La muerte no desvelada

Luis Cabrera
Luis Cabrera

Fragmento

Prefacio (quitar en el documento)SSSSS

La noche despedía al día mientras la voz aterciopelada de una mujer anunciaba un número tras otro. Bernardo traspasó la puerta del bingo Los Rosales después de una dura jornada de carretera. Buscaba evasión, no pensar, distraer la mente. No quería volver a casa. La rutina familiar le ahogaba.

¿Qué ingredientes tiene el juego? Angustia, soledad y esperanza. La ligera presión del pulgar sobre el troquel de cartón aviva la ilusión. No importa ganar o perder, lo importante es sentir cómo se acelera el corazón, sentirse vivo, y sí, también que la suerte caiga del lado del jugador.

Aquel día Bernardo empinaba con avidez y, entre líneas cantadas, cartones sin completar y tragos de cubalibre, daba viajes a la zona de máquinas tragaperras para, al cabo de varias partidas, volver a la mesa. No serían más de las once cuando una mujer bien plantada, de unos cuarenta años, se sentó frente a él. Desafiante, observaba todos sus movimientos, y Bernardo entró en el juego de miradas que los llevó al del intercambio de palabras.

Era un día de primavera de 1980 y Bernardo y Eloí­sa empezaron a compartir suerte, desengaños y soledades, empujándose el uno al otro cuando la vida se hacía muy cuesta arriba, algo que para Bernardo venía sucediendo desde que en 1973 un coche partiera por la mitad a su hijo Leandro.

El Clavel, un abuelo con tres nietos

Las cosas del nacer poco tienen que ver con la razón, o, mejor, uno nace sin atender a razones. Así le sucedió a Bernardo, niño apocado, casi merguizo de su hermana Manuela, a la que encanijó por la prisa de llegar a este mundo.

Manuela tenía solo año y medio cuando Mía, la madre, se quedó embarazada del chiquillo, y como siguió dándole la teta, tal y como manda la naturaleza, a punto estuvo de dar al traste con la salud de la niña. Cosas de la leche, que se torna mala si en el vientre de la madre se ha engendrado otra criatura.

Vivían en Valencia, ciudad a la que fue destinado el abuelo Francisco, carabinero de profesión, después del casorio entre él y la abuela Mía en Zimbra, a finales de 1925. Francisco era de Semar y Mía, de Zimbra. El matrimonio urdió tres criaturas: Josefa, en 1927; Manuela, en 1933, y Bernardo, en 1935. Así fue cómo, de la unión entre dos de Sierra Mágina, nacieron tres retoños valencianos.

Mediaba 1937, la contienda de las Españas desangraba familias y Zimbra fue el único cobijo en el que Mía pudo pensar una vez que dieron por desaparecido a su marido en el frente de Toledo, donde el carabinero Francisco había acudido voluntario. No calculó bien. El Clavel, el abuelo paterno, viudo y arcaico, que disponía en Zimbra de algunas tierras de olivar, casa y huerto, se negó a acoger a la familia de su hijo. El Cla­vel decía que, sin su Francisco, a aquellos cuatro seres no les iba a dar refugio en su casa.

Cuando se produjo la llegada de Mía y sus tres hijos a Zimbra, la pedanía estaba en manos de militantes del PSOE y la UGT, y hasta que los dirigentes políticos y sindicales no encontraron un aposento para que se instalaran los recién llegados, fueron acogidos por mamá Ana, la hermana de Mía, casada con José el Negro, que vivían en calidad de caseros en el chalet de La Higuera, propiedad de Eleuterio de los Ríos Chica, uno de los señoritos más pudientes de Sierra Mágina. Poco podían hacer, allí habían llegado y allí se quedaron.

El pequeño Bernardo crecía a regazo de su madre y sus dos hermanas, casi siempre con ellas, casi siempre bajo el amparo de Mía, Josefa y Manuela, la que aparentaba la misma edad que el mimado y querido varón.

A Manuela y Bernardo, de gran parecido entre ellos, los diferenciaba el color del pelo: la niña, negro, y el niño, rubio. Los dos tenían media melena de cabello liso con raya en medio, algo inusual en un niño recién llegado de Valencia y afincado en Zimbra, el terruño familiar. Bernardo tuvo una crianza entre algodones y con mucha querencia de madre y hermanas.

—¿Qué hacéis por aquí?

—Na, abuelito, venimos a estar con usted —dijo Josefa.

