Paladion

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Capítulo I

I

Alabanda, Asia Menor, en el año DLXXIV de la fundación de Roma, novena hora de la calenda del mes de sextil

El centurión Publius Afranius dormitaba debajo de una higuera, al abrigo de la muralla de la ciudad, cuando lo despertó uno de sus hombres que venía jadeante del campamento:

–¡Centurión! Ha llegado un hombre a caballo y quiere hablar contigo inmediatamente. Dice que es un legado del senado.

–¿Cómo? ¿Un legado del senado? ¿Dónde?

–Está abajo, en el cuerpo de guardia, al parecer tiene mucha prisa.

El soldado se levantó de un salto y cogió el yelmo que colgaba de una rama de la higuera, se lo encasquetó de un manotazo y salió corriendo tras el legionario que lo precedía. Al llegar delante del cuerpo de guardia se detuvo un instante para arreglarse el uniforme, echó un rápido vistazo a un caballo cubierto de sudor y moscas y entró.

Desde el vano de la puerta, un rayo de luz iluminó a un joven oficial de caballería que tenía los ojos enrojecidos y el pelo y la barba blancos de polvo. Sobre su coselete de cuero resplandecían las insignias de tribuno militar. Publius Afranius lo saludó con ímpetu:

–Ave, soy el comandante de la guarnición, centurión de primera línea Publius Afranius, quinta cohorte, sexta legión «Ferrata», a tus órdenes.

–Traigo un mensaje urgente del senado para el cónsul –repuso secamente el oficial–. ¿Dónde se encuentra?

–No lo sé, no he sido informado, pero puedo decirte que nos han dado orden de enviar los últimos abastecimientos a Termesos. Allí podrán decirte dónde se encuentran exactamente el cónsul y su ejército. En todo caso, queda fuera de tu ruta y me pregunto quién habrá sido tan tonto para enviarte aquí. Tendrías que haber seguido el camino que lleva a Tabai y luego a Kibyra.

–Es una ruta demasiado larga –le espetó el oficial–, y me han dicho que desde aquí puedo llegar a un puente sobre el río Harpasos; de allí se puede cortar camino por Tabai, con lo que me ahorraría un día de viaje.

–Sin duda –repuso el centurión, moviendo la cabeza–, y cruzarías una región infestada de salteadores pisidios y gálatas desbandados y enfurecidos por el hambre. Vaya consejo te han dado. ¿No era mejor hacerte llevar por mar directamente hasta Aspendos?

El tribuno hizo un gesto de enfado y respondió:

–En el mar de Cilicia hay más piratas que peces; no obstante, dejando de lado este aspecto, me habría hecho conducir en un barco de guerra si me hubieran informado que el cónsul había llegado tan lejos. ¿Por qué motivo abandonó la zona de operaciones que le había sido asignada por orden expresa del senado?

–Es mucho lo que quieres saber –le contestó el centurión–, yo recibí órdenes de mis superiores de vigilar este maldito agujero donde no hay más que cabras y tábanos. Pero si debes alcanzar al cónsul y en vista de que ya has llegado hasta aquí, te daré una escolta para que te conduzca hasta el puente. Una vez allí, te encontrarás nuevamente en el camino principal que está bajo nuestro control.

–De acuerdo, pues;prepárame a los hombres y dame un caballo de refresco y víveres para dos días, parto de inmediato.

El centurión abrió los ojos desorbitadamente y preguntó:

–¿De inmediato? Si me lo permites, creo que se trata de una decisión precipitada; la noche os sorprenderá antes de que podáis llegar al puente y tendréis que dormir en territorio peligroso. Deberías darte un baño, comer, descansar y continuar viaje mañana al amanecer. Ha sido ya una grave imprudencia venir hasta aquí sin escolta.

–La tenía; dos oficiales griegos del ejército del rey Eumenes de Pérgamo, pero a uno se le quedó cojo el caballo y el otro no logró mantener mi ritmo.

–Los griegos tienen el trasero demasiado blando –comentó el centurión con una risotada burlona–, con mis hombres te irá mejor. Entonces, ¿no quieres cambiar de parecer?

–Ya lo tengo decidido, centurión. Haz lo que te he dicho; mientras me preparas la escolta aceptaré con gusto tomar un bocado… y darme un baño.

–La fuente está ahí fuera, en el patio; en cuanto a la comida hay pan, queso y huevos duros; del vino puedes olvidarte, se nos ha agriado.

–Con esto me basta, centurión, démonos prisa.

Poco después, un pelotón de caballeros esperaba en el patio del cuerpo de guardia mientras el tribuno, secándose al sol, a torso descubierto, daba cuenta de una rápida comida.

En cuanto hubo engullido el último bocado, el oficial volvió a vestirse, montó a caballo y dio la señal de partida.

–¡Un momento! –gritó el centurión acercándose a la carrera con una tabla encerada en la mano–. ¡El recibo!

El tribuno estampó el sello con su anillo, espoleó luego a su robusto alazán siracusano, que había sustituido a su cabalgadura exhausta, y partió al galope.

Publius Afranius permaneció de pie en medio del patio, tratando de descifrar el sello estampado en la tabla y descubrió entonces que había entregado un caballo, ocho medidas de granos, tres medidas de harina, dos de cecina y seis caballeros del sexto escuadrón a Lucius Fonteius Hemina, hijo de Caius, tribuno de la tercera legión «Itálica».

Se quitó el yelmo y volvió a tenderse debajo de la higuera, pero ya no tenía sueño.

Al dejar atrás las murallas de Alabanda, el pelotón enfiló el sendero que conducía hacia las colinas de oriente y los hombres tuvieron que cubrirse la boca con un pañuelo para protegerse de la densa polvareda levantada por las cabalgaduras.

A medida que avanzaban, el paisaje circundante se fue haciendo cada vez más escabroso y los rayos del sol, que comenzaba a descender hacia el mar, esculpían los duros perfiles de los peñascos que se elevaban aquí y allá por la landa corcovada. En la distancia, delante de él, el tribuno alcanzaba a ver las montañas violáceas y purpúreas de Licaonia. Cuando el camino se estrechaba, los hombres de la escolta se abrían en abanico obligando a sus cabalgaduras a subirse a las laderas de las colinas para adelantarse a las trampas que aquella tierra salvaje podía ocultar y para escudar al enviado del senado y el pueblo romanos.

Al alcanzar una cresta bastante elevada, Lucius Fonteius detuvo su caballo y pidió al jefe de la escolta que se le acercara para analizar la posición en la que estaban y observar el terreno. Hacia occidente, las torres de Alabanda se habían perdido de vista hacía rato y la inmensa esfera del sol parecía recostarse sobre la ondulada extensión de las tierras de Misia. Una ráfaga de viento disipó un instante el penetrante olor de los caballos, relucientes de sudor y de baba espumosa.

El tribuno indicó una leve polvareda que se movía a gran distancia sobre el altiplano, iluminada a ratos por los rayos del sol agonizante.

–¿Salteadores? –preguntó el jefe de la escolta con la mirada llena de apre

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos