El olor de las especias

Alfonso Mateo-Sagasta

Fragmento

ASuR

Asur observó a los muchachos que se demoraban en el claro.

Habían salido del bosque con dos sacos terciados de nueces y llevaban un rato dedicados a jugar arrojándose todo lo que encontraban a su paso. Vestían túnicas cortas de lana y largas calzas de paño sujetas con las correas de sus abarcas. Podrían eliminarlos fácilmente, pero era más sensato no correr riesgos. Asur decidió esperar a que se fueran antes de reemprender la marcha. Hacía un frío intenso. Pese a ser casi medio día, la hierba aún crujía helada bajo sus pies. Los árboles, desnudos, se le antojaron tajamares que cortaban y repartían el empuje del rebaño que se alejaba como un río marfil de carne y lana.

Llevaban dos días persiguiendo a esa partida de leoneses ladrones de ganado, y aún no tenían claro a qué atenerse. Siempre estaban alerta en el estío, cuando aumentaba el riesgo de cabalgadas de los musulmanes, pero aquella incursión de leoneses, en pleno invierno, los había cogido por sorpresa. Asur imaginaba el ataque al amparo de la penumbra del amanecer, el ruido sordo de la carrera de los caballos sobre la tierra húmeda, el destrozo de la casa, del granero, la masacre de los animales que no se habían podido llevar... Todo consumado en pocos minutos y con precisión quirúrgica. Después, la huida con el botín, cerca de ochocientas buenas ovejas de carne.

— Recupera las reses y haz caer sobre esa chusma el peso de nuestra justicia.

Con esas palabras había zanjado la cuestión Rodrigo, su padre, después de un par de horas de deliberaciones e informes contradictorios. El concejo de Castro en pleno había asentido con gravedad. Actuaban de mutuo acuerdo, como si de un solo hombre se tratara, aunque pocas veces alguien discutía o cuestionaba una orden de los Asúriz. Él encabezaba la partida como hijo varón de Oneca y Rodrigo Asúriz, nieto de la señora y, como tal, heredero de una de las mayores fortunas de la comarca.

Asur se acomodó silencioso en su silla jineta. Tensó la espalda para disipar la sensación de entumecimiento y se ajustó la piel de lobo que le protegía el cuello en aquella helada mañana de febrero. Estaba muy cansado después de dos noches sin dormir. Se restregó con los puños sus pequeños ojos oscuros y luego se rascó con violencia el mentón. Tenía la barba rala y las guías de su bigote se hundían en dos calvas bajo las comisuras de los labios. Miró a su alrededor. Casi una veintena de jinetes aguardaban sus órdenes con los rostros cargados de insomnio. Junto a él, Munnio Álvariz, su futuro cuñado, estiraba el cuello para intentar ver algo más allá de la maraña de enebro que los ocultaba. Asur sonrió. Munnio tenía perfil vacuno, la mirada vacía bajo unos párpados hinchados y la dentadura amarillenta siempre al descubierto, como si le faltara piel en las mejillas. Tal como estaba tenía el aspecto de una gaviota tratando de ingerir un pescado demasiado grande.

Por fin los campesinos se cansaron de jugar, cargaron los sacos y desaparecieron entre risas por donde habían llegado.

Asur se relajó en la silla e hizo una indicación a Mudarra, que bordeó el calvero a pie y se internó en el bosque. Los demás saltaron con desgana de sus monturas y se fueron aproximando a donde él estaba. En cuanto todos estuvieron cerca, Asur cedió la palabra a Gundisalvo. El viejo guerrero había sido el último en seguir la pista de los animales y en guiar al grupo en su persecución.

— Vaya par de bribones. Con gusto les arrancaría las pelotas y se las echaría de comer a los cerdos —

dijo con una amplia sonrisa.

