Sevilla, septiembre de 1611
—¡Juana, no corras!
La chiquilla pareció no haber oído a su madre, pero se detuvo en seco cuando se estampó contra el joven que acababa de doblar la esquina.
Dio un paso atrás, aturdida. Se retiró de la cara unos mechones de oscuros rizos, entrecerró los ojos y miró a la figura que tenía delante. El muchacho intentaba recuperar el aliento que aquella cabeza le había quitado al chocar contra su estómago y levantó las manos en un acto de excusa. Iba a decir algo, pero la jovencita se le adelantó.
—Y tú ¿quién eres? —preguntó con desconfianza.
—¡Juana, deja de correr por los pasillos! ¡Mira que te lo he dicho veces!
La mujer apareció por una puerta con el ceño fruncido. Se limpió las manos en el delantal y observó la escena.
—Diego, la comida está servida, siéntate a la mesa. Y tú, señorita, le debes una disculpa a este caballero.
—¿Yo? ¿Y por qué, si puede saberse? ¡Es él el que está en mi casa, en medio del pasillo, estorbando! —Volvió la cara con suspicacia—. ¿Y quién es?
María, la madre de la salvaje Juana, miró al muchacho, que todavía no se había movido. Atendía a cuanto sucedía con sumo interés y en su cara blanca y lampiña asomaba una leve sonrisa.
—Se llama Diego, es el nuevo aprendiz de tu padre y más te vale pedirle perdón.
—Pero si yo no he hecho nada —protestó Juana.
—Tienes ocho años ya, jovencita. No intentes engañarme. He oído el golpe desde la cocina.
María se quedó de brazos cruzados, esperando.
Juana hizo un mohín y volvió a observar a Diego. En este segundo vistazo le gustó algo más. Era alto y delgado y su expresión le resultó muy agradable. No tendría más de doce años, la edad habitual para comenzar como aprendiz en casa de un maestro. Y su padre era uno de los mejores. Algo habría visto en aquel chico si lo había aceptado. Finalmente, se pasó las manos por el vestido y se recolocó la rebelde melena detrás de la oreja. Miró a Diego a la cara.
—Lamento haber chocado con vos. Mi madre siempre dice que soy una atolondrada y tal vez tenga algo de razón.
Diego mostró una sonrisa ancha y sincera que gustó a Juana.
—Soy yo quien lamenta haberse puesto en vuestro camino, señora. Mi nombre es Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, y creo que nos vamos a ver muy a menudo.
Diego se llevó al pecho una mano fina, blanca y larga, con manchas de pintura en la punta de los dedos, y se inclinó. Juana, a su vez, hizo una pequeña reverencia, inclinó la cabeza y sonrió al recién llegado.
—Bienvenido al taller de mi padre y a nuestra casa, Diego. Espero que os encontréis bien aquí.
María dio dos palmadas.
—¡Ea, solucionado! Todos a la mesa, que padre y los demás ya están sentados.
1
Sevilla, 1615
Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, no creció pensando en heredar el título y el patrimonio de su padre. Tras la muerte prematura del primogénito, él pasó a ser el hijo segundo y, por lo tanto, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Y durante mucho tiempo fue feliz con esa idea.
Gaspar recordaba con nostalgia sus años en Salamanca, donde estudió Derecho canónico y civil y salía con sus compañeros a recorrer las tabernas de la ciudad. Aún le burbujeaba en las venas el orgullo de haber sido elegido rector con apenas dieciséis años.
Pero su vida cambió cuando su hermano Jerónimo murió, dejándolo a él en primera línea, y aún cambió más cuando, en 1607, su padre también partió a conocer al Creador y, con veinte años, heredó su título y una cantidad de poder considerable.
A la muerte de su padre, apenas hacía tres años que Gaspar había dejado la universidad. Sin embargo, era listo y trabajador, y tenía una voluntad de hierro, así que en ese escaso tiempo se había puesto al día con enorme soltura de los entresijos de la corte y de lo que se esperaba de él.
Aunque nadie contaba con que Enrique de Guzmán, su padre, un hombre de sesenta y siete años pero fuerte como un roble, falleciera repentinamente, dejándolo solo en un ambiente hostil.
Gaspar se mostró a la altura y aceptó el título de conde de Olivares con un solemne juramento de fidelidad al rey, Felipe III. Y aquí estaba, ocho años después de haber recibido el mayorazgo, un paso más cerca de lo que ambicionaba con todas sus fuerzas.
—Rodrigo me acaba de escribir —le dijo a su esposa Inés.
Ambos desayunaban sentados a la mesa, disfrutando del sol que entraba por la ventana abierta. Inés mordió con delicadeza una corteza de naranja con miel y miró con curiosidad la carta que su marido tenía frente a él.
—¿Qué Rodrigo?
El conde se revolvió en su silla.
—Rodrigo Calderón —respondió emocionado.
Las cejas de Inés se arquearon.
—¿El favorito del duque de Lerma, valido de Su Majestad, te ha escrito? Eso sí que es buena señal. ¿Y qué dice?
Gaspar se mantuvo en silencio mientras terminaba de leer la misiva. Luego se levantó y comenzó a pasear por la sala, como si el simple hecho de estar sentado le resultara insoportable.
—¡Oh, vamos! Dime de una vez qué te ha dicho, ¡o tendré que leer yo esa carta!
Gaspar se la tendió. Conforme Inés avanzaba en la lectura, una sonrisa se iba dibujando en su cara. Empezó con una mueca tímida y acabó ocupando todo su rostro. Levantó los ojos hacia su marido.
—Este es el momento que llevábamos esperando todos estos años. ¿Cuándo nos mudamos a Madrid?
Gaspar recordaba cada uno de los pasos que dio para conquistar a la que en el presente ostentaba el título de condesa de Olivares: Inés de Zúñiga y Velasco, su prima y una mujer excepcional. No habían transcurrido ni dos meses desde que se convirtió en conde y ya le había enviado numerosos regalos a Inés para dejarle claro su interés en ella. Gaspar parpadeó y miró por la ventana, rememorando el día que tuvo una de las conversaciones más importantes de su vida, hacía ya tantos años.
Esperaba la salida de las damas de la reina subido a un impetuoso caballo español que caracoleaba impaciente. Cuando vio aparecer a Inés, se acercó a ella, desmontó de un salto y le hizo una reverencia con el sombrero en la mano, de modo que la pluma que lo adornaba rozó el suelo.
—Buenas tardes nos dé Dios, primo —dijo la dama, y abrió el abanico para cubrirse la cara y disimular una sonrisa.
—Buenas tardes, señora. ¿Recibisteis el collar que os mandé?
—Y los pendientes, y el brazalete —dijo ella con ironía—. He recibido todos vuestros regalos, y os doy las gracias por ellos, tanto yo como la corte entera, que los ve llegar y se entretiene con vuestra generosidad y la vistosidad de vuestros presentes.
—¿Os gustaron?
—Me gustaron, aunque con la carroza tal vez os excedisteis un poco.
Gaspar se rio. Inés de Zúñiga era su prima hermana, sí, y también dama principal de la reina Margarita de Austria. De todos era sabido que el rey solía agasajar a las damas de la reina con la grandeza de España por su matrimonio, y no iba a negar que él ansiaba la grandeza, pero no solo era eso. Inés era una mujer despierta, inteligente, divertida y, aunque no destacaba por su belleza, era atractiva y agradable de mirar. Poseía un brillante y bonito pelo castaño, ojos oscuros que parecían ver el interior de las personas y una sonrisa deslumbrante. Tenía ya veintitrés años, una edad que sobrepasaba lo habitual en las jóvenes casaderas, pero en opinión de Gaspar eso solo la hacía más interesante.
—¿Me permitís que os acompañe?
Inés asintió y caminaron uno junto al otro. A su caballo no le gustaba ir tan despacio y piafaba para mostrar su descontento, pero Gaspar mantenía las riendas firmes en su mano. Ofreció el otro brazo a su prima, que lo tomó sin pensar.
—Esto es poco apropiado —observó ella—. No nos acompaña la dueña.
—Solo acompaño a mi querida prima hasta su residencia —respondió él—. No creo que nadie encuentre nada de escandaloso en eso.
Recorrieron la calle Mayor, disfrutando del sol del atardecer de ese bonito día de primavera, hablando de todo y nada.
—¿Os gusta más Madrid o Valladolid?
—Aprecio más que la capital esté en Madrid —confesó Inés—, pero lo que el rey decida será lo que me guste.
—¿Nunca os cansáis de hacer y decir lo correcto?
Inés sonrió abiertamente y le dio un golpecito en el brazo con el abanico.
—Hacer lo correcto no debería cansar. Pero supongo que es una de las cosas por las que me pretendéis, ¿no es así?
Su pregunta, tan directa, dejó sin palabras al conde, que carraspeó.
—¡Oh, vamos, conde! No os hagáis el sorprendido. Ya no soy una cría y prefiero llamar a las cosas por su nombre. ¿Acaso no me estáis pretendiendo?
«Qué mujer», pensó Gaspar, que decidió que con ella era mejor ir de frente.
—Sí, lo hago. Y lo seguiré haciendo hasta que me digáis que sí.
—¿Que os diga que sí a qué?
—A casaros conmigo.
—Si la memoria no me falla, primo, y todo el mundo afirma que mi memoria es excepcional, todavía no me habéis hecho una propuesta formal.
Gaspar volvió a quedarse sin palabras. Esa mujer no se parecía a ninguna de las que había conocido hasta el momento. Era incisiva y, siempre dentro de los límites del buen gusto y la educación, resultaba obvio que no tenía pelos en la lengua. No era de extrañar que la reina la quisiera tanto y que el rey confiara en su buen criterio. Lamentó no haber comenzado a tratarla antes.
—No lo he hecho aún, no.
—¿Y a qué esperáis? —preguntó Inés mirándole con curiosidad—. ¿Acaso queréis arruinaros con caros y extravagantes regalos? Como bien sabéis, mi padre dejó a la familia endeudada, así que no contéis con mi patrimonio para recuperar la inversión.
Gaspar rio a carcajadas y algunos transeúntes se giraron para mirarlos.
—Lo siento, prima —se disculpó. No podía parar de reír y tuvo que respirar hondo para calmarse—. ¿Debo entender que me diríais que sí?
—¿Tantas ganas le tenéis a la grandeza de España?
—Me gusta la idea, sí… —Gaspar decidió que no podía mentir, no a ella—. Pero no es eso. Tengo planes para el futuro, planes muy ambiciosos, y quiero una compañera a mi lado que esté a la altura.
—Una compañera —repitió Inés en voz baja, casi un susurro—. Eso es muy inusual, desde luego. Aunque no me desagrada.
Llegaron a la puerta de la residencia de su hermano, el conde de Monterrey, donde Inés vivía.
—¿Entonces? —preguntó Gaspar—. ¿Cuál es vuestra respuesta?
—Tal vez deberíais hablar con mi hermano, primo —dijo ella. Hizo una pequeña reverencia de despedida y se marchó, aunque se volvió al llegar a la puerta—. Le diré que contáis con mi aprobación.
Luego entró en el palacio y el mayordomo cerró la puerta tras ella.
—Gaspar. ¡Gaspar!
La voz de su esposa lo devolvió al presente. Ella le miraba con los ojos entornados.
—¿Dónde se te ha ido la mente?
—Al pasado, querida —le dijo. Volvió a ocupar su silla y tendió la mano hacia ella. Entonces tiró hasta que Inés se incorporó, se le acercó y se sentó en sus rodillas—. Al día en que me declaré.
—Llamar declaración a una propuesta de negocios es muy presuntuoso por tu parte —rio ella, y el beso que le dio desmintió la dureza de sus palabras—. Aunque ya sabías que a mí no se me ganaba con declaraciones de amor. Quererme como compañera y socia se adecua más a mi carácter.
—Y sin embargo heme aquí, perdidamente enamorado de ti, condesa.
El suyo era, desde luego, un matrimonio inusual. No solo porque se amaban, cosa extraña y con la que ninguno de los dos contaba en el momento de casarse, sino porque Gaspar había cumplido su promesa y siempre la había tratado como a una igual. Respetaba su inteligencia y su perspicacia, y le pedía consejo ante cada decisión que debían tomar. Y, paso a paso, estaban llegando a donde querían.
Los condes de Olivares se mudarían a Madrid en breve, pero, antes de que eso sucediera, Gaspar tenía visitas que hacer.
—¿Acudes a la tertulia otra vez? —preguntó Inés, que se encontró a su esposo frente al espejo, vistiéndose para una visita de cortesía.
Gaspar asintió con la cabeza.
—Quiero despedirme de Pacheco. Además, es lo más interesante que hay aquí en Sevilla.
Inés se le acercó, mandó salir al ayuda de cámara y asistió ella a su marido mientras terminaba de arreglarse.
—Debería sentirme ofendida por el comentario, esposo mío. Por no hablar de lo que acabas de decir sobre Sevilla, que es la luz del mayor imperio del mundo.
Gaspar besó a su mujer en la mejilla.
—Sabes que no me refería a eso. Pero Francisco Pacheco reúne a los intelectuales más destacados de la ciudad en sus tertulias y es agradable tener conversaciones con mentes privilegiadas.
Inés torció el gesto, pero sus ojos no dejaron de sonreír ni un momento.
—Y tú deberías venir conmigo, condesa —añadió el conde.
—¿Yo? —Inés se echó a reír—. ¡Qué se me ha perdido a mí ahí, entre todos esos pintores, intelectuales y poetas!
—Eres más lista que muchos de ellos, y más leída también, sin ningún atisbo de duda.
Inés negó con la cabeza.
—Que en Francia las mujeres acostumbren a acudir a las tertulias y a mezclarse con los hombres no significa que aquí lo hagamos también. Y aunque sé que puedo hacerlo si es mi deseo, sin que nadie me diga nada, prefiero quedarme en casa esta noche. —Miró hacia la enorme y redonda luna cuya luz se filtraba a través de los ventanales—. Es una noche propicia para contemplar el cielo y rezar.
Gaspar creía firmemente en el poder de la adivinación y la lectura de los astros. Consultaba a videntes, al igual que el padre de Su Majestad, el rey Felipe II, que siempre había estado rodeado de astrólogos, cabalgando en la fina línea entre ciencia y herejía durante todo su reinado. No tenía muy clara la opinión de Inés al respecto. Mujer recta y piadosa, no solían hablar sobre esta cuestión, aunque a veces Gaspar creía que poseía una intuición fuera de lo común. Desde luego, sus consejos valían oro.
—Aquella mujer me dijo que mi fortuna cambiaría una noche de luna. Y hoy he recibido la carta.
La condesa sacudió la mano en el aire, como desechando esa idea.
—Bobadas. Aquella mujer leyó en las líneas de tu mano lo que tú querías oír. Tu suerte cambiará, sí, pero no tengas prisa. Será cuando deba ser, no antes. Ahora estás en Sevilla, la ciudad más viva, cambiante y rebosante de maravillas, con tu esposa y tu hija y con el único deber de administrar todo tu patrimonio. Y pronto nos iremos a la corte, y ahí también habrás de esperar para ascender, pero todo llegará. No desesperes.
—No lo haré mientras tú estés a mi lado.
Se miró en el espejo. Se atusó el negro bigote, besó la mano de su esposa, aceptó la capa que le ofreció un criado y salió por la puerta.
El conde de Olivares accedió al patio de la casa de Pacheco acompañado de su buen amigo Francisco de Rioja, a quien se había encontrado en la puerta. Algunos de los tertulianos ya estaban allí y el vino corría al tiempo que la conversación iba adquiriendo profundidad. Francisco Pacheco se acercó a él y le estrechó la mano con efusividad. En las tertulias, y más si eras el anfitrión, los límites sociales podían expandirse un poco más de lo normal.
—Conde, ¡cuánto me alegro de veros! Francisco, dichosos los ojos. Pasad, por favor. ¡Mirad, mirad a quién tenemos hoy de visita con nosotros!
Los asistentes a la tertulia lo saludaron con una inclinación de cabeza, y María, la esposa de Pacheco, que se encontraba por allí repartiendo jarras de vino macerado con frutas, lo recibió con cariño.
—Bienvenido, conde. Siempre es una alegría veros por aquí.
Le ofreció un vaso de vino y desapareció en el interior de la vivienda.
A Gaspar le gustaba la sensación de ser uno más entre aquellos hombres. Tenía la impresión de que allí se le apreciaba por su conversación y no por su título o por su abultada bolsa. Aunque nunca había tenido problemas en abrirla si consideraba que un artista merecía su apoyo, como había hecho en numerosas ocasiones durante aquellos años en Sevilla.
En las tertulias no todo el mundo estaba a la vez en el mismo sitio y, en un momento dado, el conde se encontró en el taller de Pacheco escuchando cómo este le mostraba la nueva producción.
—Esto es un encargo del monasterio de San Clemente.
—Es grandioso —dijo Gaspar observando los trazos en el inmenso lienzo.
—Cristo servido por los ángeles en el desierto, ese es el título de la obra, conde, y es un tema muy apropiado, dado que adornará el refectorio del monasterio.
El conde de Olivares se acercó más al lienzo, al que aún le quedaba bastante trabajo por delante, y admiró las viandas expuestas en la mesa ante Jesús, ya terminadas. El pan, las uvas, hasta la jarra y el vaso poseían un brillo poco habitual. Francisco Pacheco se dio cuenta.
—El joven Diego Velázquez es quien ha trabajado en el bodegón del banquete.
—¿Diego? Recuerdo a vuestro aprendiz, pero no he visto obras suyas. ¿Podríais enseñarme alguna?
El pintor hinchó el pecho, orgulloso por el interés que su discípulo despertaba en el conde.
—Desde luego. ¡Diego! —gritó con la cara vuelta hacia el patio—. ¡Ven rápido, muchacho!
Un joven pálido, alto y delgado, con una sombra de bigote y ojos curiosos, apareció en el taller.
—Diego, el conde quiere ver tus obras.
El aprendiz enrojeció. Pacheco se acercó a unos cuadros de pequeño tamaño que estaban en un rincón y los giró para que el conde de Olivares los viera.
—Diego lleva tiempo estudiando las expresiones humanas. —El maestro le enseñó una serie de esbozos de una cabeza, la de un chico muy joven que aparecía riendo en unos, llorando en otros, pensativo en algunos—. Este pequeño aldeano es su modelo. Si cien expresiones tiene el rostro humano, cien expresiones que Diego capta a la perfección. Además —giró otros lienzos, estos más grandes—, los bodegones no tienen secretos para él. Por eso dejé que interviniera en la obra que acabáis de ver.
—Joven —dijo el conde volviéndose hacia un Diego azorado pero orgulloso, que aguardaba paciente—, hacía mucho tiempo que no veía un talento semejante. Seguiré vuestros pasos con interés.
Él se inclinó y su maestro comenzó a hablar.
—Os aseguro, conde, que a Diego le espera algo grande. Sus habilidades innatas, bajo mi tutela y…
—¡Diego, Diego! ¿Dónde te escondes?
Una sombra apareció en el umbral y, acto seguido, una chiquilla de no más de doce años, alta y espigada, entró en el taller.
—¡Diego! —repitió, sin prestar atención a los dos hombres—. Madre te reclama, necesita tu ayuda para no sé qué que yo no puedo hacer.
Pacheco carraspeó.
—Querida.
La niña se giró.
—Perdonad, padre, no os había visto.
—Juana, este de aquí es Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde de Olivares. Muestra modales delante de él.
Ella enrojeció, pero se mantuvo erguida. Hizo una reverencia perfecta ante el conde.
—Disculpad, señor, no sabía quién erais. Vuestro porte y vuestras ropas bien podían haberme dado una pista, pero, sin duda, vuestra ilustrísima no pretenderá que os reconozca cuando nunca antes os había visto.
Gaspar se echó a reír.
—¡Menuda fiera tienes por hija, Pacheco! —Luego se dirigió a ella—: Encantado de conocerte, jovencita. Déjame decirte que tienes mucha razón. A partir de ahora ya sabes quién soy, y yo quién eres tú.
A continuación, el conde de Olivares se volvió hacia el pintor.
—Ahora debo irme.
—¿Ya? Espero volver a contar con el placer de vuestra compañía muy pronto.
El conde negó con la cabeza.
—Me marcho a Madrid. He sido nombrado gentilhombre de cámara del príncipe Felipe y debo acudir a su encuentro.
—Me alegro mucho por vos, conde —dijo Francisco llevándose una mano al pecho—. Echaré en falta vuestra compañía, pero espero que nos regaléis vuestra presencia cuando vengáis de visita a Sevilla.
—Quién sabe —dijo Gaspar—. Tal vez nos veamos en Madrid. Partimos en dos días. A mi esposa le hará bien el cambio, además. Tras la muerte de dos de nuestros hijos —la voz se le quebró levemente—, solo nuestra pequeña María le da alegría en su día a día. Tal vez regresar a la corte la distraiga.
Gaspar se despidió con efusividad de aquel hombre, a quien hubiera llamado «amigo» de ser posible la amistad entre dos personas tan dispares, y salió de allí con la sensación de que volverían a verse más pronto que tarde.
Cuando llegó a su casa, se detuvo ante la habitación de su esposa. La puerta estaba abierta y la luz de la luna iluminaba la estancia. Ella dormía boca arriba, con el cabello esparcido por la almohada. Flotaba en el aire un olor extraño, como a humo y hierbas, que no supo distinguir. Pensó por un momento en meterse en su cama, pero no quiso molestarla y se encaminó a sus habitaciones.
2
Sevilla, abril de 1617
Juana terminó de mezclar el pigmento y se secó la frente con la manga. Se retiró el pelo de la cara, sin tocarlo con las manos manchadas de pintura, y miró muy concentrada el brillante azul que tenía delante: era perfecto. Se encontraba en el taller de su padre, ubicado en la planta baja de la casa familiar, al que acudía a menudo para ayudar con tareas sencillas como aquella.
Adoraba el ambiente efervescente y un poco caótico del taller. Siempre había ayudantes que tensaban lienzos o preparaban óleos, y que creaban obras de arte bajo la atenta mirada de Francisco Pacheco. También él pintaba y escribía, y aprovechaba cada oportunidad para trasladar a sus discípulos sus vastos conocimientos sobre pintura.
Además, Juana apreciaba lo informal del trato allí, sin tantas normas ni etiquetas como en el mundo real. Le gustaba sentirse casi una más, acabar con el delantal repleto de manchas de colores y el pelo despeinado, y le encantaba el sutil olor a cola que impregnaba todo aquel recinto, dividido en estancias según su uso.
—Pregunta vuestro padre si tenéis listo el azul pavo real.
La voz, casi encima de su hombro izquierdo, la sobresaltó. Se giró con una sonrisa.
—¡Diego! Menudo susto me has dado, ¿Cuántas veces te he dicho que no te acerques de forma tan silenciosa?
Diego se quedó mirando a la jovencita que tenía delante: habían pasado seis años desde que entró a trabajar en el taller de Pacheco y la había visto crecer; la niña que chocó con él el primer día se había transformado en esa joven de casi quince años que le miraba con cierta timidez, y cuya sonrisa hacía que dos adorables hoyuelos se hundieran en sus redondas mejillas.
El sol que entraba por un ventanuco iluminaba su figura a contraluz. A Diego le recordó a una de las madonas de las que tanto hablaba su maestro y que él ya había osado representar. Durante un segundo su corazón dejó de latir. Se quedó mirándola. En algún momento de aquellos años, Juana se había convertido en una belleza de piel blanca y ojos oscuros; unos ojos que se veían divertidos, dulces, pícaros o, incluso, maliciosos, con una transparencia que su dueña no conseguía ocultar.
Juana le dio un pequeño golpe en el hombro.
—¡Despierta! ¿Qué te pasa? Te has quedado mirándome como si hubieras visto un fantasma.
Diego parpadeó y sonrió.
—Disculpad, Juana, preguntaba por el azul.
La joven señaló el recipiente sobre la mesa.
—Listo para usar. Todo tuyo.
Diego fue a coger el pigmento, pero no rodeó a Juana, sino que se quedó muy cerca de su cuerpo y alargó la mano. Al inclinarse, su aliento rozó el hombro de la joven, que, sin saber por qué, sintió un escalofrío, pero no se retiró. Y ella cayó entonces en la cuenta de que Diego, a sus diecisiete años ya, se había convertido en un joven alto y bien proporcionado, y se sorprendió pensando en lo bonitos que eran sus ojos oscuros y lo agradable que era su sonrisa. En ese instante llegó hasta ellos la voz de su padre.
—¡Diego, el azul! ¿Está o no está?
Ambos dieron un respingo y se separaron al ver lo cerca que estaban el uno del otro.
—¡Voy, maestro! —contestó Diego sin apartar la mirada de Juana.
Al final fue ella la que desvió la suya, un tanto intimidada, y carraspeó. Luego volvió a mirarle, ambos se sonrieron y Diego se marchó, como si aquella situación tan extraña nunca hubiera ocurrido.
Juana siguió con el trabajo, ayudando a preparar el lienzo que más tarde utilizaría su padre, y, cuando terminó, se sentó en un taburete a escuchar cómo enseñaba a Diego.
Francisco Pacheco era un hombre corpulento y de semblante alargado y serio, aunque con un carácter mucho más cálido de lo que su fisonomía daba a entender. Vivía por y para el Arte, con mayúscula, y esa pasión se la había inculcado a su pequeña Juana desde la más tierna infancia. Era, además de un notable pintor, un aún más notable profesor. Su taller estaba muy solicitado, pero desde hacía unos años se había centrado en el joven Diego, en quien vislumbraba un talento excepcional que estaba seguro de que le llevaría más lejos de lo que nadie podía imaginar.
—Observa cómo incide la luz en esta parte del cuadro. ¿Lo ves?
Diego asintió sin parpadear.
—Cuando estés representando santos, asegúrate de que la luz intensifica esa idea de santidad. Ya perteneces al gremio, Diego, ya eres pintor. Pero aún eres muy joven y debes seguir aprendiendo.
—Sí, maestro —respondió Diego—. Lo tengo muy en cuenta.
Hacía ya años que Diego ayudaba en el taller, y solo un par de meses que había aprobado el examen para conseguir la licencia. Juana sabía que él era, sin duda alguna, el alumno del que más orgulloso se sentía su padre, aunque no le había escatimado ni un poquito de la dureza del aprendizaje en todo ese tiempo. Diego siempre estaba moliendo pigmento, calentando colas, montando lienzos y haciendo cualquiera de las tareas que su mentor le encomendaba, similares en su sencillez a las que realizaba ella misma.
Pero además le enseñaba técnicas, proporciones, detalles que a ella no le había transmitido. Así que, cuando no estaba trabajando u observando a su maestro, podía uno encontrarse a Diego en cualquier rincón del taller bosquejando, pintando retratos a lápiz o haciendo estudios de ángulos, rostros, cuerpos y bodegones. Juana había perdido la cuenta de los bosquejos que había recogido del taller por las tardes.
Una vez encontró uno de su rostro. La había dibujado muy concentrada en a saber qué. Le gustó verse representada por los ojos de Diego, aunque solo se tratase de unos trazos simples en un papel. Sin embargo, no solo se la reconocía, sino que ese sencillo dibujo transmitía paz, serenidad y una belleza que Juana no estaba segura de poseer. Ese no lo había tirado. Lo tenía guardado en la pequeña caja de los tesoros que escondía debajo de la cama, en la que también había un fajo de papeles en los que ella dibujaba cuando nadie la veía, poniendo en práctica las enseñanzas que su padre transmitía a otros.
Su madre apareció por la puerta del taller y la reclamó con un gesto. Ella acudió a su llamada. Era tarde y había que prepararse para la cena, quitarse aquellos ropajes manchados y ponerse un vestido más acorde a su posición, el de hija del artista más importante de la ciudad. Además, esa noche había tertulia y a ella le gustaba estar cerca y escuchar hablar a la gente culta e inteligente que su padre invitaba.
—No digo que no tengáis razón. —Juan de Mal Lara, uno de los mayores humanistas de Sevilla, organizador de su propia tertulia, era un habitual en las reuniones que Pacheco celebraba semanalmente en su casa—. Solo señalo el hecho de que España tiene una corriente propia y debería, por tanto, crear sus propias normas.
Francisco Pacheco dio un trago a la copa de vino y cogió aire antes de hablar.
—Mi querido Juan, nadie niega el carácter propio del arte español, y yo, como podéis imaginar, menos aún. Pero no hay que perder de vista que seguir el modelo de los más grandes contribuye a la propia grandeza, y en esto nadie supera a los italianos. Son nuestro modelo a seguir.
El licenciado Pacheco, un hombre alto de prominente barriga, tío del anfitrión y asiduo a aquellas tertulias, tomó la palabra.
—Pero sobrino, el Greco abandonó el modelo italiano y ya hace años que tiene un estilo propio, alejado de cualquier influencia.
