I
Desde hacía un rato la carretera estaba desierta, blanca y abrasadora aún, pero el sol teñía ya de rojo el cielo de poniente. Caminaba despacio por el polvo, deteniéndose de vez en cuando y saltando a la pata coja como un ave desgarbada para examinar la pelota de esparadrapo que le salía por la suela del zapato. Volvió una vez más la cabeza. A lo lejos, una pequeña masa informe había aparecido en la llameante franja de asfalto y se aproximaba a marchas forzadas. La cosa fue agrandándose, palpitante y grotesca como un objeto que se mira a través de un cristal empañado, cobró brevemente la hechura y solidez de una camioneta, pasó rápidamente de largo y recuperó la misma forma líquida con que había surgido.
Hizo un gesto vago con el pulgar a vehículo pasado. Pequeños abanicos de polvo se elevaron del arcén para posarse en las vueltas de su pantalón.
Corre, capullo, dijo al efímero espejismo. Sacó sus cigarrillos y los contó, los guardó de nuevo. Levantó la cabeza al sol. En cuanto oscurezca no habrá nada que hacer, dijo. Silencio sin viento, ni un susurro de los papeles de periódico y envoltorios de caramelo furtivamente empotrados en la pared de maleza marrón que bordeaba la carretera.
Más adelante distinguió las luces de una gasolinera, varios edificios. Quizá un cruce donde el tráfico aminoraba la marcha. Hizo señas a un gemebundo camión que arrastraba a su paso una nube de polvo y papeles, lo vio encrespar los árboles carretera abajo.
Tú no cogerías ni al mismo Cristo, verdad, le gritó mientras se pasaba la mano por el pelo.
Al llegar a la gasolinera echó un buen trago de agua y se fumó un cigarrillo. Entró en la tienda de comestibles que había al lado y recorrió con un sonido resbaladizo los pasillos llenos de cajas y latas, llenando sus bolsillos de pequeños artículos: chocolatinas, un lápiz, un rollo de cinta adhesiva… Al rebasar unos paquetes de papel higiénico se topó con el dueño que le miraba de arriba abajo.
Oiga, dijo, no tendrá usted por casualidad… —hizo un rápido inventario con la mirada— una bomba de neumáticos, ¿verdad?
No en la sección de bollería, dijo el hombre.
Dirigió la vista hacia un revoltijo de galletas y bollos, mortales de necesidad en sus celofanes con cagadas de mosca.
Por aquí, le estaba diciendo el dueño. En una caja al fondo del mostrador había gatos, bombas, desmontadores de neumáticos, una extraña barrena para hoyos de poste.
Ah sí, dijo. Ya la veo. Fue hacia allá y estuvo revolviendo durante unos minutos.
No es el modelo que yo buscaba, le dijo al dueño yendo hacia la salida.
¿Y cómo es el que buscaba?, preguntó el hombre. Yo creía que sólo las había de una clase.
Pues no, dijo él, a un paso de la puerta, frotándose el labio inferior. Estaba inventando un nuevo tipo de bomba para neumáticos. Verá, dijo, con las que fabrican ahora ya no hace falta bombear arriba y abajo (haciendo ademán de bombear), tienen una especie de manubrio y sólo hay que darle a una palanca (bombeando con una sola mano).
No me diga, dijo el dueño.
Se lo juro. Así resulta mucho más fácil.
¿Qué clase de coche lleva usted?, quiso saber el dueño.
¿Yo? Pues un Ford, un treinta y cuatro recién salido de fábrica, motor de ocho cilindros en V. Acojona con sólo meterse en él.
Pero los neumáticos le dan problemas, ¿eh?
Bueno… no, en realidad nunca he tenido problemas con los neumáticos… Bien, será mejor que… oiga, ¿a cuánto está Atlanta?
A veintisiete kilómetros.
Será mejor que me ponga en camino. Hasta la vista.
Cuando guste, dijo el dueño. Espero que pueda hinchar ese neumático. Con una bomba le sería mucho más fácil.
Pero la puerta mosquitera se había cerrado ya, con él fuera. Desde el porche de la tienda trató de adivinar la hora. El sol se había puesto. Sonó un grillo, un escuadrón de murciélagos salió del poniente inflamado agitando sus alas puntiagudas, hostigando el crepúsculo.
Había un coche aparcado junto a la gasolinera. Después de maldecir al dueño de la tienda, fue a beber un poco más de agua. Sacó una chocolatina del bolsillo y empezó a masticar.
Pocos minutos después un hombre salió del servicio y pasó junto a él, camino del coche.
Oiga, dijo. ¿Va hacia la ciudad?
El hombre se detuvo y miró en derredor, reparó en él acodado en un barril de petróleo. Sí, dijo. ¿Quieres que te lleve?
Vaya, se lo agradecería mucho, dijo, yendo hacia él. Tengo a mi hija en el hospital y he de ir a verla esta noche…
¿Hospital? ¿Qué hospital?, preguntó el hombre.
El que hay en Atlanta. Uno grande…
Ah, dijo el hombre. Bueno, yo sólo voy hasta Austell.
¿Está lejos?
A quince kilómetros.
Bueno, no le importa que le acompañe hasta allí, ¿verdad?
Será un placer llevarte a Austell, dijo el hombre.
Entrando en Atlanta vio en lo alto de una valla de señalizaciones un rótulo que decía KNOXVILLE 197 millas. El nombre de la ciudad a la que se dirigía. Si le hubieran preguntado cómo se llamaba él, habría dicho cualquier cosa menos Kenneth Rattner, que era su nombre.
Al este de Knoxville (Tennessee) empiezan las montañas, pequeñas lomas y agujas de los pliegues de los Apalaches que deforman a su antojo las carreteras que parten de allí. La primera de ellas es Red Mountain; en días despejados se ve desde su cresta la fresca línea azul de la cuenca como una promesa lejana.
A finales del verano la montaña hierve bajo un implacable cielo azul. El polvo que cubre la carretera del vergel es rojo como el de un horno de ladrillos, e imposible de retener en la mano. Desde el valle suben por la pendiente vientos cálidos como un aliento rancio, con efluvios de algodoncillo, de porqueriza, de vegetación corrompida. Los terraplenes de arcilla roja que bordean la carretera están coronados de madreselva marchita, de arvejo seco y encamisado de polvo. Hacia finales de julio las parcelas de maíz se ven apergaminadas y mustias, con los tallos sesgados en señal de derrota. Todos los verdes son pálidos y secos. La arcilla se agrieta y se parte en un perpetuo microcataclismo y los bloques de caliza yacen en la tierra erosionada como bancos de delfines tomando el sol, encorvados los grises lomos hacia un cielo de infierno.
En el relativo frescor de los rodales florece con cínica fecundidad la uva moscatel, y el lecho del bosque —cubierto de troncos musgosos, poblado de setas venenosas, solemnes entre los helechos y las enredaderas e inclinadas como para mostrar sus delicadas laminillas biliosas— tiene algo de primitivo, humoso pantano carbonífero donde acechan vetustos saurios fingiéndose dormidos.
Arriba en la montaña la caliza forma declives o levanta escarpas dentadas entre las apretadas raíces de nogal, roble y tulipero que incluso aquí se previenen contra el precario declinar que les asigna la fortuita caída de una semilla.
Al pie de la pared occidental hay una comunidad llamada Red Branch. Era un lugar muy diferente en 1913 cuando nació allí Marion Sylder, o cuando en 1929 dejó los estudios para trabajar brevemente como aprendiz de carpintero para Increase Tipton, patriarca de un clan cuya prosperidad se extendía a una docena de cabañas de pacotilla esparcidas por el valle en lugares inverosímiles, medio escondidas entre los barrancos de las inmediaciones como enormes rumiantes aquejados de estreñimiento, y sin embargo dotadas de un aire transitorio y adventicio como si las hubiera dejado allí el retroceso de una riada. Ni siquiera la rapidez con que habían sido construidas podía despojarlas de la podredumbre a la que tan afines eran. Mohos gangrenosos asaltaban los cimientos antes de que la techumbre estuviera debidamente colocada. El barro trepaba por los costados y la pintura se desprendía a grandes tiras blancas. Una plaga terrible parecía cebarse sucesivamente en ellas.
Las alquilaban a familias de gente demacrada, morena de piel y de ojos hundidos, ni mellungeons* ni exactamente niguna otra cosa, cuya aterradora proliferación hacía que su vida entera pareciese consagrada a la producción de un linaje de descendientes que se pasaban horas y horas sentados en los porches, descalzos y andrajosos como víctimas de alguna catástrofe, contemplando la tierra incandescente con expresiones que no eran de esperanza ni de asombro ni de desesperación. Iban y venían, libres como aves migratorias, cada nueva familia una réplica de la anterior, y lo único que cambiaba era el nuevo propietario del buzón, cuyo nombre aparecía toscamente escrito sobre capas sucesivas de pintura que devolvían a los anteriores inquilinos al anonimato del cual procedían.
Marion Sylder trabajó con el martillo y la sierra hasta finales de septiembre y luego partió, entendido en viguetas y cerchas, y con sus ahorros se compró ropa y unas botas de treinta dólares encargadas por correo a Minesota y desapareció. Estuvo ausente cinco años. Fuera cual fuese su oficio en el exilio, no llevó ropa de faena ni empuñó martillo alguno.
Por esa época había en el paso de la montaña un establecimiento llamado Green Fly Inn. Tenía forma de caja, una fachada alta y un tejado de chapa metálica inclinado de delante atrás, y todo él descansaba sobre un andamiaje de postes al borde de un precipicio. La puerta principal daba directamente a la carretera. Uno de los ángulos estaba claveteado a un pino que se erguía majestuoso de la hondonada (una hondonada que en noches de viento era como un humero que aspiraba las corrientes aéreas que ascendían del valle). En noches como aquellas la clientela tenía bajo sus pies un suelo que bailaba ebrio, un suelo que se agitaba y cabriolaba entre grandes gemidos. A veces el edificio entero se decantaba como si fuera a caer derecho al vacío. Los que estaban bebiendo se quedaban quietos con el vaso en la mano, inclinado el líquido en su interior, toda la estructura se estremecía con violencia, caía una escoba, una botella, y el local recuperaba lentamente la horizontalidad y su tambaleante equilibrio normal. Los que bebían brindaban otra vez, la charla se reanudaba. Nadie comentaba sobre las rarezas del local más que cuando estaba fuera de él. Para sus parroquianos era un objeto tan animado como cualquier barco viejo para su tripulación, y generaba una atmósfera de la que muy pocos locales podían presumir, una solidaridad debida en gran parte a su precariedad misma. El balanceo, los incesantes lamentos de la martirizada madera, creaban una ilusión enteramente náutica; después de una violenta sacudida casi se esperaba ver a un barbudo segundo de a bordo asomando la cabeza por la escotilla para informar de que el velamen estaba bien asegurado.
El local contaba con una genuina barra, supuestamente de caoba, que había sido rescatada de un saloon de Knoxville en 1919, pasando después por una lavandería, una tienda de helados y, esto por poco tiempo, un local cavernoso a varios kilómetros de Red Branch en la carretera de Knoxville que fracasó a poco de abrirse debido a un intento de compromiso entre marrullería y mangoneo. Con la salvedad de dos columnas dóricas de mármol blanco colocadas a cada extremo, la barra era de lo más rústico. No tenía taburetes, y a todo lo largo de la parte delantera había un rodapié de madera metido entre sendos cubos de rueda de carro. Esparcidas por la estancia había cuatro o cinco mesas con un variado surtido de sillas desvencijadas, cajas de leche y una traicionera banqueta plegable. Por la noche, después de cerrar el local, el dueño abría la puerta de atrás y empujaba las barreduras al abismo, pendiente del posterior entrechocar de vidrios. La basura allí acumulada iba cayendo montaña abajo hasta una profundidad insospechada, proliferando, de una indescriptible variedad y riqueza.