Gundisalvo apenas movía la boca cuando hablaba, disfrazando las palabras de amenaza. Era el más viejo de todos. Rondaba los cincuenta y tenía el rostro como de arcilla seca, a trozos, hendido por profundos cauces que se perdían bajo una espesa barba endrina maculada por hebras de nieve. Casi calvo, la piel del cráneo brillaba, sin embargo, tersa como cuero curtido con orina. una amplia cicatriz en forma de media luna le surcaba el parietal derecho, recuerdo de un hachazo recibido años atrás frente a los muros de Simancas. Aquel golpe le impidió disfrutar de las fiestas que siguieron a la mayor derrota que sufriera el califa Abd-al-Rahman a manos cristianas.

— ¿Y luego? —

preguntó Roderici, uno de los más jóvenes, con sonrisa bobalicona.

— Los vendería a alguna de esas caravanas que van al sur con carne fresca para que se desahogue la tropa —

soltó Munnio entre risas, evocando el final de una cuerda de adolescentes eslavos que cayó en sus manos cuando las últimas luchas con los navarros.

Todos se miraron risueños mientras Munnio, satisfecho, se recolocaba la amplia túnica de ante que cubría la cota de malla trenzada que le llegaba de la cabeza a los pies.

— ¿Y bien? —

preguntó finalmente Asur mirando a Gundisalvo.

Los hombres se acomodaron para escuchar mejor. El viejo se demoró unos segundos para favorecer, como buen narrador, la expectación que suscita el silencio.

— Parece que hemos llegado al final del viaje.

— Alva... — susurró Asur.

— Alva, sí —

confirmó Gundisalvo— . La fortaleza dista apenas quince minutos.

— Entonces tenías razón. Ha sido el conde Gonzalo. Pero ¿por qué?

— Para aprovechar nuestra debilidad — opinó Munnio— . Sabe que estamos inermes con el conde Fernán González preso de los navarros.

— La cosa no es tan sencilla — dijo Gundisalvo— . Han dividido el rebaño en dos. El más numeroso lo han guardado en el albácar del castillo, y el otro, unas trescientas cabezas, lo llevan hacia el oeste entre dos jinetes y tres rabadanes.

— ¿Al oeste? ¿Acaso tiene un socio?

— Son sus mismos hombres los que lo conducen. Imagino que pretende repartir el riesgo y poner a cubierto parte del botín en otra de sus propiedades — reflexionó Gundisalvo.

— Sí, claro, es posible — se dijo Asur— . Pero es todo tan raro... Parecen tan seguros de sí mismos...

Durante un par de minutos permanecieron en silencio.

— Si quieres saber mi opinión —

dijo Munnio calibrando despacio sus palabras— , creo que no nos esperan.

— ¡Eso es absurdo! — exclamó Gundisalvo vehementemente, y acto seguido echó a un lado el pequeño escudo redondo que le colgaba del cuello, separó las piernas, se hurgó bajo la túnica y se puso a orinar con desahogo de percherón salpicando las botas de todos los que le rodeaban. Cuando hubo acabado, se rascó el bajo vientre como si escardara un patatal y giró la cabeza hacia Munnio, que tenía la vista perdida en el claro.

— Seguro que sabe que le seguimos. Apostaría mi mano derecha.

— No lo hagas. Puede que la necesitemos — respondió Munnio forzando una sonrisa.

— ¿Qué te hace suponer tal cosa? —

preguntó Asur— . En ningún momento ha enviado ojeadores, ni siquiera mantiene una retaguardia. Es absurdo.

— Que yo he visto combatir al conde Gonzalo — replicó el viejo— . Luché junto a él en la jornada de Simancas, al servicio de Castilla y de nuestro conde Fernán, hace ahora veintidós años, y guardo buena memoria de ello — dijo acariciándose la cicatriz de la cabeza—

. Ninguno de los que me escucháis habéis visto nunca un ejército tan grande como el que levantó don Abderramán aquel verano. Más de cien mil hombres... — Sus ojos saltaban de uno a otro como retándoles a contradecirle. Tenía los pies firmemente posados en el suelo, y sus piernas arqueadas parecían sostener a duras penas el torso desproporcionado cubierto de placas de hierro— . Más de cien mil hombres..., más guerreros que briznas de

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