—Josefa, dile a tu madre que pele a este mocoso. Cualquier día, cojo las tijeras de esquilar al borrico y le dejo la cabeza en condiciones.

—No, abuelito, no haga usted eso, Manuela y yo nos entretenemos tocando ese pelo largo de nuestro hermano —rogó Josefa, la mayor de los tres.

—Ese pelo no es propio de un niño varón. Y entre tanta mujer, Bernardo parece una de ellas —sentenció el abuelo contrariado.

—Abuelo, traigo este cesto para coger guindas de los cerezos. Cuando mi madre ha sabido que queríamos verle, me ha dicho que le pidiera permiso y me ha dado el cesto.

—Ni permiso ni na, Josefa. Vuestra madre sabe mucho. En vez de mandarte a ti, que vas para mozuela, apareces con estos dos renacuajos para ver si me camelas. Las cerezas las recojo yo para venderlas, lo mismo que hago con los otros frutos.

Como otras veces, Josefa y sus hermanos pequeños se marcharon con las orejas gachas en busca de los mimos de mamá Mía, que clamaba improperios hacia el patriarca, un abuelo distante y con muy malas pulgas.

Sin embargo, los continuos desaires del abuelo no desanimaban a Josefa, que seguía con sus visitas periódicas al huerto y a la casa, acompañada de Manuela y Bernardo. La dureza de aquel hombre llegó a su punto álgido la tarde en que cumplió la advertencia que les había hecho: cogió las tijeras de esquilar al borrico y mientras la nieta mayor chapoteaba en la acequia, le pegó un repaso a la cabellera del pequeño Bernardo y lo convirtió en un chiquillo sin aquella melena rubia, cuyo color lo distinguía de su hermana Manuela.

Cuando Josefa volvió a la casa, después de juguetear con el agua de la acequia del huerto, con agallas lanzó unas cuantas maldiciones a su abuelo el Clavel. El hombre, sin inmutarse y con cierta sorna, alabó la actitud de su nieta.

—Estoy contento de que alguien de mi sangre arremeta y se enfrente conmigo. Eso quiere decir que voy a tener una heredera con mi mismo carácter, aunque sea una mujer. Josefa, si sigues mostrando fortaleza, llegarás a asustar a la gente de Zimbra. Eso es lo que hago yo.

»Ahora marchaos con Mía, vuestra madre. Fijaos en la cara que pondrá y los reniegos que soltará su lengua al ver la cabecilla de Bernardo. Yo quiero un nieto, lo mismo que quise un hijo, nada de imitaciones.

Bernardo y Manuela miraron al suelo, donde se esparcía el pelo del pequeñín, tan rubio como los rastrojos del trigo. Los dos se echaron a llorar asustados y temerosos. Todo lo contrario que Josefa, la nieta mayor, que, con once años, maldijo a Paco el Clavel con ahínco y coraje.

En otra ocasión, Josefa se presentó en casa de su abuelo el Clavel.

—Es usted muy malo. Ha pelado sin permiso de mamá Mía a mi hermano Bernardo. Todavía es muy pequeño, le ha hecho mucho daño y le ha clavado las tijeras en la cabecilla. Usted es malo, venimos a verle y solo recibimos su mal humor. Si estuviera la abuelita, no le dejaría que se portara así de mal con nosotros.

—Anda ya, niña, tu abuela murió a disgustos, al menor descuido, le arreaba con la garrota. Aquí mando yo, ella se casó conmigo para servirme y acompañarme sin rechistar. Se fue al otro mundo en el hospital de Jaén. No fui ni a ver su mortaja. No sé dónde está enterrada. Tampoco sé dónde está tu padre, un carabinero que a lo mejor se presenta algún día en Zimbra. Igual está muerto o desapareció en alguna refriega. Mi hijo Francisco sí me quería. Mi hijo sí me respetaba. Mi hijo, siendo un hombre, siguió hablándome de usted.

—Usted es malo, abuelo, es malo, no quiere a nadie, ni a mí tampoco, que soy la que tiene un genio parecido al suyo. Usted es malo, muy malo.

Mía, la madre, y Josefa, su hija mayor, no daban crédito al desaguisado que el Clavel le había hecho al chiquillo en la cabeza. Un corte de pelo lleno de trasquilones, igualito que el que el abuelo dispensaba a su borrico. Los dos pequeños, Manuela y Bernardo, ni rechistaban. Con chapotear los días de lluvia en los charcos y el fango tenían bastante para distraerse.

