Los pecados de la familia Montejo

Pedro J. Fernández

Fragmento

LOS PECADOS DE LA FAMILIA MONTEJO

CAPÍTULO 1

EL PRIMER ASESINATO

JULIO DE 1885

I

Beatriz Montejo contempló con morbosa curiosidad el cadáver de su esposo.

El albor, que apenas traspasaba las cortinas translúcidas, iluminaba las partículas de polvo que flotaban en el aire. La habitación estaba impregnada con una pesadumbre inevitable. Del jarrón de la cómoda, entre rosas que de un segundo a otro habían marchitado, cayeron dos pétalos.

Envuelto entre sábanas blancas estaba el cuerpo sin vida de Carlos Montejo, con la mirada pétrea apenas visible en sus ojos entreabiertos. Había un contraste entre su bigote negro y la palidez natural de su rostro. La camisa abierta en un pecho que jamás podría respirar de nuevo; pensamientos inertes, recuerdos convertidos en sombras; las rodillas flexionadas, los brazos extendidos. Un cuchillo de cocina junto a la almohada. Cada una de las muñecas cortadas y brotando de ellas ríos escarlata, flujos de vida que manchaba las sábanas y goteaban hasta el frío mármol.

Frente a la cama estaba Beatriz, sentada en la silla de escritorio, orgullosa de su fechoría. Tenía ambas manos apoyadas en la virgen de plata que coronaba su bastón (una figura doliente, arrodillada con su hijo muerto en brazos). En sus labios se torcía una sonrisa macabra que le deformaba el rostro mientras sus ojos verdes brillaban como los de un demonio que acecha a su presa. Aún lucía joven a sus sesenta y cuatro años y llevaba el peinado inflado, en apariencia simple, pero complejo por la cantidad de broches que le daban forma, siempre a la última moda. Llevaba un vestido púrpura cerrado en el cuello y con mangas largas que le llegaba hasta los tobillos. Portaba una argolla de oro en el dedo índice izquierdo y un camafeo de san Pedro apóstol en la parte superior del pecho.

Con su bastón como único soporte, se levantó. Le excitaba mirar su obra de arte.

—¡Ay, Carlos! Te advertí que no me tentaras. ¿Acaso no me escuchaste cuando dije que no iba a consentir nuestra separación? ¿Pensaste en tu alma? ¿En tu Dios? Que te juzgue Él; yo ya cumplí con mandarte a su tribunal.

La voz de aquella mujer era aún más grave que sus palabras, parecía venir desde el fondo de un abismo eterno. Dentro de su pecho latía el corazón cual motor terrible. Apenas si parpadeaba en su delirio mientras el tiempo vibraba etéreo en su ilógico existir, alentado por la muerte de Carlos Montejo.

Beatriz tomó del escritorio un cartoncito con la virgen de Guadalupe impreso en ambos lados y una carta con mentiras escritas en tinta negra, doblez a la mitad. Apoyada en su bastón, caminó con dificultad hasta la cama donde dejó caer los dos papeles junto al cuerpo.

—No sabes qué pena me da que nunca vayas a conocer a tus nietos, y que tus hijos nunca sabrán que no te suicidaste. De verdad no sabes qué pena me da haberte matado, pero mi deber es limpiar el pecado de mi familia...

Junto a la cama estaba la cómoda y, sobre ella, una taza de porcelana con violetas pintadas. Beatriz la levantó con soberana lentitud y la dejó caer sobre la duela. Al deshacerse en pedazos, los pisó.

¿Estaba completa la escena? La mujer recorrió la habitación con la mirada. Aún faltaba la última parte de su plan: su inocencia de viuda. Tendría que sacar todos sus dotes de actriz, esconderse en una máscara de lágrimas falsas, ocultar su crimen; lo sabía. Cuando salió del cuarto ya iba preparando su actuación.

Lo primero con lo que se topó en el pasillo fue su reflejo en un marco de oro: mejillas húmedas, ojos enrojecidos, labios incoloros que temblaban ante un falso dolor en el pecho. Con una mano se acomodó el peinado, alisó el vestido en sus hombros y la cintura.

Entonces apoyó su peso en el bastón, en la efigie maternal hecha de plata. Con cierta dificultad se deslizó a través del pasillo, de los tapetes de antaño, rodeada de espejos, ventanas, cuadros de otrora envejecidos por la inclemencia del tiempo; mesitas con jarrones de flores marchitas, puertas a otras doce habitaciones: la suya, las de sus hijos, huéspedes y algunas tantas selladas para no abrirse jamás.

Pronto se topó con el principio de una escalinata de mármol, alta, digna obra de arte, iluminada por destellos coloridos de un vitral clásico que representaba a Minerva en toda su gloria; los barandales deliciosamente forjados.

Para Beatriz, cada escalón representó una lágrima simulada hasta que se encontró en el vestíbulo. Giró a la derecha, caminó junto al comedor de roble, coronado por una araña de cristal cortado colgada del techo. En su tortuoso andar llegó hasta la cocina donde Petrona, indígena joven, desayunaba un plato de frijoles sentada frente una vieja mesa.

Ante la aparente tristeza de Beatriz, la muchacha hizo a un lado el plato y se acercó a su patrona.

—No llore, seño. ¿No ve que se le afea la cara? ¿El señor la puso triste?

Con ambas manos apoyadas en su bastón, Beatriz se cercioró de no mirar a los ojos de la sirvienta, no era digno de una dama de su rango. Levantó el rostro para que sus lágrimas espesas gotearan por su barbilla.

—No digas tonterías. Ni siquiera sabes hablar como Dios manda —dijo, con voz entrecortada—. Quiero que vayas con el doctor Camacho y le digas que es urgente que venga a la casa. Luego te vas a la comandancia de Policía y les dices que necesito un inspector ahorita mismo. Como te tardes te vas a arrepentir. ¿Está claro?

Petrona asintió en silencio. Entendió la seriedad de aquellas palabras, pues nunca había visto a su señora llorando así, de modo que salió corriendo de la cocina y atravesó el comedor hasta llegar al vestíbulo, mientras jugaban sus manos con una llave. Al salir de la casa, la envolvió el polvo de la ciudad, la luz ardiente del sol veraniego. La calle estaba llena de carruajes en un flujo incontrolable, olores envueltos en sudor. El consultorio del doctor Camacho estaba a la derecha.

Con un suspiro seco en los labios empezó a caminar.

A un par de cuadras en dirección opuesta, en la recámara principal de una casa de piedra, el hijo menor de Beatriz dijo que odiaba el sabor de los champiñones.

Julio Montejo despegó las sábanas de su cuerpo desnudo, el sudor se aperlaba en su pecho y tenía la respiración agitada. Se sentó en la cama con su mirada aceituna perdida en la infinidad de sus recuerdos.

Se revolvió el cabello negro, abundante. Era un adulto de veintitrés años con la cara de un niño, sin barba ni bigote, pero con los ojos bien grandes. Se levantó alargando su cuerpo,

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