El tirano

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Un jinete se acercaba a galope tendido levantando una blanIca polvareda por el camino de Camarina, directo a la puerta de poniente de la ciudad. El oficial de día le intimó a que se detuviera.

—No te acerques —gritó—. ¡Identifícate!

Pero la orden fue inútil. El caballo cedió de golpe a menos de doscientos pies del recinto amurallado desplomándose en tierra y el jinete rodó por el polvo.

—Abrid la poterna —ordenó el oficial—. ¡Rápido, id a ver quién es y llevadlo adentro!

Cuatro centinelas salieron a la carrera y alcanzaron al jinete que yacía inmóvil en el polvo. El caballo, a escasa distancia, jadeaba de modo agónico.

El hombre gritó de dolor cuando trataron de darle la vuelta, y mostró un rostro desfigurado por el esfuerzo: sucio de polvo y de sangre.

—¿Quién eres? —preguntó uno de los soldados.

—Vengo de Selinonte..., quisiera hablar con vuestro comandante, rápido, rápido, os lo suplico.

Los soldados se miraron unos a otros, luego hicieron una parihuela con sus lanzas y escudos, lo acomodaron sobre ella y se lo llevaron adentro. Uno de ellos se retrasó un instante para dar el golpe de gracia al caballo, que estiró la pata con un postrer estertor.

19

Poco después el grupo alcanzó al cuerpo de guardia. El oficial se le acercó empuñando una antorcha y el mensajero le miró: era un joven de complexión robusta, pelo negrísimo y ondulado, ojos negros, labios carnosos.

—Me llamo Dionisio —dijo—. Soy el comandante del cuerpo de guardia. ¿Qué ha pasado? ¡Habla, por todos los dioses!

—Debo referírselo a las autoridades, ahora mismo. Es cuestión de vida o muerte. Los cartagineses han puesto cerco a Selinonte. Son miles y miles, tienen unas máquinas enormes, formidables. No podemos resistir..., necesitamos ayuda... ¡Rápido, en nombre de los dioses..., rápido! Y dadme de beber, por favor, me muero de sed.

Dionisio le alargó su cantimplora, luego dio inmediatamente unas órdenes urgentes a sus hombres:

—Tú corre a ver a Diocles, dile que se reúna con nosotros en el pritaneo: se trata de algo de la máxima urgencia.

—Pero estará durmiendo... —objetó el centinela.

—¡Sácale de la cama, por Heracles! ¡Vamos, muévete! Y vosotros —ordenó al resto del piquete— id a despertar a los miembros del Consejo y reunidlos en el pritaneo. Deben escuchar a este hombre. Tú —mandó a otro—, ve a llamar a un cirujano y dile que es urgente.

Los hombres corrieron a cumplir lo que les había sido mandado. Dionisio se hizo reemplazar en el cuerpo de guardia por su segundo en la escala de mando, un amigo llamado Yolao, y escoltó por las calles oscuras de la ciudad al grupito con la parihuela, iluminando la calle con la antorcha empuñada. De vez en cuando echaba una mirada al hombre tendido sobre la improvisada parihuela y le veía contraer las facciones en una mueca de dolor a cada sacudida, a cada movimiento brusco. Debía de haberse roto los huesos en aquella descalabrante caída.

Cuando llegó a destino, los consejeros estaban entrando en pequeños grupos. Somnolientos y de mal humor, se habían hecho acompañar por unos esclavos con linternas. Dio

20

cles, el comandante en jefe de las fuerzas armadas, llegó casi enseguida, pero cuando vio a Dionisio frunció el ceño.

—¿Qué pasa tan urgente? ¿Qué manera es esta de...? Dionisio alzó la mano con un gesto seco para interrumpir sus palabras. Contaba solo veintidós años, pero era el guerrero más fuerte de la ciudad: no tenía rival en el manejo de las armas, en resistencia al cansancio, a las privaciones y al dolor. Tenía un temperamento incapaz de soportar la disciplina y era temerario, no respetaba a dioses ni a hombres que demostraran no merecerlo. Pensaba que solo tenía derecho a mandar aquel que estuviera dispuesto el primero a arriesgar su vida por los demás y quien demostrase en la batalla que era el más fuerte y valiente de todos. No tenía la menor consideración por quien lo único que sabía hacer era hablar sin ser capaz de actuar. Y siempre miraba fijamente a los ojos a un hombre antes de matarlo.