A Mía se la llevaban los demonios viendo el estado de su hijo. Su boca ametrallaba insultos dirigidos al viejo gruñón. Mía guardaba una alfaca en el trastero y se la metió en su refajo para ir en busca del Clavel, pero su hija Josefa la paró y la convenció para que no se buscara una ruina.

—Mamá Mía, esta noche un hombre con cabeza de toro y unas tijeras muy largas me perseguía. Yo estaba en el monte, escondida entre chaparros y retamas. El hombre, al verme, echó en busca mía. Yo venga a correr y correr, él detrás; yo no avanzaba, los pies se me quedaron enganchados a la tierra, me giraba y el hombre cada vez estaba más cerca, hasta que, ya a mi lado, le dije: «Abuelo no me pinche, no sea usted malo».

—Josefa, hija, eso son sueños provocados por la barbaridad que hizo el abuelo el otro día con el pelo y la cabeza de tu hermano. Procura no pensar más en ese estropicio. Llevaré a Bernardo a la barbería y que por lo menos le arreglen los trasquilones.

Sin embargo, a pesar de los desplantes y sinsabores, Josefa no desistía en las visitas al abuelo. Parecía que debía compensar el trato dulce y cariñoso de su madre con el amargor del Clavel.

—Abuelo, estoy aquí para quitarme el calor. A la sombra de la noguera hay fresco. En verano se suda y en su huerto con las acequias se está muy bien.

—Josefa, qué contento estoy de haberle arreado aquellos cuatro tijeretazos a mi nieto, el pequeño Bernardo. Le han sentado la mar de bien. Ahora parece un niño de verdad y no como antes, que en rubio era como Manuela en moreno.

—Tiene usted el huerto lleno de hombres quietos, vestidos con ropa vieja, boinas, sombreros y gorras; algunos tienen la cara lisa.

—Josefa, yo cuido los árboles frutales y la hortaliza, son mi sustento. Tengo que espantar a los pájaros, en caso contrario, no recogería casi nada.

—En otros huertos, veo trozos de trapo colgados de las ramas. Usted ha puesto muchos hombres para que cuiden de todas las partes del huerto. Esos hombres son muy feos, dan miedo. No me acercaría a ninguno, seguro que me agarrarían del cuello, tienen cara de malos.

—Indagas para saber, buenos arreos los tuyos. En estas tierras es costumbre poner monigotes, los llamamos espantapájaros, una manera de asustar a los pájaros para que no vengan a estropearnos el fruto de nuestro trabajo. Si no los colocáramos, los pájaros harían estragos y nos quedaríamos sin cosecha. Los dueños de los huertos de alrededor no tienen tanta destreza para hacer muñecos grandes y prefieren colgar trapos. Yo aumento el sistema con otras artimañas, así también logro espantar a las gentes que les gusta entrar en tierra ajena. En todos lados hay ladrones.

—Abuelo, la otra noche me escapé de casa y, como el portón estaba abierto, entré a su huerto. Empezó a llover y algunos hombres de esos sacaron paraguas para no mojarse. A mí me llamó la atención que movieran los brazos, parecen hombres de verdad y no monigotes ni muñecos.

—Vaya plan, así que visitando mi huerto por la noche. Seguro que te manda tu madre para que cojas frutas y hortalizas. Eso no se debe hacer. Además, tengo escopeta y garbeo de vez en cuando. Si observo que algo se mueve, disparo, no me ando con contemplaciones. Josefa, la noche está para dormir y descansar. Para ser casi una mujercilla, eres mu echá palante. ¿Cómo es posible que te atrevas a escaparte de noche?

—Sí, me gusta salir cuando todo está oscuro y el sitio que mejor conozco es este huerto, el de usted. Las parras, con los racimos de uvas, parecen cabras con las ubres gordas. Lo más divertido es ver a los hombres, a esos que usted llama espantapájaros, moverse y hacer un redondel. Entonces lían cigarros de matalahúva. Fuman y ríen sin hacer ruido, no hablan. Yo, desde las parras, me acerco hasta donde están ellos, casi siempre debajo de los cerezos. Cogen guindas y se las tragan sin masticar. La luna en verano da luz y, como me escondo, ellos no se dan cuenta de que los observo.

