Suttree

Cormac McCarthy

Fragmento

Suttree

Querido amigo, ahora en estas horas polvorientas sin reloj de la ciudad en que las calles quedan negras y humeantes al paso de los camiones de riego y ahora que los borrachos y los sin techo se han atrincherado en callejones o solares abandonados y que los gatos van flacos y tiesos de hombros por los ámbitos sombríos, ahora en estos corredores hollinientos de adoquín o ladrillo donde las sombras del tendido eléctrico convierten puertas de sótano en un arpa gótica, ni un alma caminará excepto tú.

Viejos muros de piedra que la intemperie no ha desaplomado, huesos fósiles alojados en sus estrías, escarabajos calizos aplastados en el lecho de lo que fue un mar interior. Oscuros árboles entecos más allá de ese enrejado donde los muertos tienen su propia y reducida metrópoli. Extraña arquitectura de mármol, estelas y obeliscos y cruces y pequeñas losas erosionadas por la lluvia donde los nombres se van borrando con los años. Tierra rica en muestras del oficio de fabricar ataúdes, huesos polvorientos y seda podrida, el sudario manchado de carroña. Bajo la luz azulada del alumbrado, las vías del tranvía corren hacia lo oscuro, curvadas como espolones de gallo en el crepúsculo de similor. El acero rezuma el calor de la jornada, uno lo nota a través de la suela de los zapatos. Más allá de estas paredes acanaladas de almacén siguiendo arenosas callejuelas donde automóviles reventados reposan mohínos en sus pedestales de hormigón de escoria. A través de madrigueras de zumaque y hierba carmín y madreselva marchita que dan a los terraplenes de arcilla estriada del ferrocarril. Cepas grises que miran a la izquierda en este hemisferio norte, lo que las tuerce moldea también la concha de la caracola. Malas hierbas brotan del hormigón y el ladrillo. Una pala mecánica erguida en solitario abandono contra el cielo nocturno. Cruza aquí. Junto a eclisas y carriles de cruzamiento donde unas locomotoras tosen como leones en la oscuridad del apartadero. Hacia una ciudad más oscura, pasando junto a faroles cegados a pedradas, torcidas cabañas que humean y perros de porcelana y neumáticos pintados donde crecen flores sucias. A través de empedrados corroídos por la ruina, el lento cataclismo del descuido, los cables que se comban de poste a poste entre las constelaciones engalanadas de cordel de cometa, de bolas hechas con botellas trabadas o de juguetes para niños pequeños. Campamento de los condenados. Barrios donde quizá acechan purulentos leprosos sin campanilla. Una luna de latón ha salido sobre el calor y el inverosímil perfil de la ciudad y las nubes pasan por delante como tinta aguada. Los edificios estampados contra la noche forman una muralla frente a un mundo más lejano y abandonado, viejas metas olvidadas. Campesinos venidos de muy lejos con la tierra pegada a sus zapatos para sentarse mudos en la plaza del mercado. Esta ciudad construida fuera de todo paradigma conocido, arquitectura mestiza, relectura de las obras del hombre en un sucinto croquis de desorden aberrante y demencia. Un carnaval de formas erigidas sobre el valle que ha chupado la savia de la tierra en muchos kilómetros a la redonda.

Muros de fábricas de viejo ladrillo oscuro, rieles de una línea de derivación asfixiada de maleza, un flujo de inmundas aguas azules en cuya corriente se mecen negros filamentos de escoria innombrable. Chapas de hojalata y no solo cristal en los marcos oxidados de ventanas. Hay un rictus en forma de luna en el globo de la farola allí donde una piedra ha golpeado y de esa abertura va cayendo una fina lluvia de esas mismas formas, socarradas y exánimes, entre la espiral constante de insectos en ascenso.

En la desembocadura del arroyo los campos descienden hacia el río, el barro forma un delta y se desprende de su abundante aluvión de huesos y desechos horrendos, un pecio de madera de embalaje y condones y mondaduras. Viejas latas de conserva y desvencijados artefactos domésticos surgen del marasmo fecal de los bajíos como mojones en el valle sin caminos de la demencia precoz. Un mundo desprovisto de toda fantasía, malévolo y tangible y disociado, las bombillas fundidas como pólipos rapados, semitranslúcidas y de una palidez de calavera bamboleándose ciegas y ojos de aceite espectrales y aquí y allá las pestilentes formas varadas de humanos fetales hinchados como pajaritos de ojos de luna y azulados o de un gris añejo. Más allá, en lo oscuro, el río corre pesado y haragán hacia mares meridionales, alejándose de los maizales arrasados por la lluvia y de los cultivos míseros y de los jardines margosos de los aparceros del norte, arañando el cauce como polvo de huesos, pletórico de pasado, sueños disipados de alguna manera en el agua, pero nada perdido. Las casas flotantes se mecen en sus guindalezas. La marea muerta que bordea las márgenes flota acostillada y lustrosa como el lomo cavernoso de algún animal inmensamente hundido y más allá la campiña se extiende hacia el sur y las montañas. Donde cazadores y leñadores solían dormir con las botas puestas a la luz mortecina de sus millares de lumbres y hacían su camino, viejos antepasados teutónicos de ojos incandescentes por la luz visionaria de una rapacidad masiva, oleada tras oleada de violentos y perturbados, provistos sus cerebros de análogos sin rastro de todo lo que fue, arios enjutos con su abrogado cancionero semítico representando de nuevo los dramas y parábolas contenidos en él, descuidados y pálidos con una nostalgia que nada salvo el total restablecimiento de la oscuridad podría apaciguar.

Henos aquí en un mundo dentro del mundo. En estas regiones foráneas, estos hostiles sumideros y páramos intersticiales que los justos ven desde el vagón o el coche, otra vida sueña. Deformes o negros o perturbados, fugitivos de todo orden, extranjeros en cualquier país.

La noche está en calma. Como un campo antes de la batalla. La ciudad acosada por una cosa desconocida: ¿vendrá del bosque o del mar? Los centinelas han amurallado el recinto, las puertas están cerradas, pero ved, la cosa está dentro, ¿adivináis su forma? ¿Cuál es su escondite o cuál el relieve de su cara? ¿Es una tejedora quizá, lanzadera sangrante a través de un túnel del tiempo, una urdidora de almas en la trama del mundo? ¿O una cazadora con sus perros, o tiran caballos famélicos de su coche fúnebre por las calles y ella va anunciando a cada cual su oficio? Querido amigo, es preferible no recrearse en ella pues así precisamente es como se le invita a entrar.

Lo demás es tan solo silencio. Ha empezado a llover. Llovizna de verano, se la ve caer sesgada a la luz de las farolas. El río yace en un grial de quietud. Desde el puente el mundo se ve como una ofrenda de simplicidad. Curioso, ya no. Allá abajo, en criptas de luz caída, un gato se deja ver de piedra en piedra sobre adoquines de un negro líquido y zurcido en veloces antípodas sobre la calle oscura de lluvia para desvanecerse gato y contragato en las obras agrietadas de más allá. Pálidos relámpagos estivales río abajo. Un telón se levanta sobre el mundo occidental. Una fina lluvia de hollín, escarabajos muertos, pequeños huesos anónimos. La concurrencia está envuelta en una telaraña de polvo

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