—Este ha reventado su caballo y se ha roto los huesos para llegar hasta aquí —dijo— y he pensado que era necesario escucharle enseguida.

—Entonces, que hable —respondió Diocles, impaciente. Dionisio se le acercó, le ayudó a incorporarse y el mensajero comenzó a hablar.

—Nos atacaron de improviso desde el norte, por donde no nos hubiéramos esperado un ataque. Y así llegaron hasta nuestras murallas. Montaron allí unos arietes basculantes sobre unas torres móviles, unos troncos desmesurados con la cabeza de hierro macizo, y comenzaron a martillear los muros día y noche mientras los arqueros, desde lo alto de las torres, barrían las barbacanas con una cortina de disparos, asaeteando sin descanso a los defensores. Hemos tratado de resistir de todas las maneras...

»Su comandante se llama Aníbal de Ghiskon: un fanático implacable. Afirma ser descendiente de ese Amílcar que murió inmolándose en el altar de Himera hará siete años, cuando los vuestros, junto con los agrigentinos, aniquilaron al ejército de Cartago. Quiere lavar el honor de su antepasado, ha di

21

cho. Y no se detendrá hasta que haya cumplido su venganza.

»Durante tres días seguidos los ataques fueron rechazados uno tras otro y lo único que nos sostenía en ese esfuerzo espantoso era la esperanza de veros llegar con refuerzos. ¿Por qué no os habéis movido aún? La ciudad no puede resistir largo tiempo: los víveres escasean, hemos perdido muchos hombres, otros muchos, heridos, no están en condiciones de combatir. Tenemos en primera línea a muchachos de dieciséis años y a ancianos de sesenta. También las mujeres luchan. ¡Ayudadnos, en nombre de los dioses, os lo suplico, ayudadnos!

Diocles desvió la mirada de la expresión angustiada del mensajero selinontino y la volvió a su alrededor para escrutar los rostros de los consejeros ya sentados en el hemiciclo.

—¿Habéis oído? ¿Qué decís hacer?

—Yo digo que partamos enseguida —exclamó Dionisio.

—Tu parecer no tiene ninguna importancia en este lugar —le hizo callar Diocles—. No eres más que un oficial de rango inferior.

—¡Pero esa gente nos espera, por Heracles! —reaccionó Dionisio—. Están muriendo, los aniquilarán si no llegamos a tiempo.

—¡Ya basta! —replicó Diocles—, o haré que te echen.

—El hecho es que —intervino un anciano consejero llamado Héloris— la decisión no podrá ser tomada hasta mañana, cuando haya un número legal de consejeros. Pero, mientras tanto, ¿por qué no dejar marchar a Dionisio?

—¿Solo? —ironizó Diocles.

—Dadme una orden —dijo el interpelado— y antes del amanecer tendré listos para el combate a quinientos hombres. Y si pones a mi disposición dos naves, en dos días estaré dentro de los muros de Selinonte...

El mensajero seguía con angustia aquella disputa: cada instante que pasaba podía ser decisivo para la salvación o la aniquilación de su ciudad.

—¿Quinientos hombres? ¿Y de dónde los vas a sacar?

—preguntó Diocles.

22

—Me los proporciona la Compañía —respondió Dionisio.

—¿La Compañía? ¡Soy yo quien manda, no la Compañía!

—vociferó.

—Pues, entonces, proporciónamelos tú —replicó gélido Dionisio.

Héloris intervino de nuevo.

—Poco importa, en mi opinión, quién pueda proporcionarlos, con tal de que parta. Lo más rápidamente posible. ¿Hay alguien que esté en contra?

Los consejeros, que no veían llegar la hora de volver entre las sábanas, concedieron l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos