Bajo un cielo escarlata

Mark Sullivan

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

A primeros de febrero del año 2006, yo tenía cuarenta y siete años y me encontraba en el peor momento de mi vida.

Mi hermano menor, que también era mi mejor amigo, había muerto alcoholizado el verano anterior. Yo había escrito una novela que no le gustaba a nadie, estaba envuelto en un litigio empresarial y me encontraba a punto de la quiebra personal.

Iba solo en el coche por una autopista de Montana al anochecer, me puse a pensar en mis pólizas de seguros y me di cuenta de que, para mi familia, valía mucho más muerto que vivo. Consideré la idea de estrellarme contra un contrafuerte de la autopista. Estaba nevando y había poca luz. Nadie pensaría que había sido un suicidio.

Pero entonces, imaginé a mi esposa y a mis hijos en medio de la nieve que se arremolinaba y cambié de idea. Cuando salí de la autopista, estaba temblando de forma incontrolada. A punto de una crisis nerviosa, incliné la cabeza y supliqué a Dios y al universo que me ayudaran. Recé para que surgiera una historia, algo que fuese más grande que yo, un proyecto en el que me pudiera sumergir.

Resulte creíble o no, esa misma noche, durante una cena en Bozeman, Montana —allí tenía que ser—, escuché fragmentos de una historia extraordinaria jamás contada sobre la Segunda Guerra Mundial cuyo héroe fue un chico italiano de diecisiete años.

Mi primera reacción fue que aquel relato de la vida de Pino Lella durante los últimos veintitrés meses de la guerra no podía ser cierto. Habríamos tenido noticia de él antes. Pero entonces supe que Pino seguía vivo unas seis décadas después y que había regresado a Italia tras pasar casi treinta años en Beverly Hills y en Mammoth Lakes, California.

Le telefoneé. Al principio, el señor Lella se mostró reacio a hablar conmigo. Decía que no era ningún héroe, sino más bien un cobarde, lo que aumentó mi curiosidad. Por fin, después de varias llamadas más, aceptó reunirse conmigo si yo iba a Italia.

Fui a Italia y pasé tres semanas con él en una vieja villa de la ciudad de Lesa, a orillas del lago Maggiore, al norte de Milán. En aquel entonces, Pino tenía setenta y nueve años pero era grande, fuerte, encantador, divertido y, a menudo, evasivo. Pasé horas escuchándole mientras rememoraba su pasado.

Algunos de los recuerdos de Pino eran tan vívidos que cobraron vida ante mí. Otros eran más confusos y tuve que aportarles claridad a través de repetidos interrogatorios. Claramente, él evitaba ciertos sucesos y personajes y había otros de los que parecía que incluso le daba miedo hablar. Cuando insistí al anciano para que evocara aquella época tan dolorosa, él me relató algunas tragedias que hicieron que los dos termináramos llorando.

Durante aquel primer viaje, hablé también con historiadores del Holocausto en Milán y entrevisté a sacerdotes católicos y miembros de la resistencia partisana. Visité con Pino los escenarios más importantes. Esquié y escalé en los Alpes para conocer mejor las rutas de escape. Sostuve al anciano cuando se vino abajo por la pena en el Piazzale Loreto y vi cómo la angustia de su pérdida le invadía por las calles que rodean el Castello Sforzesco. Me enseñó el último lugar donde vio a Benito Mussolini. En la gran catedral de Milán, el Duomo, vi cómo su mano temblorosa encendía una vela por los muertos y los mártires.

Durante todo ese proceso, escuché a un hombre que volvía la mirada hacia dos años de su extraordinaria vida, cómo creció hasta los diecisiete años y se volvió viejo a los dieciocho, sus altibajos, sus dificultades y sus triunfos, el amor y el desamor. Mis problemas personales, mi vida en general, parecían pequeños e insignificantes comparados con lo que él había sufrido a una edad increíblemente temprana. Y su visión de los dramas de la vida me proporcionó una nueva perspectiva. Empecé a sanar y Pino y yo nos hicimos amigos enseguida. Cuando volví a casa, me sentía mejor de lo que me había sentido desde hacía años.

Después de aquel viaje vinieron cuatro más durante la siguiente década, lo cual me permitió hacer una investigación sobre el relato de Pino mientras escribía otros libros. Consulté con trabajadores del Yad Vashem, el principal centro conmemorativo y de estudio de Israel dedicado al Holocausto, y con historiadores de Italia, Alemania y Estados Unidos. Pasé varias semanas en archivos de guerra de estos tres países y del Reino Unido.

Entrevisté a los testigos que habían sobrevivido —al menos, a los que pude encontrar— para que corroboraran varios de los sucesos que aparecían en el relato de Pino, así como a descendientes y amigos de los que habían muerto tiempo atrás, incluida Ingrid Bruck, la hija del misterioso general nazi que complica el meollo de esta historia.

En los puntos en que me ha sido posible, me he ceñido a los hechos recopilados en aquellos archivos, entrevistas y testimonios. Pero me di cuenta enseguida de que debido a la quema generalizada de documentos nazis cuando la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin, el rastro documental concerniente al pasado de Pino estaba, como poco, desperdigado.

También me encontré con el obstáculo de una especie de amnesia colectiva en lo concerniente a asuntos relacionados con Italia y los italianos después de la guerra. Se habían escrito montones de libros sobre el día D, las campañas de los aliados en Europa occidental y el ahínco de varias almas valerosas que pusieron sus vidas en peligro por salvar a judíos en otros países europeos. Pero la ocupación nazi de Italia y la ruta clandestina católica, creada para salvar a los judíos italianos, han recibido escasa atención. Unos sesenta mil soldados aliados murieron luchando por liberar Italia. Aproximadamente ciento cuarenta mil italianos murieron durante la ocupación nazi. Y, aun así, se ha escrito tan poco sobre la batalla por salvar Italia que los historiadores han llegado a llamarlo el «Frente olvidado».

Gran parte de esa amnesia se debió a los italianos que sobrevivieron. Como me contó un antiguo partisano: «Seguíamos siendo jóvenes y queríamos olvidar. Queríamos dejar atrás las cosas tan terribles que habíamos sufrido. Nadie habla en Italia de la Segunda Guerra Mundial y, así, nadie recuerda».

A causa de la quema de documentos, la amnesia colectiva y el hecho de que, cuando yo tuve noticia de esta historia, habían muerto tantos personajes, me he visto obligado en algunos momentos a reconstruir escenas y diálogos basándome solamente en el recuerdo de Pino varias décadas después, las escasas pruebas físicas que quedan y mi imaginación alimentada por mis investigaciones y mis fundadas sospechas. En ciertos casos, también he mezclado o condensado sucesos y personajes por el bien de la coherencia narrativa y he dramatizado por completo incidentes que se me han descrito de forma mucho más truncada.

Por consiguiente, la historia que está a punto de leer no es una obra narrativa de no ficción, sino una novela de ficción biográfica e histórica que se atiene bastante a lo que le ocurrió a Pino Lella entre los meses de junio de 1943 y mayo de 1945.

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PRIMERA PARTE

 

 

 

 

Que nadie duerma

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1

 

 

 

 

9 de junio de 1943

Milán, Italia

 

 

Como todos los faraones, emperadores y tiranos que le precedieron, Il Duce había visto cómo su imperio ascendía solo para empezar a resquebrajarse después. De hecho, esa tarde de finales de la primavera, el poder se escurría de las manos de Benito Mussolini como la dicha del corazón de una joven viuda.

Los maltrechos ejércitos del dictador fascista se habían retirado del norte de África. Las fuerzas aliadas estaban preparadas junto a Sicilia. Y cada día Adolf Hitler enviaba más tropas y suministros al sur para fortalecer la bota de Italia.

Pino Lella sabía todo esto por los informes de la BBC que escuchaba cada noche en su radio de onda corta. Había visto con sus propios ojos el aumento de la presencia de nazis allá donde iba. Pero mientras caminaba por las calles medievales de Milán, Pino no era consciente de las fuerzas en pugna que se precipitaban en su dirección. La Segunda Guerra Mundial no era más que una emisión de noticias que oía y desaparecían al rato de su mente, sustituidas por los pensamientos sobre sus tres temas preferidos: las chicas, la música y la comida.

Al fin y al cabo, solo tenía diecisiete años, medía un metro ochenta y cinco, pesaba setenta y cinco kilos y era larguirucho y desgarbado, con manos y pies grandes, un pelo que se negaba a ser domesticado y suficiente acné y torpeza como para que ninguna de las chicas a las que había querido llevar al cine hubiese aceptado acompañarle. Y, sin embargo, tal era su carácter que Pino permanecía inmutable.