Francisco hizo amago de contestarle, pero calló y volvió la cabeza con una sonrisa.
—Diego, tal vez tú quieras refutar esta idea de mi muy querido tío.
El joven Diego se adelantó, carraspeó y tiró un poco de su cuello de lechuguilla, como si le molestase.
—El Greco ha desarrollado un estilo propio, así es, pero es innegable la tremenda influencia en su arte de los maestros italianos. Su estilo y su uso del color son, en esencia, los de Tiziano, si bien la forma y la técnica han bebido en gran medida de Miguel Ángel también. Ha evolucionado, es cierto, y ahora el Greco solo se parece al Greco, pero sin esa base tan asimilada de los italianos no hubiera llegado a lo que es.
—Doménicos es producto de su aprendizaje en Italia —continuó Francisco—. Y ojo, ya sabéis que siempre he defendido que en lo que hace bien es el mejor y en lo que hace mal, el peor. Pero lo aprecio, lo considero un maestro y lo he estudiado a fondo. Nadie podrá convencerme de que su estilo no es la evolución natural de un gran talento expuesto a la escuela italiana. A la veneciana, si nos ponemos exquisitos, de la cual él siempre se ha considerado parte.
—Y a ti, Diego —cambió de tercio el licenciado—, ¿te gustaría viajar a Italia y estudiar allí a los grandes maestros?
Diego volvió a carraspear. Su postura, un poco envarada, y las manos agarradas la una a la otra demostraban cierta incomodidad por ser el centro de atención, pero no dejó traslucir esa sensación.
—Desde luego. Tengo el mejor maestro que hubiera podido imaginar, pero ver de cerca el trabajo de algunos de los más grandes pintores que la historia ha dado, observar su técnica, aprender de ellos… Creo que nadie en su sano juicio negaría que es el mayor deseo de un pintor.
Apartada de aquel círculo de eruditos, Juana observaba la escena sentada en una silla, tras el biombo que separaba aquella estancia de otra de uso familiar. Esos hombres vestidos de negro, con sus blancos cuellos almidonados, no la intimidaban lo más mínimo, pero era consciente de su juventud y de lo poco apropiado que sería estar presente en sus conversaciones en aquel momento. Aunque algunas nobles y mujeres acomodadas, mecenas y entendidas en artes se permitían departir con los hombres en las tertulias, era algo poco común y no estaba bien visto ni por la Iglesia ni por la sociedad. Además, ¿qué podría aportar? Ella, que apenas había comenzado a vivir y que a duras penas manejaba un pincel. Por el momento, se contentaba con escuchar y aprender.
—Sin duda vuestro afán de saber es mayor que el de muchos ayudantes del taller.
Juana salió de sus pensamientos de forma abrupta y sonrió al ver la cabeza de Diego asomar por detrás del biombo.
—Eres tan sigiloso como un ratón, no hay duda. ¿Algún día dejarás de sobresaltarme?
—Me gusta sobresaltaros. El rubor sube a vuestras mejillas y los ojos os brillan con tal intensidad que desearía plasmarlos en un lienzo.
El silencio se instaló entre ellos y la sonrisa se le borró a Diego del rostro. Pensó que tal vez había ido demasiado lejos, que igual ella no quería escuchar esas cosas. Pero entonces reparó en que Juana había bajado la cabeza, que contemplaba sus propias manos entrelazadas sobre el regazo y que, por lo que podía ver, ocultaba una sonrisa azorada.
3
Madrid, noviembre de 1617
Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, llevaba dos años en la corte como gentilhombre del príncipe heredero, Felipe. Dos años en los que había tenido que aguantar las continuas chanzas del joven príncipe y las humillaciones de los gentilhombres que llevaban más tiempo y se consideraban superiores al recién llegado. Tenía ya treinta años, pero sabía que aún le quedaba mucho trabajo por delante.
El heredero al trono había cumplido los doce años y era muy influenciable. Estaba siempre rodeado de nobles mayores que él que trataban de moldearlo a su antojo para conseguir poder e influencia. Pero Gaspar de Guzmán sabía que la forma de obtener esas dos cosas no era manipular al futuro rey, sino lograr que este te tuviera por tan imprescindible, por tan confiable que dejara en tus manos todas las decisiones importantes. Y el conde estaba decidido a ser esa persona, aunque para ello primero debía ganarse sus simpatías, cosa que no parecía sencilla.
Una de las tareas que Gaspar tenía encomendadas era vaciar el orinal real. Suponía un gran honor, aunque él creía que transportar los desechos principescos de una bacinilla de metal a las letrinas de palacio no tenía mucha dignidad. Sin embargo, era una forma de estar cerca del heredero.
Su escatológica misión había provocado más de un comentario malintencionado, pero Gaspar siempre conseguía volver la situación a su favor, una y otra vez. Como el día en que el príncipe torció el morro al verle aparecer y dijo, con cara de fastidio:
—¿Otra vez estáis aquí, conde? Dios sabe lo que me cansa ver vuestro rostro día tras día, no sois tan hermoso.
Felipe estaba de pie en sus aposentos mientras el duque de Uceda, el duque de Híjar y unos cuantos nobles presuntuosos más le ayudaban a vestirse y le reían las gracias. Todos cacarearon como gallinas cluecas tras el comentario.
—¡Qué ingenioso sois, alteza! —dijo el duque de Uceda, hijo del valido, a quien Gaspar odiaba con pasión—. Es cierto, siempre está ahí como un perrillo faldero.
—¡Es el perro de Su Alteza! —añadió el duque de Híjar, riendo de forma muy poco respetuosa.
Gaspar, que no sabía a cuál de los dos duques odiaba más, los miró sin expresión en la cara para demostrar que sus rebuznos no le afectaban lo más mínimo. Luego miró al príncipe, que le estaba observando con una media sonrisa de suficiencia, y a continuación inclinó la cabeza en señal de respeto y besó el borde del orinal. La media sonrisa se borró del rostro de Felipe, que, pensativo, contempló al conde. Este no dijo nada, no era necesario. Tras ese gesto de absoluta devoción al heredero, salió de la estancia camino a las letrinas.
Habían pasado meses desde aquello y, poco a poco, el conde de Olivares había ido apreciando un cambio en la actitud del heredero hacia él.
Esa noche, Gaspar se encontraba en la cámara del príncipe. Ya le habían desvestido, estaba con la camisa y el gorro de dormir, y el conde percibió la competencia interna entre los nobles para ser quien arropara a Su Alteza y le tapara bien con la manta. Felipe miraba al cielo de la cama, sin prestar atención a esos detalles. Dentro de un tiempo, cuando fuera rey, cada movimiento, cada paso estaría reglado, y el encargado de acostarle sabría que él, y solo él, disponía de ese privilegio.
Sin embargo, en ese momento las normas no estaban tan claras. Gaspar dio un paso hacia delante. Solo quería establecer contacto visual con el príncipe, pero los otros asumieron que trataba de entrar en la liza para arroparlo.
—Mirad —dijo el duque de Uceda con sorna—, por aquí hay un perrillo faldero que quiere que le demos un hueso.
Las carcajadas sacaron al príncipe de su ensimismamiento. El duque de Híjar tomó la palabra.
—¿No os basta con el honor de vaciar el orinal real? No deberíais ser tan avaricioso, conde.
Felipe desvió la vista hacia el conde de Olivares, que le sonrió y le guiñó un ojo. Entonces el príncipe miró a los nobles, arremolinados alrededor de su cama, y dijo con hastío:
—¡Oh, por el amor de Dios, me aburrís con vuestras estúpidas pullas! Arropadme de una vez y dejadme descansar.
Un silencio incómodo se extendió por la estancia. Los nobles parecían cohibidos por el rapapolvo recibido. Uno de ellos se acercó, tapó al príncipe y todos retrocedieron hasta que Felipe les dio permiso para retirarse. Al salir, Gaspar se las arregló para ser el último.
—Os deseo un buen descanso, alteza —dijo, y cerró la puerta de la cámara.
—¡No entiendo por qué les consientes esas cosas! —Inés, indignada, recorría la estancia de un lado a otro—. ¡Son un atajo de mocosos presuntuosos que solo quieren ganarse el favor del futuro rey! ¡Tú, y nadie más que tú, deberías ser quien estuviera a su lado!
El conde de Olivares olisqueó el ambiente.
—Huele un poco raro aquí, querida. ¿Has quemado algo oloroso?
Ella se encogió de hombros.
—Nada fuera de lo normal. Pero no me cambies de tema, Gaspar.
—Son un atajo de inútiles, sí. Pero les dejo hacer porque tengo un plan.
—Te escucho.
Inés se tranquilizó y se sentó, echando el cuerpo hacia delante para prestar atención.
—No es nada del otro mundo, pero es algo en lo que todos esos mequetrefes no han pensado. —El conde se acarició la perilla—. Todos se mueren por caerle en gracia al príncipe como forma de conseguir el favor del rey. El duque de Uceda lo tiene fácil: es hijo del duque de Lerma, valido y favorito de Su Majestad, y lo que quiere es tener influencia sobre el príncipe para que su suerte no acabe. Y el duque de Híjar, ese presuntuoso, es demasiado joven para conseguir nada, pero su ambición desmedida lo empuja a abrirse camino hasta Su Majestad por medio de su hijo.
—Lo que pretendes decir es que lo usan como medio para llegar al rey, no como una finalidad en sí misma —dijo Inés.
—¡Exacto! —El conde se levantó y comenzó a pasearse mientras hablaba—. Yo veo a Felipe como el futuro Felipe IV, no como el hijo de Felipe III. Su Majestad nunca me ha mostrado un favor especial. ¡Si ni siquiera me ha concedido la grandeza! En cambio, su hijo… Ahora es un niño, solo tiene doce años, pero crecerá y será rey. Y si la única constante en su entorno, más allá de las adulaciones, es que me tiene a mí cada vez que necesite algo, cada vez que desee algo…
Una sonrisa se extendió por el rostro de la condesa.
—Entiendo. Estás sembrando para cosechar en el futuro.
—Así es. —Gaspar se acercó a su esposa y tomó sus manos, blancas y finas—. ¿Tengo tu apoyo, querida?
Ella asintió.
—Total y absoluto. Te ayudaré en todo lo que esté a mi alcance.
Él acarició las manos de Inés. Las observó de cerca y frunció el ceño.
—¿Has estado trabajando en el jardín, esposa? No es muy apropiado.
Ella las retiró.
—¡Pues claro que no! ¿A santo de qué voy a ponerme yo a trabajar en el jardín?
—Tienes tierra debajo de las uñas.
Inés se miró las manos.
—Eres muy observador. No he estado en el jardín, pero sí me he entretenido haciendo unos arreglos florales.
Gaspar la miró, sin entender. Ella se echó a reír.
—¡Deja de mirarme así, esposo mío! Permite que mantenga alguna pequeña parcela de misterio. No soy del todo convencional, pero eso ya lo sabías cuando decidiste cortejarme. ¡Tenía veintitrés años, por Dios bendito! Estaba esperando al hombre adecuado para apoyarle con todos mis medios. Y es lo que pienso hacer, siempre que no te opongas. Y si eso incluye algo de tierra bajo las uñas…, bueno, son cosas de mujeres.
Gaspar negó con la cabeza.
—Tienes razón, sabía que no eras como las demás. Pero tampoco yo soy como el resto de los hombres. Sí, puedo tolerar una pequeña parte de misterio. ¡Haz lo que desees! Confío en ti.
—Haces bien —dijo ella. Se puso en pie, tomó las manos del conde y le miró a los ojos—. Juntos conseguiremos que la Casa de Olivares llegue a lo más alto. Te lo prometo.
El conde se llevó una mano a la frente.
—¿Otra vez esos terribles dolores de cabeza?
Él asintió.
—Túmbate. Mandaré que te traigan una infusión. Tú descansa.
4
Sevilla, marzo de 1618
Diego salió de la casa de su maestro con los cuadros enrollados y bien sujetos bajo el brazo. Rafik, el esclavo turco de Francisco Pacheco, iba a su lado.
—Yo puedo llevar todos esos rollos, señor Diego.
—Los llevo yo, Rafik, no te molestes.
Lo cierto era que el turco le aventajaba en altura y fortaleza, pero Diego se sentía más tranquilo notando el peso de aquellos lienzos contra sus ropajes.
Se dirigían a la Casa de la Contratación de Indias y caminaban sin prisa, disfrutando del cálido sol de esa mañana de primavera. Como siempre, la ciudad bullía de vida. Centenares de personas iban y venían por las atestadas calles, los mercaderes ofrecían a gritos sus productos y los pilluelos pululaban entre el gentío en busca de un alma despistada a quien sisar la bolsa.
Rafik disuadía a los picaruelos y mantenía a Diego a salvo, pues sabía que el joven era presa fácil para los tunantes. Una mocosa chocó contra Diego.
—¡Disculpadme, señor! —exclamó con gesto asustado. Llevaba un vestido pardo ya un poco andrajoso y la cara sucia.
Se apartó para dejarlos pasar y entonces Rafik la agarró por el pescuezo.
—Devuélvele al señor lo que le has cogido.
La cría pataleó y miró a Diego.
—¡Yo no he hecho nada, señor! ¡Decidle a vuestro perro que me suelte!
—Rafik no es mi perro, y debo decir que rara vez se equivoca.
El turco metió la mano en el zurrón de la niña y sacó la bolsa, que le lanzó a Diego. Luego miró a la ladronzuela.
—¿Y bien? ¿Qué hacemos con ella?
Diego también se la quedó mirando. Ella, consciente de su situación, puso la cara más angelical de la que fue capaz. Diego suspiró.
—Suéltala, bastante tiene con vivir en la calle.
La niña desapareció entre el gentío en un visto y no visto y ellos continuaron su camino. Llegaron al Alcázar, entraron en la Casa de la Contratación y aguardaron su turno.
—Cuadros para la casa del virrey en Cartagena de Indias —explicó Diego.
El hombre que le atendía buscó en los archivos, le dio un nombre, apuntó algo y gritó:
—¡Siguiente!
Diego y Rafik abandonaron la Casa de la Contratación, salieron por la puerta de Triana y llegaron al Arenal. Si Sevilla estaba plagada de gente, de voces y olores, allí, en aquella explanada frente al río, todo cobraba otra dimensión: las gentes se afanaban descargando mercancías o subiéndolas a bordo. Los inspectores caminaban entre las tripulaciones sudorosas, tomando nota de todo. Las voces se mezclaban en distintos idiomas y a los olores habituales se sumaban los del pescado, el hedor fangoso del agua del Guadalquivir y el aroma de las especias traídas del Nuevo Mundo, que se cotizaban, a veces, más caras que el oro. Diego se acercó a uno de los barcos que había en el astillero e hizo unas preguntas. Volvió enseguida.
—Tenemos que ir hasta el puerto, la nave que buscamos es muy grande y no fondea aquí.
Rafik asintió una sola vez y retomaron la marcha. Pasaron por delante de la Hermandad de la Santa Caridad, que se dedicaba a trasladar al hospital a los enfermos que no podían ir por su propio pie y a asistir a los reos condenados a muerte, así como a darles sepultura. También recogían los cadáveres que dejaba el Guadalquivir cuando crecía y causaba estragos. Diego sintió un escalofrío y aceleró el paso hasta dejarla atrás. Entonces volvió a caminar despacio, disfrutando del paseo.
Por el río iban y venían naves en dirección al mar o al puerto, según llegaran o partieran. Las Indias eran un vasto territorio del imperio que consumía grandes recursos en cuanto a organización e infraestructuras, pero que generaba muchos más beneficios que gastos. Diego se detuvo para contemplar aquellos barcos, imaginando las maravillas que transportarían en sus tripas.
—Señor Diego, debemos continuar.
Las palabras de Rafik le trajeron de nuevo a la realidad y prosiguieron su camino. Sevilla era una ciudad cada vez más poblada que crecía por días, aunque estaba sumida en una crisis económica, al igual que el resto del reino, lo que la hacía también cada vez más insegura. En una esquina, dos hombres sujetaban a otro por los brazos mientras un cuarto le hundía el puño en el estómago. Un borracho vomitaba apoyado en la muralla, y algunas prostitutas iban y veían tratando de llamar la atención de potenciales clientes. Una hizo ademán de acercarse a ellos, pero una simple mirada de Rafik fue suficiente para que titubeara y acabara yéndose para otro lado.
Llegaron al puerto. También bullicioso, también caótico, allí atracaban los galeones que hacían la travesía hasta el otro lado de la Mar Océana. Preguntaron y se encaminaron hacia una nao que estaba descargando su mercancía.
Diego se acercó a un hombre bien vestido que dirigía la operación.
—¿Sois el capitán? —preguntó en voz alta para que se le oyese entre el jaleo a su alrededor.
Aquel hombre se giró y lo miró de arriba abajo.
—¿Quién lo pregunta?
—Soy Diego Velázquez, aprendiz de Francisco Pacheco.
Al oír el nombre de su maestro, su cara cambió.
—¡Pacheco! Pues claro que soy el capitán. ¿Qué tal se encuentra el maestro?
—No ha podido venir en persona y me ha mandado a mí a entregaros estos lienzos.
—¿Son los que ha pedido el virrey? —quiso saber aquel hombre mirando los rollos que llevaba Diego.
El joven asintió.
—Los que han pedido de Cartagena de Indias, señor. Una preciosidad. En el Nuevo Mundo son afortunados de poder contar con el arte de mi maestro.
El capitán se mesó la perilla.
—Hoy en día, con la cantidad de naves haciendo la ruta en uno y otro sentido, quien no ha conseguido construirse un hogar en aquel rincón del mundo lo más parecido al que tenía aquí es porque no quiere.
Tal vez otro, en el lugar de Diego, se hubiera interesado por saber cómo era aquello. Qué misterios albergaba ese mundo que apenas un siglo antes no era más que una mancha en blanco en los mapas, a lo sumo poblada por dragones y monstruos mitológicos de todo tipo y condición. O hubiera preguntado cómo eran las gentes allí: el color de su piel, la lengua que hablaban, el arte con el que se expresaban…, pero no dijo nada. No era de natural curioso ni dado a entrometerse. Se limitó a entregarle los fardos al capitán, que ordenó a uno de sus hombres que los depositara con cuidado en su propio camarote, esperó hasta que este firmara el recibo de entrega y se despidió, volviéndose por donde había venido.
Rafik tardó un poco en seguirle. Se había rezagado observando los barcos, con ojos hambrientos. Diego aguardó sin decir nada y, cuando emprendieron el regreso, le miró de reojo.
—¿Piensas en tu patria?
El turco guardó silencio, pero al cabo de un rato, cuando Diego ya casi se había olvidado, contestó:
—A veces sí.
—Nunca te lo he preguntado, ¿cómo llegaste a esta situación?
—¿A ser esclavo, se refiere, señor Diego?
Diego asintió.
—Cosas que pasan. —Rafik levantó la barbilla, orgulloso—. Yo era un pirata, capitán de mi propio barco. Un día abordamos el barco equivocado, eso es todo.
—Os hicieron prisioneros y acabaste aquí.
Rafik asintió.
—Podría haber sido peor. Yo comerciaba con esclavos cristianos, ya veis. Hasta en el norte de Europa llegué a capturarlos. Pero el destino es caprichoso y hoy me toca a mí. Si Alá lo quiere, así ha de ser. No es mala vida la de servir al maestro. Mejor que la que les esperaba a los cautivos que yo compraba y vendía.
—¿Tienes familia?
Un asentimiento seco vino a decir que el esclavo prefería no hablar de ese tema.
—¿Crees que volverás algún día a tu tierra, Rafik?
El turco suspiró.
—Inshallah.
Cuando entraron en el taller, Juana estaba tensando un lienzo. Los miró de reojo.
—Menos mal que ya habéis vuelto. Ayúdame con esto, Diego, que no me queda como yo quiero.
El joven se acercó y se situó a su lado. Juana se puso nerviosa y le tembló la mano.
Rafik ocultó una sonrisa y comenzó a preparar la cola.
—¿Las obras de Cartagena ya están entregadas? —preguntó Juana.
Su intento de mostrar normalidad no le salió del todo bien, pero tanto Diego como el turco disimularon.
—Ya están a bordo —dijo Rafik—. En unos meses adornarán alguna casa rica al otro lado del mundo.
Juana miró a Diego.
—Son los tres lienzos en los que has participado, ¿no?
—Sí, ya sabes, la calidad de los cuadros que van al Nuevo Mundo no se mira tanto.
Juana rio.
—Esa falsa modestia no es propia de ti. Tal vez antes de aprobar el examen del gremio te dejara meter mano en esos cuadros, pero ahora creo que tu pincel los convierte en algo mejor. Y creo que mi padre es de la misma opinión.
Los labios de Diego se curvaron en una sonrisa satisfecha. No le gustaba alardear ni se consideraba un presuntuoso, pero poseía la capacidad de saber si lo que había hecho era bueno o si podía hacerlo mejor. Y sabía que se había perfeccionado mucho, que ya había igualado a su maestro y que, con un poco de trabajo, superaría a la mayoría de los pintores que conocía.
Juana volvió a cambiar de tema.
—¿Has hablado ya con mi padre?
Diego negó con la cabeza.
—No he encontrado el momento adecuado.
Juana resopló y su cara se contrajo en un gesto entre el disgusto y la impaciencia.
—¡Porque nunca te parece el momento adecuado! —Cuando Juana vio que Rafik giraba la cabeza hacia ellos, bajó el tono—. ¿No será que te da miedo hablar con mi padre sobre este tema?
Diego lo pensó y luego la miró.
—Tal vez. Para mí es como un padre y no querría disgustarle o, peor aún, que se sintiera ofendido.
—Diego… —añadió Juana suavizando el tono, como si hablara con un niño—. Hay que coger al toro por los cuernos y no dejarlo para más tarde. Si es que sigues queriendo lo mismo, claro —dijo bajando la mirada.
—Pues claro que sí. Es lo que más deseo.
Ambos se incorporaron ante el lienzo perfecto, tenso y liso, que ya solo esperaba ser encolado e imprimado para que se pudiera pintar sobre él. Juana se frotó las manos, satisfecha, y se dirigió a la mesa, donde tomó sus propios pinceles y una paleta de colores ya preparada. Se situó ante otro cuadro que estaba empezado. Una silla desvencijada se mantenía en pie al lado de la mesa.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Diego.
—Esbozar los muebles de este cuadro. Padre me ha pedido que haga lo posible por adelantar la producción; los encargos no hacen más que llegar y toda ayuda viene bien.
De un tiempo a esta parte, su padre había descubierto que se le daba muy bien pintar y la dejaba participar en algunas obras menores del taller.
Juana se puso a trabajar y no volvió a mirar a Diego. Sin embargo, antes de que él se retirase, dijo:
—Está en la sala contigua, con una Inmaculada. Mi padre, digo. Creo que está solo.
Diego miró de reojo la puerta que comunicaba con la sala adyacente, que también pertenecía al taller. Se armó de valor y se dirigió hacia allí. No vio la sonrisa de Juana tras él.
5
—Me da que si Juana no te empuja, hubieras tardado bastante más en hablar conmigo, muchacho.
—Bueno, yo… Esto… Quiero decir, yo desde luego deseaba… —Diego se dio por vencido y desplomó los hombros en un gesto que hizo que su mentor se echara a reír—. Estáis en lo cierto, maestro. Ya me conocéis, no me gusta importunar.
Francisco Pacheco y Diego hablaban frente a una jarra de vino, sentados a una mesa en una esquina del taller. Francisco se había llevado una alegría ante la proposición de Diego. Era muy habitual que la hija de un pintor se casara con el aprendiz del padre. El roce hace el cariño, decían, y además así el futuro del taller quedaba asegurado con un nuevo artista al frente.
Y Francisco le tenía mucho cariño a ese muchacho que había llegado a su casa hacía seis años y que tan bien se había adaptado. También veía en él una habilidad fuera de lo común, un talento que su instinto, avalado por décadas de estudio y maestría en la materia, le decía que sería el más grande que sus ojos vieran.
—Sabes que no hay cosa que me haga más feliz que pensar en mi taller funcionando aun después de mi muerte.
—Todavía falta mucho para eso, maestro.
—Déjame terminar, Diego. Lo que quiero decirte es que me alegro de que mi hija y tú hayáis congeniado. Creo que seréis muy felices. No hace falta que te recuerde que Juana es una auténtica joya: educada, inteligente, diestra con el pincel y de ingenio vivo.
—Lo sé, maestro —dijo Diego con una sonrisa orgullosa—. Soy consciente de la suerte que tengo de que se haya fijado en mí.
—No es solo eso, muchacho. —Francisco se puso serio, dio un trago a su vaso de vino y se dispuso a decir algo más, pero entonces negó con la cabeza—. No importa, creo que ya divago. ¡Bien! —Se puso en pie y apuró el vaso de vino—. Sigamos trabajando.
María, la madre de Juana, apareció en el taller. Tenía que comentar con Francisco algo sobre el pago de una de las obras y, cuando vio que estaba con Diego, se acercó a su hija.
—¿De qué hablarán esos dos tan serios?
Se detuvo tras el hombro de Juana para observar el avance de su trabajo. Entonces vio el rubor que se extendía por su cara y su sonrisa ilusionada.
—Entiendo. Ya iba siendo hora —dijo riéndose, y levantó las manos a modo de disculpa—. No me mires así, hija, tengo ojos en la cara. Hace ya semanas que me di cuenta de cómo os miráis. Me hubiera gustado que esperaras un poco más, pero supongo que así es el amor.
Fue hasta donde estaban los dos hombres y apretó el brazo de Diego en un gesto cariñoso. Luego comenzó a hablar con Francisco.
Diego se giró hacia Juana. Se acercó a ella y quedaron el uno frente al otro.
—Ya está. —Diego sonrió.
Juana le devolvió la sonrisa.
—¡Qué va! Esto no ha hecho más que empezar —dijo segura de sí misma.
Dos semanas después, Diego se afanaba en un nuevo cuadro. Se trataba de una Inmaculada y le había pedido a Juana que fuera su modelo. Diego seguía a rajatabla el camino que había marcado su maestro. Francisco Pacheco era agente de la Inquisición en Sevilla y dictaminaba las pautas para las obras sacras, y Diego no discutía ni una sola de esas normas.
Juana era perfecta para ser la imagen de su Virgen: su cara era preciosa, todavía con las redondeces de la infancia en las mejillas, sus ojos miraban hacia abajo y tenía las manos juntas en el regazo. Diego la había pintado rubia, como debía ser, aunque creía que era una pena aclarar el oscuro y brillante pelo de su modelo.
Francisco apareció por detrás.
—Maravilloso, Diego. Me encanta cómo muestras la luz que la ilumina desde arriba.
—Gracias, maestro.
—¿Cuánto lleváis aquí? —preguntó.
Juana resopló.
—Horas. ¡Días! Me gustaría descansar un poco.
—Está bien —dijo su padre—. Diego, deja los pinceles. Necesito que me hagas una gestión en la Casa de la Contratación. Juana, ve con él. Hace un día fantástico y es bueno que os dé el aire.
—Nos llevamos a Rafik, supongo.
Ni Diego ni Juana salían sin su protección, por eso se quedaron sorprendidos cuando Francisco negó con la cabeza.
—Rafik tiene que quedarse aquí. Id los dos solos. Confío en vosotros —dijo cuando vio la mirada de ambos—, no hagáis que me arrepienta.
Una vez en la calle, Juana se sentía extraña paseando a solas con Diego, sin la fornida presencia del turco detrás de ellos. Diego lo notó.
—Si estás incómoda, puedo ir yo solo.
Juana negó con la cabeza.
—¡No! Me gusta tu compañía. Pero no tengo muy claro cómo comportarme.
—Pues yo tampoco, pero deberíamos ir acostumbrándonos. Dentro de poco pasaremos mucho tiempo juntos.
Los dos rieron. Qué extraño era pensar eso. Sin embargo, Juana sintió un pequeño pellizco en el vientre cuando se imaginó casada.
—Tengo ganas de que llegue el día.
Diego miró a su alrededor y cogió a Juana de la mano, tiró de ella y se metieron en un callejón por donde no pasaba gente. Sus caras estaban muy cerca. Le sujetó la barbilla con la mano y la miró a los ojos.
—Yo tengo muchas muchas ganas de ser tu marido, Juana. Y como lo más probable es que no podamos pasar tiempo a solas hasta entonces, quiero tener algo con lo que soñar.
Y entonces la besó.
Fue un beso suave, inocente. Los labios de Diego tantearon los de Juana y los encontró dulces y dispuestos. Duró muy poco, tan poco que, al separarse, se quedaron con las frentes unidas, respirando con agitación, hasta que Juana tomó conciencia de la situación y lo empujó con delicadeza para apartarlo de ella.
—Diego, no deben vernos así.
—Tienes razón, es solo que… —No terminó la