Una tarde a finales de marzo los parroquianos pestañearon al barrido de unos faros en la curva, y vieron un Ford negro y reluciente que se detenía al otro lado de la carretera. Era un flamante coche deportivo. Pocos minutos después Marion Sylder cruzaba la puerta del establecimiento luciendo su gabardina gris, la raya del pantalón fina como una cuchilla, la camisa con tres dobleces en la espalda a la usanza militar y a la cintura una correa de cuero no más ancha que el extremo de un látigo. Apretaba un veguero fino entre los dientes. Su nuca dejó ver una brecha entre la piel tostada y la raíz del pelo mientras se dirigía a la barra.
Una vez allí apoyó en el rodapié un zapato de cuero abollonado, sacó del bolsillo un puñado de dólares de plata y los ordenó en montones. Cabe estaba sentado en un taburete alto cerca de la caja registradora. Sylder examinó brevemente las monedas y luego alzó la vista.
Vamos, Cabe, dijo. ¿Aquí se bebe o no?
Sí señor, dijo Cabe, descendiendo de su taburete. Entonces pensó: Cabe. Observó al recién llegado. Como un fantasma, la cara del muchacho errante fue perfilándose en los rasgos del hombre que estaba frente a la barra. ¿No serás Sylder?, dijo. El Sylder que… Tú eres Marion Sylder, ¿verdad?
¿Y quién pensabas que era?, preguntó Sylder.
Vaya vaya, dijo Cabe, que me aspen si… ¿Dónde te habías metido? ¡Eh, Bud! Mira quién hay aquí. A ver si te acuerdas de éste. Vaya vaya. Qué te parece.
Bud se acercó sin prisa y le miró de arriba abajo, sonrió y asintió con la cabeza.
Toma, dijo Sylder, invita a un trago a esos borrachines.
Eso está hecho, dijo Cabe. ¿Qué borrachines?
Sylder señaló hacia el saloncito lleno de humo y pobre de luz. Todos empinan el codo, ¿no?
Hombre, pues claro. Cabe miró a su alrededor sin saber a qué atenerse; y, de repente, gritó hacia el saloncito: ¡eh! Los borrachines de ahí dentro, hay una ronda gratis a cuenta de Marion Sylder. El que quiera beber que levante el culo del asiento.
Rattner se detuvo al llegar a la carretera y encendió un fósforo para examinarse la espinilla. El pequeño brote de luz iluminó el corte que tenía en la pierna: parecía una ampolla de alquitrán. Tres riachuelos de sangre partían de la mancha negra que le había dejado el pantalón, se abrían en delta, empalmaban más abajo; una línea fina bajaba directa al calcetín. Soltó el fósforo y se chupó el pulgar chamuscado.
Aparte de la magulladura en la pierna, tenía el codo despellejado y le dolía horrores. Un ramal de alambrada a ras de suelo había sido su ruina. Arrancó un puñado de hierba seca, hizo una pelota con él y le prendió fuego con una cerilla. La hierba crepitó en la llama rápida, Rattner volvió a remangarse el pantalón. Secándose la sangre con la palma de la mano observó la velocidad del flujo. Satisfecho, aplicó de nuevo a la herida el paño pegajoso y sacó la cartera que llevaba en el bolsillo frontal. Extrajo un pequeño fajo de billetes doblados y procedió a contarlos. Abrió entonces la cartera y esparció tarjetas y fotografías. Examinó ambas cosas con detenimiento, así como el interior del billetero inservible, y luego lo dispersó todo a puntapiés y se guardó el dinero en el bolsillo. El puñado de hierba se había convertido en una bola de pavesas espigadas, ardiendo aún como finos alambres al rojo. De una patada levantó toda una nube de chispas moribundas. Un pálido resplandor flotaba en la noche al fondo de la carretera como un primer atisbo de aurora. Había salido de Atlanta a las diez… no podía ser más de medianoche. Se palmeó la pierna una vez más, se chupó el pulgar y encaminó sus pasos hacia las luces.
Jim’s Hot Spot, rezaba el neón verde lima. Rodeó furtivo los pocos coches estacionados, atisbando en sus oscuros interiores sin dejar de mirar de soslayo hacia la puerta, donde un continuo torbellino de insectos se arracimaba en una cúpula de luz amarilla. Rebasó el último coche vacío antes de llegar a la puerta y aprovechando la luz se examinó una vez más la pierna acartonada y entró.
El pequeño deportivo solía entrar y salir de casa de los Sylder a horas extrañas, cuando no estaba aparcado delante en la hora de más calor, esplendoroso e intempestivo, atlético y con el aire fogoso de un pura sangre maneado. Los sábados por la tarde recogía muchachos que iban a la ciudad con sus monos nuevos andando por la cuneta como quien reúne la jauría después de una batida; muchachos que montaban torpemente en el coche, que viajaban solemnes o susurrando entre sí con voz ronca hasta que el coche ganaba velocidad. Sylder notaba su aliento en el cogote —los que iban en el asiento trasero, apretujados como gallinas— cuando miraban por encima de su hombro. Un gran silencio mientras la aguja describía un lento arco vencedor sobre los números del salpicadero para detenerse brevemente en 120 durante el último y largo tramo recto a punto de llegar a la ciudad. A veces alguno de ellos se aventuraba a preguntar. Él siempre les mentía. Ni el propio fabricante sabe qué velocidad puede alcanzar, decía. Piensan llevar uno de éstos al desierto del Sahara para averiguarlo.
En Gay o en Market se arrimaba al bordillo y chillaba: ¡final! Y los veía salir del coche como payasos de circo: cinco, seis, hasta ocho muchachos, todos camino del espectáculo, granjeros sin más granja que unas tomateras marchitas y un par de cerdos famélicos. Por el retrovisor los veía fijarse en el coche que se alejaba, meneándose en la acera como una bandada de pájaros muertos de curiosidad.
Las cervecerías de Knoxville cerraban los domingos, oscuras y mudas de sabática quietud sus fachadas de cristal, y Sylder se dirigía a las montañas para reunirse con la gente que iba hacia allá, lejos del alcance de la legislación, civil o espiritual.
Jack the Runner tenía la boca azul, la lengua entre azul y negra como la de un chow-chow. Sentado a la mesa contigua a la puerta del Green Fly Inn bebía licor de zarzamora de un frasco de linimento.
¿Dónde las has dejado?, le estaba preguntando Sylder.
Ahh, gorgoteó Jack. Arriba en la montaña.
Esto es la montaña, dijo Sylder.
He dicho arriba. En la carretera de Henderson Valley.
¿Henderson Valley? ¿Dónde está eso?
Ya te lo he dicho. En lo alto de la montaña…
¿Tú crees que nos dice la verdad?, preguntó June.
Sylder le miró y volvió a mirar a Jack. Éste examinó un cigarro de aspecto nauseabundo que había encontrado en el bolsillo de su camisa y procedió a darle vueltas contra su lengua con ebria constancia. Sí, dijo Sylder. Es lo más seguro.
Muy suspicaz, estaba diciendo Jack, que ahora sostenía el puro con el brazo extendido. De su cara inferior pendía un moco de saliva. Muy suspicaz.
El reverbero amarillo de los faros atrapó la expresión transitoriamente inmovilizada de unos animales, ciervos tal vez, congelados en posturas de sorpresa que proclamaban una huida inminente. Sylder pasó de largo y siguió montaña arriba.
¿No piensas parar?, preguntó June.
A la vuelta, dijo Sylder. Haré como si lleváramos la misma dirección. No pensaba que pudieran equivocarse de camino. Si es que van a ir por Sevierville, son casi cincuenta kilómetros.
En el hueco del asiento delantero había un tarro de vidrio lleno de whisky. Sylder oyó el sonido metálico de la tapa al ser desenroscada y alargó el brazo para que June le pasara el tarro. De vez en cuando aparecían polillas frente al parabrisas, se inflamaban, salpicaban de mica el cristal. Una amotinada compañía de mosquitos viajaba en el sendero de los faros. Echó un trago y devolvió el tarro a June. Bajo la capota negra el motor emitía roncas combustiones.
