hijo. Mientras duró la infancia del muchacho, los compadres de la Logia trataron de quitar hierro al asunto, dando por hecho que aquel carácter introvertido era cosa de la edad. Pero era tal el ridículo al que lo sometía frente a sus amigos que el padre acabó por tirar la toalla con él y centró sus esfuerzos en que su otro hijo lo ayudase con las relaciones institucionales de la tabacalera. Al menos Miguel sabía desenvolverse en sociedad, aunque su padre lo consideraba un inepto en todo lo demás.

Desde que Miguel era niño, Servando supo que era un zoquete, pues el pobre muchacho apenas tenía capacidad para escuchar o comprender lo que se le decía. Y al contrario que Alejandro, Miguel no tenía el más mínimo interés por la escuela, por lo que Servando decidió enseñarle las labores más básicas de la tabacalera para que al menos hiciese algo de provecho para ganarse el pan que había cada noche sobre la mesa.

Pero cuando llegó a la adolescencia Miguel sufrió un cambio tan repentino y radical que consiguió sorprender incluso a su propio padre. De la noche a la mañana el joven desarrolló un encanto magnético. Sus chispeantes ojos invitaban a cualquiera a compartir secretos con él, su sonrisa hacía que fuera fácil perderse en las historias y anécdotas que contaba. Miguel era capaz de convencer con una simple mirada, y había algo en él que congelaba el tiempo en su presencia. «Un regalo tardío de Dios», decían algunos.

Y en esas tediosas labores diplomáticas con los más jóvenes de la Logia se hallaba Miguel esa noche cuando el maestre se acercó a su asiento.

—Acompáñeme, muchacho. Debemos hablar en privado.

Los dos hombres se alejaron de la mesa y recorrieron los escasos metros que los separaban del callejón que conducía al puerto. Se trataba de una estrecha callejuela con escalinatas que servía como guarida para los marineros borrachos que no tenían otro lugar en el que caerse muertos. El aroma del whisky y el tabaco persistía en la brisa nocturna del ambiente, el hedor de las peleas ocasionales y los depravados episodios de libertinaje envolvía la escasa luz que se filtraba entre esas paredes.

—¿Tan lejos me lleva, maestre? Debe de ser importante.

—Muchacho…, bien sabe cuánto lo siento por la pérdida. Todos lo sentimos.

—Sí, todos lo sienten, pero aquí nadie arrima el hombro por nosotros.

Pero el serio semblante de Heriberto seguía clavado en su frente.

—Mire, esto se lo digo solo a usted porque es un joven maduro y sensato. Ahora que no tiene a su padre no le quedará más remedio que comportarse como un hombre.

La tensión entre ambos era evidente. Miguel estaba harto de pasarse tantas horas interpretando ese papel para integrarse entre esos varones sin conseguir nada a cambio. Y le producía una rabia incontrolable la soberbia de Heriberto.

—La Logia ha hablado, joven, y tengo una gran noticia que darle en nombre de todos: vamos a comprar la fábrica.

Eso sí que Miguel no se lo esperaba.

—Puede respirar tranquilo. Nos encargaremos de todo. La cooperativa proveerá.

—No le entiendo, maestre.

—Sí, sí que me entiende. Vamos a pagar la deuda al completo. Ese será el precio de la fábrica. Y ya está, solucionado. La fábrica quedará a nombre de la cooperativa tabaquera.

—Pero, pero… ¿Y nosotros?

—Bueno, la casa seguirá siendo suya… y de su hermano, por supuesto. La «Hacienda Vega», como decía su padre. Ay, cuánto se le extraña al hombre. —Heriberto se tomó un instante para dejarse llevar por la nostalgia antes de volver a la misión que le ocupaba—. Como le digo, la casa está incluida en el pago de la deuda. No tendrán que preocuparse por nada.

—Gracias, maestre. De verdad, no sabe cuánto significa este gesto para nosotros.

En realidad, Miguel no estaba seguro de si debía estar o no agradecido. Contrajo el rostro mientras maldecía para sus adentros que Alejandro no estuviese allí junto a él para aclararle lo ocurrido.

—No me dé las gracias a mí. Ya le dije que estamos para esto. La cooperativa, la Logia… todos han querido ayudar.

Heriberto puso fin a la conversación y estaba a punto de regresar a la mesa cuando Miguel lo detuvo con un gesto seco, casi arrogante.

—Una pregunta… ¿mi hermano y yo qué haremos?

—¿Cómo dice, Miguelito?

—Sí, dice que nos van a comprar la fábrica. ¿Qué haremos nosotros?

—¿Y a mí qué me pregunta? Eso no es asunto mío.

—Maestre…, no sé si le comprendo.

—¿Qué no comprende, Miguelito? —El maestre adoptó su habitual paternalismo, como si disfrutase riéndose de la ignorancia del joven.

—¿Nos están pagando las deudas de la fábrica?

—Así es. La estamos comprando.

—Pero entonces… mi hermano y yo…

—¡Miguel! —El maestre le hizo un gesto tajante para que dejase de balbucear—. Esto que les hacemos es un favor que por nadie más haríamos. Yo el primero, que bastante nos costó llegar a un acuerdo.

—¿Nos quiere fuera de La Indiana?