Caminaba tranquilamente con sus amigos hacia la piazza que había delante del Duomo, la Basílica de Santa Maria Nascente, la gran catedral gótica situada en el mismo centro de Milán.

—Hoy voy a conocer a una chica guapa —dijo Pino levantando el dedo hacia el amenazante cielo escarlata—. Y vamos a vivir un amor loco y trágico y enfrascarnos cada día y a todas horas en magníficas aventuras entre música, comida, vino y romance.

—Vives en un mundo de fantasía —contestó Carletto Beltramini, su mejor amigo.

—No es verdad —repuso Pino.

—Desde luego que sí —intervino Mimo, el hermano de Pino, que era dos años más joven—. Te enamoras de cada chica guapa que ves.

—Pero ninguna de ellas le corresponde —añadió Carletto, un muchacho de cara redonda y cuerpo delgado y mucho más bajito que Pino.

—Es verdad —dijo Mimo, que era aún más bajito.

Pino respondió con desdén a los dos.

—Está claro que no sois románticos.

—¿Qué está pasando allí? —preguntó Carletto señalando a un grupo de obreros que trabajaban en la fachada del Duomo.

Algunos colocaban tablas de madera en los huecos donde antes estaban las vidrieras de la catedral. Otros trasladaban sacos de arena desde los camiones a un muro cada vez más grande alrededor de la base de la catedral. Y otros más levantaban focos bajo la atenta mirada de un grupo de sacerdotes que permanecían de pie junto a la doble puerta central de la catedral.

—Voy a averiguarlo —dijo Pino.

—No antes que yo —respondió su hermano pequeño, que salió disparado en dirección a los obreros.

—Con Mimo todo es una competición —observó Carletto—. Tiene que aprender a tranquilizarse.

Pino se rio y contestó mirando hacia atrás:

—Si averiguas cómo se hace, díselo a mi madre.

Tras rodear a los obreros, Pino fue directo a los sacerdotes y tocó a uno de ellos en el hombro.

—Disculpe, padre.

El clérigo, de veintitantos años, era tan alto como Pino, pero más grueso. Se giró, miró al adolescente de abajo arriba —advirtiendo sus zapatos nuevos, sus pantalones de lino gris, su camisa blanca inmaculada y la corbata verde que su madre le había regalado por su cumpleaños— y, a continuación, miró fijamente a Pino a los ojos, como si pudiese ver el interior de su cabeza y conocer sus pecaminosos pensamientos de juventud.

—Soy seminarista. No estoy ordenado. No llevo alzacuellos.

—Ah, sí, lo siento —respondió Pino intimidado—. Solo queríamos saber por qué están colocando esos focos.

Antes de que el joven seminarista pudiese responder, una mano huesuda apareció en su codo derecho. Se apartó y vio a un sacerdote bajito y delgado de unos cincuenta años que llevaba una túnica blanca y un solideo rojo. Pino le reconoció al instante y sintió que el estómago se le revolvía mientras caía sobre una rodilla ante el cardenal de Milán.

—Mi señor cardenal —dijo Pino con la cabeza agachada.

El seminarista le corrigió con severidad.

—Dirígete a él como «Su Eminencia».

Pino levantó la mirada, confundido.

—Mi institutriz británica me enseñó que tenía que decir «mi señor cardenal» si alguna vez conocía a un cardenal.

El rostro serio del joven adquirió una expresión pétrea, pero el cardenal Ildefonso Schuster se rio suavemente.

—Creo que tiene razón, Barbareschi. En Inglaterra se me saludaría como «señor cardenal».

El cardenal Schuster era tan famoso como poderoso en Milán. Como cabeza de la Iglesia católica del norte de Italia y hombre con influencia sobre el papa Pío XII, el cardenal solía aparecer en los periódicos con frecuencia. Pino pensó que la expresión de Schuster era lo que más llamaba la atención de él. Su cara sonriente reflejaba bondad, pero en sus ojos asomaba la amenaza de la condena.

—Estamos en Milán, Su Eminencia, no en Londres —repuso el seminarista, claramente ofendido.

—No importa —dijo Schuster. Colocó la mano sobre el hombro de Pino y le ordenó que se levantara—. ¿Cómo te llamas, joven?

—Pino Lella.

—¿Pino?

—Mi madre me llamaba Giuseppino —le explicó mientras trataba de ponerse de pie—. Y me quedé con lo de Pino.

El cardenal Schuster levantó la mirada para contemplar a aquel «Pequeño José» y se rio.