Sylder se acordó del viejo Tipton cuando decía que ni al mayor imbécil se le escapaba que con los pistones terciados de aquella manera —sacando el culo, decía— seguro que se gastaban completamente de un lado. Los pistones estaban hechos para moverse de arriba abajo. Los hay a montones por la calle, decía, si es que te consuela saber que no eres el único que se deja engañar.
Torcieron al llegar a la cantera y volvieron a bajar llaneando silenciosamente. Los neumáticos producían un sonido líquido sobre las grietas del asfalto. Al verse alcanzadas por las luces ellas empezaron a moverse tímidamente hacia la cuneta como harían las vacas. Sylder fue frenando hasta llegar a su altura.
Hola, dijo June al oído de la chica que estaba más próxima. ¿Os llevamos a alguna parte?
La otra estaba ya a su lado. Intercambiaron una mirada y la primera dijo: gracias, pero creo que no hace falta. El chico se había quedado a unos pasos de ellas. Sylder volvió la cabeza y pudo ver que no les miraba ni tampoco a las chicas, sino al coche.
¿Adónde vais?, quiso saber June.
Las chicas se miraron de nuevo. Esta vez habló la más alta. Sólo vamos a dos pasos de aquí, explicó.
Dile que podemos ir juntos, sugirió Sylder.
¿Qué?, dijo la más baja. En ese momento el muchacho levantó la voz y ambas lo fulminaron con la mirada.
¿Cuánto falta para Knoxville?, fue su pregunta.
¿Para Knoxville? June no se lo podía creer. ¿Has dicho Knoxville? Estáis locos si pretendéis llegar a Knoxville andando. Por lo menos son treinta kilómetros, ¿verdad, Marion?
Se oyó gruñir a las excursionistas. Sylder le estaba haciendo señas de que saliera del coche.
Vamos, dijo June, apeándose. Ya podéis subir. Nosotros vamos a Knoxville, será un placer dejaros allí.
Sylder les ofreció una sonrisa de bienvenida una vez que estuvieron dentro y estudió sus caras bajo la luz cenital.
Bajó hacia el Hopper —la empinada carretera en forma de tolva que iba a la bifurcación— sin pisar el freno. La chica que iba entre él y Tipton chilló una sola vez y luego se tapó la boca con la mano mientras viraban para cruzar la carretera principal y salían disparados hacia la negrura, lamiendo con sus faros los primeros grupos de árboles que se erguían en el flanco de la hondonada. El deportivo aflojó la marcha, quedó un momento posado en la grava de la carretera de abajo, brincó de nuevo y se deslizó en diagonal rugiendo a escape libre y ametrallando de grava la maleza.
La que iba detrás prorrumpió en sollozos. Nadie dijo nada durante unos minutos y luego la más baja dijo: ¿adonde se va por aquí?
Se va al picade…
A la ciudad, cortó June. Se va a la ciudad. Es un atajo. Le pareció que la chica se había arrimado un poco a Sylder, aunque en realidad se había vuelto hacia él para hablarle. Vio que la mano de Sylder, de un verde fosforescente a la luz del salpicadero, sacaba el estárter.
Llegaron al primer puente antes de que el motor empezara a renquear suficientemente para que ella lo notara. A partir de allí la carretera empezaba a subir de nuevo y Sylder dejó brincar el coche un par de veces antes de cambiar a segunda. Ella no movió la pierna. Sylder la observaba por el rabillo del ojo, iba sentada hacia adelante y escrutaba la noche desconocida. Una polilla se coló por debajo del parabrisas y le rozó la cara. Sylder giró la manivela para cerrar el cristal. Cuando el coche corveteó otra vez la chica dio un respingo y preguntó qué pasaba.
