Rezar por Miguel Ángel (Crónicas del Renacimiento 2)

Christian Gálvez

Fragmento

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1

Florencia, 1573, basílica de la Santa Croce

A Giorgio Vasari,

Si diste con tu pluma o con colores

a Natura su hermana equiparable en tu arte,

y en realidad en parte le achicaste la gloria,

al devolvernos su belleza más acrecentada,

ahora, sin embargo, con labor más valiosa,

te has puesto a escribir con mano sabia,

y así le robas lo único que de su gloria

le resta y te faltaba, al darle vida a los seres.

Rivales tuvo en cualquier siglo con obras

hermosas, mas, al menos, le rendían tributo;

cuando a su final señalado por fuerza llegaban.

Pero hiciste que sus memorias tan perdidas

volviesen cargadas de luz, ellos mismos y tú,

a su pesar, para siempre vueltos a la vida.

MICHELANGELO BUONARROTI

«Padre, he venido a confesarme».

Salvó la amplia explanada que daba acceso a la basílica de la Santa Croce en cuestión de segundos. En aquel lugar desde el año 1530 de Nuestro Señor se celebraba cada temporada el Calcio Storico y, poco a poco, se iba convirtiendo en una zona mercantil y artesanal. Giorgio Vasari, celebérrimo arquitecto, pintor y escritor de las vidas de los artistas más importantes de su tiempo, se dispuso a entrar por una de las puertas laterales de la fachada principal de la basílica, que, con su rústico frontispicio, plantaba cara al palacio Cocchi-Serristori desde hacía casi un siglo. El camino lo conocía bastante bien, pues él mismo había dirigido la reforma del edificio no hacía mucho tiempo. «Algo radicales», pensaban algunos sobre los cambios efectuados. Él se defendía amparándose en los dictámenes de la contrarreforma, una respuesta tanto religiosa como arquitectónicamente necesaria frente a las herejías de Martín Lutero y sus seguidores.

Florencia no era la misma ciudad de antaño. Si bien es verdad que los Medici habían recuperado el poder y solo cuatro años atrás se habían convertido en Grandes Duques de la Toscana, lejos quedaba ya en el tiempo la época de los mayúsculos mecenazgos y de la glorificación del arte y de los valores humanistas. Cosimo I de’ Medici intentó devolver el honor perdido a la familia mediante expansiones territoriales, la creación de rutilantes jardines y el apoyo a algunos artistas y virtuosos como el mismísimo Giorgio Vasari. Gracias al Medici, Vasari había construido el palacio de los Uffizi y su corredor, así como la Lonja del Pescado, además de restaurar el interior del palacio de la Signoria, la iglesia de Santa Maria Novella y la basílica donde se encontraba en ese momento. Pero, a diferencia de Lorenzo de’ Medici el Magnífico, Cosimo I de’ Medici cambió el concepto del «porqué» del arte. Este ya no se creaba para la comunidad florentina, sino para obedecer a una orden que normalmente servía para afianzar la política del líder. El interés de este último por temas delicados como la alquimia y el esoterismo le granjearon enemistades, pero su fin anímico llegó con la pérdida de su mujer y dos de sus hijos. Corrían rumores de abdicación, y eso siempre significaba inestabilidad.

Nada más entrar en la iglesia franciscana más grande de todo territorio conocido, la piel se le erizó una vez más. No importaba cuántas veces accediera a la basílica. Siempre, al entrar por la misma puerta, hacía una pausa frente al lugar del reposo eterno del Divino. Michelangelo Buonarroti yacía frente a él imperecedero. Vasari se había encargado del diseño del pequeño panteón, y aunque había sido rematado con obras de Battista Lorenzi y Battista Naldini, la creación era suya. En su tumba de mármol descansaba el mayor artista que había pisado nunca la faz de la tierra, y un simple y humilde pintor aretino, pues así se veía a él mismo, se había encargado de esbozar su sepulcro y de redactar su biografía.

Para su desgracia, no era el único en gozar de semejante honor. Ascanio Condivi, uno de los discípulos más carismáticos del Divino, había publicado veinte años atrás las hazañas del maestro, y no eran pocos los que consideraban esta obra como oficial, tildando la biografía de Vasari de «cuento recogido de la tradición oral».

Daba igual lo que los demás dijeran de él, de su obra. Sabía que tenía un asunto pendiente. No con el artista de Caprese, sino consigo mismo. Su vida, como la de su admirado Buonarroti, llegaba a su fin. Lo sentía. Todo estaba dispuesto para descansar en Santa Maria della Pieve, en su tierra natal de Arezzo. Pero aún tenía una obra que llevar a cabo. Nada de pigmentos, nada de estructuras; esta vez se trataba de una obra espiritual. Quería hacerlo allí, en la Santa Croce, como un último respeto frente al Divino. Había de hacerlo si no quería arder en el fuego del averno para el resto de la eternidad.

Dio un paso al frente y posó la mano sobre la piedra fría. Dejó que sus dedos se deslizaran sobre la superficie y le dedicó unos pensamientos.

Reinició el rumbo y encaró la diagonal de la planta, no sin antes dirigir una última mirada al flanco derecho de la nave. Otro grande, posiblemente tan maltratado por su carácter como malinterpretado por su obra, observaba desde allí el paso del tiempo, como el ídolo anterior. Se trataba de Niccolò Machiavelli, que tenía también reservado su sitio de honor en la basílica, sin que aquello fuera suficiente para que las voces venideras terminaran de honrarle justamente. «Si hubiera sido pintor —pensaba Giorgio Vasari—, hubiera manuscrito su crónica».

Giorgio Vasari, criticaban algunos, tenía tendencia a hiperbolizar todo cuanto pudiera sobre sus coetáneos artistas, aunque bien es verdad, vituperaban otros, que en la mayoría de los casos se limitaba a recoger la tradición oral y a adornarla a su antojo, como homenaje al patrimonio cultural de la época. Pero él nunca lo admitiría.

Al fondo, en el colofón de la sobria estructura compuesta de tres naves jalonadas con ágiles pilares octogonales de piedra recia, la capilla mayor se inundaba de la majestuosidad del Crucifijo, obra del casi desconocido Maestro del Figline. El suculento pan de oro daba un brillo celestial a toda la estancia, pues potenciaba ligeramente el reflejo de los escasos y tímidos rayos de sol que se colaban a través de las ventanas superiores. Era imposible no dejarse atrapar durante un momento por su belleza.

Al salir de su abstracción, la mirada de Vasari viró a su izquierda, y fue a encontrarse con la Piedad de Agnolo Bronzino, quien después de fundar la Accademia delle Arti del Disegno había participado personalmente en las exequias del gran Michelangelo años atrás. Cerca, descansaban los restos de Francesco de Pazzi, salvados in extremis a orillas del Arno después de la venganza que tomaron los florentinos ante el atentado contra los Medici hacía casi un siglo ya. Conocía palmo a palmo la basílica. Cada columna, cada monumento fúnebre, cada obra de arte, cada confesionario. Estos últimos no disfrutaban de un amplio recorrido, ya que habían sido

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