—Pino Lella. Un nombre que habrá que recordar.

El hecho de que alguien como el cardenal dijera una cosa así confundió a Pino.

—Yo le conocí en otra ocasión, mi señor cardenal —soltó Pino tras el posterior silencio.

Eso sorprendió a Schuster.

—¿Dónde fue?

—En Casa Alpina, el campamento del padre Re en lo alto de Madesimo. Hace años.

El cardenal Schuster sonrió.

—Recuerdo esa visita. Le dije al padre Re que era el único sacerdote de Italia con una catedral más majestuosa que el Duomo y San Pedro. El joven Barbareschi, aquí presente, va a trabajar con el padre Re la semana que viene.

—Le gustará. Y también Casa Alpina —dijo Pino—. La subida hasta allí es muy buena.

Barbareschi sonrió.

Pino inclinó la cabeza, inseguro, y se dispuso a retirarse, lo que pareció divertir al cardenal Schuster aún más.

—Creía que estabas interesado en los focos.

Pino se detuvo.

—Sí.

—Ha sido idea mía —explicó Schuster—. Esta noche empiezan los apagones. A partir de ahora, solo estará iluminado el Duomo. Rezo para que los pilotos de los bombarderos lo vean y se queden tan asombrados por su belleza que decidan respetarlo. Esta magnífica iglesia tardó casi quinientos años en construirse. Sería una tragedia verla desaparecer en una noche.

Pino levantó la vista hacia la elaborada fachada de la enorme catedral. Construida con mármol de Candoglia de claro color rosado, con montones de capiteles, balcones y pináculos, el Duomo parecía tan esmerilado, espléndido y fantasmal como los Alpes en invierno. A él le encantaba ir a esquiar y escalar a las montañas casi tanto como la música y las chicas y la visión de aquella iglesia siempre le transportaba a las altas cumbres.

Pero ahora el cardenal pensaba que la catedral y Milán corrían peligro. Por primera vez, la posibilidad de un ataque aéreo le parecía a Pino algo real.

—Entonces, ¿nos van a bombardear?

—Rezo para que no ocurra —contestó el cardenal Schuster—. Pero los prudentes siempre tienen que estar preparados para lo peor. Adiós, y que tu fe en Dios te mantenga a salvo durante los días venideros, Pino.

 

 

El cardenal de Milán se alejó y dejó a Pino con una sensación de asombro cuando volvió con Carletto y Mimo, cada uno de los cuales parecía atónito por igual.

—Ese era el cardenal Schuster —dijo Carletto.

—Lo sé —contestó Pino.

—Has estado hablando con él mucho rato.

—Ah, ¿sí?

—Sí —contestó su hermano pequeño—. ¿Qué te ha dicho?

—Que recordaría mi nombre y que los focos son para que los bombarderos no destruyan la catedral.

—¿Ves? —le dijo Mimo a Carletto—. Te lo he dicho.

Carletto miró a Pino con recelo.

—¿Y por qué iba a recordar tu nombre el cardenal Schuster?

Pino se encogió de hombros.

—Puede que le haya gustado cómo suena. «Pino Lella».

Mimo soltó un bufido.

—Sí que vives en un mundo de fantasía.

Oyeron truenos cuando salieron de la Piazza del Duomo, cruzaron la calle y continuaron bajo la gran arcada hacia el interior de la Galería, el primer centro comercial cubierto del mundo, dos pasillos anchos que se cruzan con tiendas a ambos lados normalmente cubiertos con una cúpula de hierro y cristal. Ese día, cuando los tres muchachos entraron, las placas de cristal ya habían sido retiradas, dejando solamente la estructura, que proyectaba una red de sombras rectangulares por toda la galería.

A medida que se acercaban los truenos, Pino vio preocupación en muchos rostros de las calles de la Galería, pero él no compartía su inquietud. Los truenos eran truenos, no bombas explotando.

—¿Flores? —gritó una mujer con un carro de rosas recién cortadas—. ¿Para la novia?

—Cuando la encuentre, volveré —respondió Pino.

—Quizá tenga que esperar varios años para que eso ocurra, signora —dijo Mimo.

Pino intentó dar un puñetazo a su hermano pequeño. Mimo lo esquivó y se apartó, saliendo de la Galería para aparecer en una piazza adornada con una estatua de Leonardo da Vinci. Detrás de la estatua, al otro lado de la calle y de las vías del tranvía, las puertas del Teatro alla Scala estaban abiertas de par en par para airear el famoso edificio de la ópera. En el aire flotaban los sonidos de las cuerdas de violines y violonchelos afinándose y de un tenor que ensayaba interpretando escalas.