Sylder empezó a decir que el generador se había quedado sin agua pero pensó en el chico que iba en el asiento de atrás. No abría la boca para nada. La más alta había adelantado el cuerpo y respiraba ahora en el cogote de Tipton, con la mirada fija en el parabrisas y una expresión lúgubre y atormentada, como si planeara dar un salto desesperado al negro paisaje de la noche.
Se ha trabado por el vapor, dijo al fin. Con tanta subida el motor se recalienta y hay que dejar que se enfríe un poco.
Ella le miró y luego desvió la vista, sin decir palabra. Un conejo fantasma quedó congelado en la luz de los faros, derramó un solitario ojo blanco, desapareció. June estaba hablando con ella en voz baja mientras la chica seguía mirando al frente, callada. La que iba en el asiento trasero se había retrepado. No decía nada. Sylder pudo ver la silueta de media cabeza oscura y tupida, como de oso, por el espejo retrovisor. Fue entonces cuando reconoció el olor. Una tibia emanación de orina, húmeda y empalagosa, flotó en el aire del coche mientras iban frenando.
Rebasaron la última curva al pie del pinar y pararon delante de la iglesia de una secta baptista de negros. Sylder cerró el contacto. Hasta aquí hemos llegado, dijo
Abrió la puerta y se disponía a salir cuando notó la mano de la chica en su pierna. Volvió la cabeza.
Él no, dijo ella. El otro no.
De acuerdo, dijo. Vamos.
Apagó las luces y un momento después eran anulados por una súbita oscuridad.
Marion, susurró June con voz ronca. ¿Marion…?
Arthur Ownby los había visto pasar desde el porche de su casa y acababa de oír cerrarse la puerta del coche, carretera arriba. Había empezado a llover. Una neblina amarilla se extinguió en el bosque. Oyó voces apagadas, apenas audibles en el cálido aire de la noche. Marcó con un pie el compás de una vieja balada en el poste esquinero del porche. Al abrigo del alero estudió el movimiento de las estrellas. Era noche de meteoritos. Bombardeaban la imponente joroba de Red Mountain. La lluvia caía de un cielo impecable. Una risa femenina en la carretera. Se acordó de ella sentada en el pescante un domingo por la mañana que la mula le había ventoseado en la oreja mientras él desenganchaba el balancín y le hundió dos dedos en una costilla y la mula ni siquiera pestañeó. Se hacía tarde para un viejo. Arthur Ownby había estado mirando desde el porche. Dormitó.
Al pasar por la carretera el chico miró hacia la casa situada a medio repecho, oscura y como abandonada. No pudo ver al viejo y el viejo estaba dormido.
Era casi de día cuando salieron de Knoxville, un gris frío y pálido apuntando por el este.
¿Adonde la llevaste?, preguntó Sylder.
June alcanzó los cigarrillos que había en la visera. Es fea de narices, exclamó. ¿Sabes lo que me dijo?
No. Qué, dijo Sylder sonriendo.
Que era el chico más guapo con quien se había acoplado jamás. ¡Acoplado!, no veas.
Dime dónde.
¿Cómo?
Que adónde la llevaste. Te vi bajar de la iglesia pero no oí que fueras hacia allá. ¿Dónde estabais?
Ah. En el excusado.
¿Excusado?
El cagadero, hombre.
Sylder lo miraba con pasmada incredulidad —aceptación y fe momentáneamente en suspenso—, incapaz de imaginar la situación. Aún preguntó una cosa más:
¿De pie?
Qué va, bueno… ella se sentó allí como si dijéramos y se echó hacia atrás y entonces yo… Ella… Pero su capacidad descriptiva no daba para tanto, como tampoco la imaginación de Sylder.
Quieres decir que… —Sylder hizo una pausa en un intento de resumir los hechos— que te la follaste en un cagadero de negros sentado en el…
Maldita sea, al menos no me la tiré en una jodida iglesia, le interrumpió June.
El deportivo paró junto al arcén y Sylder se recostó en la puerta, epiléptico de risa. Al rato consiguió decir:
¿Fue ella la que…?
Sí, imbécil, fue ella.
¡La leche! Sylder lanzó un silbido y sali