—Bueno…, fuera, fuera… —dijo Heriberto entre dudas—. Esa decisión la tomó la cooperativa.

—Por unanimidad —puntualizó Miguel—. Las decisiones importantes se toman por unanimidad.

—Vaya, veo que conoce bien el código de conducta. Pues sí, creemos que es mejor que la cooperativa gestione la fábrica, sin ustedes dos.

El joven se quedó atónito. Su mirada se ensombreció y sus puños se cerraron con tanta fuerza que los nudillos casi le atravesaron la piel. Sentía unas ganas atroces de lanzar al maestre escaleras abajo.

Pero no fue capaz de mover un solo músculo.

—Miguelito…, tiene que entenderlo.

Aunque la verdad era que no podía comprender la traición. Hasta hacía unos días su padre era una institución en la orden, y ahora que había muerto parecía como si nunca hubiese existido.

—¿Qué he de entender?

—Su padre debía mucho dinero. A todos. No solo a los del Gobierno local, también a muchos de nosotros. Esta es la única forma que tenemos de cobrarnos esas deudas, pues de lo contrario nunca veríamos ese dinero.

—¡Mentira! ¿Y por qué nunca se las cobraron?

—Lo intentamos. Y eso no es asunto de discusión aquí. —Heriberto detuvo la discusión al ver que pasaba un grupo de marineros a unos metros de ellos, y aguardó un instante con el gesto sonriente hasta que se hubieron alejado lo suficiente—. Esto se lo cuento a usted en confianza porque sé que tiene más entereza que el pobre de su hermano. Debe convencerlo para que firme la venta. Este es el auxilio que ustedes dos necesitan, es la única solución para que no pierdan la casa.

—Pero la fábrica…

—Miguel, deje ya la fábrica. Y si no, que vuestro padre, que en paz descanse, hubiese hecho mejor las cosas en vida.

El joven regresó a su asiento con la cabeza hecha un ovillo. Dio un trago a su vaso de ron mientras asistía con la mirada perdida a las conversaciones que se cebaban en torno a la mesa del banquete.

El tiempo parecía no haber transcurrido durante el rato que se había ausentado para charlar con Heriberto. A su lado tres miembros de la Logia, liderados por el gerente de la Compañía de Aguas de la isla, don Jerónimo de Paz, criticaban a voz en grito a la nueva élite política recién llegada a Madrid. Bromeaban acerca de una semblanza publicada en La Correspondencia de España sobre el regreso de los Borbones. Al parecer el diario había caricaturizado, con notable desparpajo, al nuevo monarca Alfonso XII, así como al general Martínez Campos y al presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas del Castillo. Aunque era un gesto poco habitual para un diario de corte conservador como aquel, pocos eran los que confiaban en el nuevo rumbo del Estado.

—¿Qué le pasa, Miguelito? —dijo don Jerónimo, dándole un amistoso golpe en la espalda.

—¿Qué me pasa de qué?

—Que no dice usted nada, muchacho.

Miguel no respondió, pues sentía que esa charla no iba con él. A decir verdad, nada relacionado con la Logia o con todos esos imbéciles parecía importarle ya. Algo hirvió en su interior al comprobar que todos hacían como si nada hubiese ocurrido.

—Estoy escuchando lo que se dice.

—Escuchando…, usted lo que está es revenío.

Su semblante se había vuelto pesado y feroz, como una gran tormenta gestándose bajo su ceño fruncido. Las venas de su cuello palpitaban mientras dirigía su mirada de forma amenazante a los jóvenes que reían sentados a su lado en la sobremesa del banquete.

Todos seguían a lo suyo, pero él no aguantó más y puso las cartas sobre la mesa.

—¿Aquí ninguno de ustedes tiene nada que decirme?

—¿Decirle de qué?

—¿De qué? ¿De qué? De que tuvo que venir el maestre Heriberto a ponerme al día de la estafa que nos quieren gastar ustedes a mí y a mi hermano Alejandro.

—Oiga, muchacho, tenga un respeto —le increpó el tesorero de la Logia desde el otro lado de la mesa—. Con el cadáver de su padre aún en caliente y usted pidiendo dinero.

—Mi padre siempre les ayudó a todos.

—Y bien que nos debía dinero también.

Miguel hizo un esfuerzo para contenerse. El pecho le pesaba con cada respiración, y la ira emanaba de él en oleadas. Las demás conversaciones se interrumpieron de inmediato; todos esperaban ansiosos a que el gemelo estallase para asistir al espectáculo.

—Haya paz, caballeros —intervino el maestre—. Hoy no es día para limosnas. Aún no nos hemos hecho a la idea de que hemos perdido a nuestro Servando, así que no empecemos con las batallas. —Heriberto se dirigió a Miguel en ese tono amargo que tanto le recordaba a su padre—. Muchacho, creo que debería descansar y guardar el luto, como está haciendo su hermano. Las cosas se pondrán en su sitio. Piénselo en la noche y ya verá mañana nuestra oferta con mejores ojos.

—¡Traidores! —gritó Miguel, al tiempo que se levantaba de la mesa.

Pero antes de que Heriberto pudiera responder, otro empresario le espetó enojado:

—¡Cállese! ¡Agradezca que le permitamos sentarse entre nosotros después

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