París no era un sueño

Diego Bris
Diego Bris

Fragmento

Prefacio

Prefacio

Montauban, sur de Francia. Mayo de 1943

La bodega del Hôtel de Vezins era un cuartucho abovedado de ladrillo, frío y oscuro. No quedaba rastro de botellas envejecidas, solo manchas tintas de sangre esparcidas por el suelo que recordaban los interrogatorios de días pasados. Un par de sillas plegables de madera y una mesa frente a ellas componían el mobiliario, y por único adorno se exhibía un gran retrato del Führer colgando de la pared. La luz tibia de una bombilla que pendía del techo desconchado bastaba para iluminarlo todo.

Dos miembros de la Milicia me llevaron a la parte trasera del edificio, me hicieron bajar unas escaleras y me empujaron al interior de aquella habitación. Era fácil reconocerlos con los uniformes azules, todavía limpios y bien planchados, con la insignia gamma prendida en el pecho y los rostros temblorosos de jóvenes franceses sometidos a la disciplina de los invasores alemanes. Uno de ellos me ordenó que me sentara en una de las sillas mientras el otro abandonaba la habitación.

S’il te plaît —añadió amablemente para tranquilizarme.

Todo estaba en silencio. El frescor agradable de tierra húmeda que solía tapizar cualquier cava se había difuminado y solo persistía un hedor nauseabundo a matadero y cloaca. Las ventanas habían sido tapiadas, costaba tragar aquel aire encerrado allí durante más de seis meses. Miré a mi alrededor y pensé en mi vieja bicicleta La Perle: me la habían requisado al cruzar la verja de entrada y necesitaba recuperarla a cualquier precio. Le pregunté por ella al muchacho, que ni siquiera se molestó en responderme.

—Espero que me la devolváis —susurré malhumorada.

El miliciano me había detenido cerca de la place Nationale para revisar los bultos del trasportín y decidió encañonarme allí mismo sin comprobar su contenido. Aparentaba mis veintidós años, algo menos tal vez, y aquel exceso de juventud le hizo sudar más de lo que requería su condición. Corrían rumores de que la Resistencia aprovechaba la candidez de jóvenes muchachas para transportar material robado o falsificado de un lugar a otro de la ciudad, o incluso a los bosques que rodeaban el curso del río Aveyron, en cuyas frondas se ocultaban decenas de maquis y chantiers. Cuando descubrió mi cargamento de alpargatas, un gesto de contrariedad recorrió su rostro. Revisó la placa de identificación y me lanzó algunas ojeadas tratando de intuir si era yo la verdadera propietaria de esa vélo. De nada me hubiera servido haberle jurado que aquella bicicleta había sido una gentileza de los cuáqueros americanos.

Merde! —protestó desilusionado.

Me obligó a bajar con un firme movimiento de cejas, aunque era evidente que temblaba como un niño asustado y aquel gesto lo había ensayado durante días para mostrarlo en su primera detención. No quise alterarlo y obedecí porque también yo estaba asustada. Un dedo nervioso podía escurrirse en la curva de un gatillo bien engrasado y apretarlo sin querer. El muchacho ni siquiera se había dado cuenta de que sostenía el arma como una masa cruda de pan, ni del riesgo que suponía para su valor y mi angustia dejar mi vida en manos de su floja pericia. El uniforme lo delataba como uno de los hombres de Joseph Darnand, el fundador de la Milicia Francesa que había atraído a patriotas trasvasados de la Legión, veteranos de la Gran Guerra y agricultores sin recursos que abrazaban el nazismo para mantenerse con vida y asegurarse un ingreso monetario en mitad de la debacle. Tenían órdenes de detener, interrogar, torturar o asesinar si era necesario, y aquel muchacho mostró un nerviosismo tan indescifrable que no quise arriesgarme a contrariarlo.

Pronunció algunas palabras en un francés resinoso mientras revisaba la mercancía y se dedicaba a caminar a mi alrededor como la sombra de un atardecer. La gente pasaba de largo fingiendo no vernos, se refugiaba en las arquerías de los soportales excusándose con cualquier distracción o entraba en el Grand Café du Centre a ahogar sus temores. Francia se había sometido a los caprichos del invasor y nadie arriesgaba más de lo necesario. El joven miliciano estaba incómodo y se apresuró a mostrarme nuevamente el cañón de su fusil para que lo acompañara.

Marche lentement, s’il te plaît —dijo aquella primera vez como un ruego.

Caminé despacio como me había ordenado. Me agarraba fuertemente al manillar de mi bicicleta temiendo que los nervios me hicieran flaquear y pudiera desplomarme en cualquier momento. Recorrimos algunas calles y rodeamos la catedral hasta alcanzar el número 3 de la rue de Moustier. El cuartel de la Milicia ocupaba por completo el edificio del antiguo Hôtel de Vezins, un lugar amplio y pretencioso encajado entre las viviendas estrechas que moldeaban la calle principal de aquel barrio histórico acostado en la ribera derecha del Tarn. Todo el mundo en Montauban conocía los interrogatorios y las torturas que se practicaban en sus bodegas. Nadie había escuchado los gritos horrorizados de los detenidos, si bien demasiada gente había desaparecido después de ser llevada allí.

Me senté en la silla y respiré el aire gélido de la bodega. Estaba tiritando. En el bolsillo de la chaqueta guardaba mi vieja brújula, que el miliciano había pasado por alto en su registro. Me reconfortó tenerla ahora tan cerca de mí: aquel pequeño objeto atesoraba demasiados recuerdos que no podía perder ni olvidar, marcaba el norte de todas las cosas y de mi propio destino. Alcé la vista buscando algún resquicio que me pudiera comunicar con el exterior, pero desistí. Ningún ruido de la calle era capaz de atravesar aquellos muros de piedra y ladrillo, y solo se escuchaba el zumbido monocorde de la bombilla.

La puerta se abrió de golpe.

Un soldado alemán de la Gestapo apareció acompañando al otro miliciano. Cargaban con una mujer moribunda que arrastraba los pies; apenas podía caminar y era difícil intuir si alguna vez había sido hermosa. Estaba despeinada y tenía el rostro cubierto con cuajarones de sangre, los brazos y las piernas amoratadas por los golpes, la ropa desgarrada, una voz delirante que apenas sobrevolaba el silencio. Aun así, sonrió diabólicamente cuando la sentaron a mi lado. El pelo le caía sobre el rostro y se lo ocultaba como a una muñeca desvencijada. El alemán sacó una cajetilla de tabaco y se colgó un pitillo de los labios para encenderlo. La luz del fósforo le ilu

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