—¡Vaya con mi nieta mayor! Desconocía esta faceta tuya, la de largarte de casa por la noche. Nadie en Zimbra conoce el movimiento de mis espantapájaros. Los cuido igual que a los árboles frutales y a las plantas de mis hortalizas. Sin hombres disecados, los pájaros y los ladronzuelos inundarían mi huerto y no recogería ni fruta ni tomates, cebollas, pimientos, pepinos, calabacines y berenjenas. Dispondría de menos mercancía para la venta y entonces ¿de qué viviría?, ¿solo del olivar? Por Sierra Mágina tenemos el producto de los huertos en verano, y en invierno, a esperar buena cosecha de aceitunas.

—Abuelo, antes ha dicho que nadie sabía que sus espantapájaros se podían mover. Yo los he visto y me ha parecido una cosa mágica, misteriosa. Bueno, solo se juntan los hombres a los que usted llama disecados; los otros, los de la cara lisa, siempre están en el mismo sitio y en la misma posición, se mojan al llover y con los brazos en cruz.

—Menuda jovencita ha fabricado mi hijo. Ahora resulta que te atraen las costumbres de tu abuelo. Si a Tomasa y Simeón, que desde las cuevas del cementerio llevan las riendas del trapicheo de Zimbra, les hubiera presentado a mi nieta y a los pequeños Manuela y Bernardo, con aquella cabellera larga y rubia, se hubieran quedado prendados de vosotros, Josefa. Creo que no debí esquilar a tu hermano. Pero a lo hecho pecho.

—Entonces, Tomasa y Simeón, ¿quiénes son y qué tienen que ver con tus espantapájaros? Sé que al lado del cementerio hay unas cuevas y la punta de abajo de tu huerto da al camino que sube a ese sitio.

—Mira, Josefa, Tomasa y Simeón son primos retirados de tu abuelo, descendientes directos de Gallarín. Anda, siéntate ahí, que ha llegado la hora de que sepas, te lo has ganado.

»Zimbra es muy antigua, vinieron gentes de muchos sitios: romanos, moros, judíos, cristianos, gitanos. En mi huerto se encontraron sepulturas romanas. Los romanos eran personas astutas y se establecieron aquí, un buen lugar para sus asentamientos, porque es un sitio privilegiado en el trasiego entre Granada y Jaén. También supieron aprovechar y canalizar la cantidad de agua que emana de sus acuíferos, así como la fuerza del sol que sale en estos contornos. Una de las herencias romanas es el olivar y su sistema de riego.

»Muchos años después, llegaron los moros. De las peleas entre estos y los cristianos, han llegado hasta nosotros una serie de leyendas que hablan de seres sobrenaturales, símbolos, fantasías, mitos y supersticiones. A mí me las contó mi padre y a mi padre, el suyo, y así mecidas por el tiempo fueron pasando de unos a otros estas historias que no deben ser olvidadas.

»Porque esta tierra guarda en sus entrañas secretos y un gran tesoro de cuando en estos lugares el resplandor lo ponía un moro de nombre Gallarín, que, junto con sus seguidores, se apropió de muchos territorios de la comarca. Los sucesos, las luchas y las historias se sucedieron y quedaron grabadas en la memoria de las gentes de Sierra Mágina. Gallarín, gerifalte moro, contaba con la amistad del caudillo Almanzor y a menudo recibía su visita en un escondrijo de los alrededores de Zimbra.

»El caudillo Almanzor, que ya intuía su trágico final en una de sus batallas, le propuso esconder en algún lugar los tesoros de los que se había apoderado a lo largo de sus correrías. Los súbditos de más confianza de Gallarín construyeron bajo tierra una serie de cámaras donde Almanzor trasladó sus riquezas: oro, joyas, monturas, espadas y armamento suficiente como para organizar un potente ejército. Asimismo, escondió una gran cantidad de trozos de piedra lisa donde se podía leer el nombre de los moros más valientes que durante siglos habían llegado a estas tierras. El caudillo Almanzor tenía previsto realizar un conjuro para convertir las piedras en sus mejores guerreros.

»Una vez acabado el trabajo y camuflada la entrada a la caverna, Almanzor desconfió de su amigo e ideó una traición que acabó con la muerte de Gallarín y sus hombres. Al cabo del tiempo, Almanzor, el caudillo árabe, encontró la muerte en una de sus batallas y el tesoro quedó oculto y silenciado.

»Y ahora préstame mucha atención, que esto es importante. Verás, he hablado en diversas ocasiones de este asunto con Tomasa y Simeón. Disponen de una especie de legajo donde se indican las señales y la manera de encontrar el tesoro. Según ellos, antes de haber decidido cambiarse de hombre a mujer y de mu­jer a hombre —tampoco convertirse en monstruos ni adefesios, de eso ya hace muchos años—, mantenían buena relación con el obispo de Jaén. Lo solían visitar a menudo obsequiándolo con regalos de categoría. Parece que una vez el obispo, en pago a su amistad, les entregó una copia del testamento del caudillo Almanzor.

»Josefa, nosotros somos de ascendencia mora, igual que Tomasa y Simeón, motivo por el cual podemos dirigirnos a nuestros parientes con plena confianza. Es posible que ellos sí sepan dónde está el tesoro de Almanzor y conozcan los entresijos de la traición que sufrieron Gallarín y sus hombres.

»Mi nieta mayor ha de saber que Zimbra se ha afianzado a base de traiciones, desconfianzas, envidias, odios, venganzas, conquistas, renuncias, gente de aquí y de allá criada con leches muy distintas. A Zimbra la atemperan el olivar, el agua y el sol.

»Tu abuela me dejó viudo muy joven. Tu padre, mi único hijo, no ha vuelto de la guerra. En nuestro pueblo, la guerra ha estado siempre presente de forma solapada, a cubierto, despistando al enemigo; nadie da la cara, el escondite es el juego de más uso. Algunos, tan moros como nosotros, prefieren resguardarse diciendo que vienen de los romanos o de los cristianos. Otra costumbre muy arraigada en Zimbra es que nadie saca a relucir la persecución que sufrieron junto con los moros, los gitanos y los judíos. Zimbra aparenta ser una balsa de aceite bendecida por los Reyes Católicos.

—¿Y quiénes son esos, abuelo?

—A la vuelta de tu padre, si la guerra lo deja, que te lo diga él. Yo soy viejo, me queda poco. Los ratos que echo con Tomasa y Simeón haciendo espantapájaros hablamos de los apellidos de los paisanos de estos andurriales. Estamos rodeados de conversos, gente acoplada, personas que reniegan de sus orígenes. Mal asunto, Josefa. La guerra grande, la de verdad, acabará un día u otro. Todavía no sabemos nada de tu padre. En el instante menos pensado, tu madre recibirá una carta.

»¡Maldita guerra grande! ¿Y las pequeñas guerras de cada día? En Zimbra, las pequeñas guerras nos liquidarán, por eso hay que preservar el huerto. Menos mal que cuento con Tomasa y Simeón, somos de la misma estirpe. Me ayudan a espantar las malas bestias. Confía en ellos, vivimos gracias a su protección.

—Qué bueno, abuelo, eres de los antiguos de Zimbra. ¿Nosotros también?

—Sí, eso es, pertenecemos a un linaje muy antiguo. Por eso, y para que no se pierda, me gustaría que supieras el trajín que me traigo con los espantapájaros de cara lisa, mezclados con los hombres disecados, los que se mueven y llevan paraguas. Todo mantiene ligazón con Tomasa y Simeón. Estoy orgulloso de que tengas tino y seas certera. Creyendo que pronto voy a ir al hoyo, qué mejor que mi nieta sepa los negocios de un viejo en combinación con sus antepasados. Verás, Tomasa y Simeón, al habitar en las cuevas del cementerio, esculcan los nichos y sacan a los muertos, solo a algunos y solo si son hombres. Los llevan a las cuevas, me avisan, y allí, entre los tres, les hacemos una raja desde el cuello hasta el bajo vientre, les sacamos todos los órganos, rellenamos los cuerpos con hojarascas de maísas y les cosemos la raja con agujas de esparto e hilo grueso. Así, tu abuelo dispone de hombres disecados que le cuidan el huerto de los ataques de los pájaros y de los atrevidos a los que les gusta mojar en el aceite de otros. Por qué se mueven, se juntan, fuman matalahúva y abren los paraguas en caso de lluvia, eso habría que preguntárselo a Tomasa y Simeón. Ellos dan la orden y los demás obedecen. Para disimular y aparentar normalidad, también meto monigotes fabricados artesanalmente, espantapájaros normales y corrientes, los que tú llamas cara lisa. El funcionamiento es como las ruedas del carro que no paran de andar.

»A medida que los hombres disecados se descomponen con el paso del tiempo los vamos reponiendo con nuevas remesas. Tomasa, Simeón y yo mismo estamos en contacto si hay necesidad. Es una excelente fórmula para tener el huerto a puro rendimiento, ya que los paisanos se creen que son vigilantes de verdad y no se acercan de puro miedo. Mi huerto, durante los meses de verano, excepto si cae algún chaparrón que arrastre granizo, se mantiene con una producción alta, razón suficiente para que tu abuelo sea motivo de envidias y habladurías. Yo no respondo; oír, ver y callar es mi lema.

—Ah, ahora entiendo por qué eres tan arisco con todo el mundo: no quieres que nadie sepa lo que aquí sucede. No es que seas malo, solo quieres mantener tu secreto a salvo.

—Así es. Pero espera, que el secreto no ha terminado. Ven, vamos a ir a la parte del huerto que roza con el camino que va al cementerio, la linde donde mi abuelo levantó una albarrá que todavía dura. De ahí no pases. Ahondé en la tierra hasta construir una hoyanca. La tengo tapada con troncos y ramajes. En la hoyanca echo los hombres disecados al pudrirse. Las culebras de los montes se ceban en este lugar, un muro de contención para conservar en buen estado la vegetación del huerto.

A las hoyancas con él.

A las hoyancas con él.

Que el que no tiene dinero

requiem can tim pace y amén.

El Clavel y la guerra

El 1 de abril de 1939, el día que oficialmente se dio por finalizada la guerra, la muerte alcanzaba al abuelo el Clavel en su casa a la misma hora en que el cojo de las cabañuelas, un zimbreño orgulloso de su calidad de mutilado de guerra de la zona nacional, arengaba a los paisanos de Zimbra a que salieran de sus casas para celebrar la victoria.

La algarabía de celebración inundaba las calles mientras sus nietos acudían a la llamada del abuelo, quien, sabiéndose cercano al fin, quiso tener con ellos una despedida solemne.

—Hijos míos —se dirigió frágil a los tres—, estoy de los primeros de la lista, la muerte se acerca y antes he querido mantener con vosotros mi última conversación. Nadie va a sentir que me vaya, excepto mis nietos. Por eso, te dejo el encargo a ti, Josefa, al ser la mayor y la continuadora de mis remilgos, de ir a las cuevas del cementerio para avisar a Tomasa y Simeón de que a su pariente el Clavel le queda poco. Les pides que sigan con el negocio de los hombres disecados, que el ayudante se va y que el huerto pasará a mi hijo, tu padre, tanto si vuelve al pueblo como si ha muerto en la guerra. Si la guerra lo ha matado, el huerto lo heredará su esposa, Mía, vuestra madre. Conservar el rendimiento del negocio es muy importante.

»No os preocupéis, Tomasa y Simeón saben que sois mis nietos. Josefa, la primera vez que subas a las cuevas ve sola. Los pequeños, que se queden en casa con Mía. A Manuela y Bernardo, hasta que crezcan un poco más, no les conviene visitar ese lugar. Allí serás bien recibida. Te abrazarán, no hagas amago de sentir miedo. Ellos tienen un aspecto extraño, poco aseado, con cabelleras greñudas y uñas largas. Si muestras quietud, los dos serán amables, no te sobresaltes. Si te ofrecen compota y algún brebaje, acéptalos con cariño.

—Haré lo que me dices, abuelito. Si son tus parientes, tendrán consideración conmigo, soy tu nieta. Pronto seré una mozuelilla. Abuelo, no me gusta ver a los paisanos llegar al pueblo de dar jornales en el campo, me entristece pensar que mi hermano Bernardo, de aquí a unos años tendrá que hacer lo mismo. Creo que el campo no es un buen asunto.

—Atiende, Josefa, Bernardo aún es muy pequeñillo, le falta mucho, pero, al llegar a los dieciocho años, procura que se vaya voluntario a la Legión. Son unos cuarteles que curten, aprenderá lo que es el orden y la jerarquía. Sabrá cómo funcionan las cosas en este mundo. Si le gustara, podría reengancharse y hacerse militar profesional, idéntico itinerario que vuestro padre, mi hijo Francisco. Si después de la temporada que requiere la Legión, cree que no es lo suyo, que pida la salida y volverá a Zimbra hecho un hombre, con carácter fuerte y pudiendo aspirar a otros trasiegos distintos a los del campo; además, sus remos se habrán endurecido como si fueran robles.

—Si usted lo dice —responde Josefa—, le prometo que así lo haré. ¿La Legión me ha dicho? No se me olvidará.

Con la muerte de Paco el Clavel, el huerto pasó a manos de Mía y sus hijos, que también heredaron la casa y un trozo de olivar. Por fin pudieron dejar de vivir apolijados, primero, junto con la prole de Ana, hermana de Mía, y su cuñado José, a recaudo del cortijo La Higuera; más tarde, en un caserón cedido al pueblo para fines sociales por una mujer soltera y adinerada, doña Virtudes Manito Rozas, y que los republicanos de Zimbra acondicionaron como un centro de vida comunitaria.

Protegido por las faldas de su madre y hermanas, Bernardo pasó de niño a zagal con poco apego al huerto, a las olivas y a dar jornales en el campo. Los ensayos y los trasnoches de las serenatas como cantante de la orquestina de Zimbra permitieron al muchacho balancearse en el vaivén mundano del pueblo.

El exceso de protección familiar a veces no facilita la desenvoltura en la calle. Sin embargo, ni a Manuela ni a Josefa se les olvidó el consejo del abuelo en el lecho de muerte: que Bernardo, al cumplir dieciocho años, recalase en la Legión. Las dos hermanas se encargaron de pinchar los recelos de Mía. La madre prefería mantener a su ojo derecho cerca de ella.

La suelta de los locos en los prados

La Fiesta de Mayo en Zimbra, desde tiempos remotos, empezaba con una exhibición caballar en la llanura de Los Prados de las Bestias. Cada año, los criadores de ganado de Sierra Mágina preparaban sus caballos mejor dotados en estampa, trote y estilo para procurar vendérselos en buenas condiciones a los tratantes, quienes a su vez los exponían ante los señoritos de la zona que se daban cita en Zimbra el primer día de su fiesta mayor. Una cita de rango donde la Guardia Civil intervenía en calidad de actor principal.

Los viejos del lugar contaban que esta manera de proceder venía de antiguo y que solo se dejaba de poner en práctica en épocas donde las convulsiones entre amos y jornaleros eran de un enconamiento tal que hacían inviable llevarla a cabo. Criadores, tratantes y amos de la tierra habían de tener la completa seguridad de que el toque de salida de la Fiesta de Mayo en una aldea tan preciada, tanto por su situación geográfica —los muchos nacimientos de agua que daban vida a infinidad de riachuelos y acequias— como por los caminos forestales que conducían desde cualquier rincón de Sierra Mágina hasta Zimbra y facilitaban el acceso a la localidad, debía disponer, además, de la calma social suficiente como para asegurar que la compraventa de caballos se hiciera de manera relajada entre unos y otros.

Desde unos años antes de la Guerra Civil y durante los tres años de la contienda, la exhibición caballar no se llevó a cabo. Las convulsiones y enfrentamientos entre los propietarios de la tierra y los jornaleros, junto con la inestabilidad política de la época, aconsejaron prudencia y Los Prados esperó a ser visitado por sus queridos caballos cuando las circunstancias lo permitieran. No sucedió hasta mayo de 1942, cuando las autoridades políticas de los pueblos de Sierra Mágina, todos ellos falangistas integrados en el Movimiento Nacional, autorizaron de nuevo la celebración.

Los tres hijos de Mía, Josefa, Manuela y Bernardo, conocían de oídas en qué consistía el primer día de la Fiesta de Mayo. En 1937, cuando llegaron a Zimbra, escucharon embelesados, a otros parejos a sus edades, cómo sus abuelos les habían explicado el desarrollo de una jornada donde el caballo aparecía como gran figura y donde Los Prados de las Bestias acogía a unos animales tan bellos y con tanta armonía.

En 1942, cuando los paisanos de Zimbra fueron informados de que la Fiesta de Mayo de ese año recuperaba el encuentro caballar, el jolgorio y entusiasmo de la chiquillería fue de aúpa. Josefa, con catorce años, Manuela con ocho y Bernardo con seis y medio estaban hechos unos ovillos de nervios y contaban los días que faltaban para ver el trajín de los caballos en Los Prados de las Bestias. Lugares amplios, llanuras de tierra en barbecho mezclada con piedrecillas, donde la retama, los chaparros y las amapolas formaban una estampa de un colorido muy a tono con la naturaleza de Zimbra. Unos prados situados en las afueras del pueblo, cerca del camino forestal que se unía a la carretera de Jaén-Granada. Los Prados de las Bestias, unas planicies entre los montes del

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