Pino siguió con su cacería pero, entonces, vio a una hermosa chica, pelo negro, piel lechosa y llamativos ojos oscuros. Atravesaba la piazza en dirección a la Galería. Él se detuvo en seco y se quedó mirándola. Inundado por el deseo, fue incapaz de hablar.

—Creo que he caído presa del amor —dijo Pino después de que ella pasara.

—Lo que vas es a caer de bruces —contestó Carletto, que le había alcanzado por detrás.

Mimo volvió a donde estaban ellos.

—Acaban de decir que los aliados llegarán aquí para Navidad.

—Yo quiero que los americanos vengan a Milán antes de eso —dijo Carletto.

—Yo también —convino Pino—. ¡Más jazz y menos ópera!

Tras echar a correr, saltó por encima de un banco vacío hasta una barandilla metálica curva que protegía la estatua de Da Vinci. Se deslizó por la suave superficie durante un tramo corto antes de saltar al otro lado y aterrizar como un gato.

Para no ser menos, Mimo trató de hacer lo mismo, pero cayó al suelo delante de una mujer rechoncha de pelo oscuro con un vestido estampado de flores. Parecía estar entre los treinta y muchos o cuarenta y pocos años. Llevaba una funda de violín y un ancho sombrero de paja azul para protegerse del sol.

 

 

La mujer se sobresaltó tanto que casi dejó caer su funda del violín. La apretó contra su pecho con rabia mientras Mimo gemía y se sujetaba las costillas.

—¡Esta es la Piazza della Scala! —le reprendió ella—. ¡La que homenajea al gran Leonardo! ¿Es que no tienes ningún respeto? Vete con tus juegos infantiles a otro sitio.

—¿Cree que somos niños pequeños? —preguntó Mimo a la vez que hinchaba el pecho—. ¿Unos críos?

La mujer dirigió la mirada más allá de Mimo antes de contestar.

—Niños pequeños que no entienden los juegos que de verdad se juegan a su alrededor.

Habían empezado a formarse unas nubes oscuras que atenuaron la luz del lugar. Pino se giró y vio un gran coche oficial Daimler-Benz que avanzaba por la calle que separaba la piazza del edificio de la ópera. Unos rojos banderines nazis se agitaban sobre cada guardabarros. En la antena de la radio aleteaba un banderín de general. Pino vio la silueta del militar sentado completamente erguido en el asiento de atrás. Por alguna razón, aquella imagen le produjo escalofríos.

Cuando Pino se dio la vuelta, la violinista ya se estaba alejando, con la cabeza alta en actitud desafiante mientras cruzaba la calle tras el coche oficial nazi antes de entrar en la ópera.

Cuando los muchachos emprendieron su marcha, Mimo cojeaba a la vez que se frotaba la cadera derecha y se quejaba. Pero Pino apenas le escuchaba. Una mujer de cabello rubio tostado y ojos de color azul pizarra caminaba por la acera en dirección a ellos. Supuso que tendría poco más de veinte años. Tenía una hermosa constitución, con una nariz discreta, pómulos altos y labios que se curvaban de forma natural para formar una agradable sonrisa. Esbelta y de estatura mediana, llevaba un vestido de verano amarillo y una bolsa de la compra de lona. Abandonó la acera y entró en una panadería que había justo delante.

—Me he vuelto a enamorar —dijo Pino con las dos manos sobre el corazón—. ¿La habéis visto?

—¿No te cansas? —protestó Carletto con un bufido.

—Jamás —respondió Pino, antes de correr hasta el escaparate de la panadería y mirar al interior.

La mujer estaba metiendo barras de pan en la bolsa. Él vio que no llevaba anillo en la mano izquierda, así que esperó a que pagara y saliera.

Cuando lo hizo, le cortó el paso y se llevó una mano al corazón.

—Lo siento, signorina. Me he quedado abrumado por su belleza y tenía que conocerla.

—Lo que hay que oír —se mofó ella mientras le rodeaba y seguía caminando.

Al pasar por su lado, Pino olió el aroma a mujer y jazmín. Era embriagador, distinto a nada que hubiese olido antes.

Salió corriendo tras ella.

—Es verdad. Veo a muchas señoras guapas, signorina. Vivo en el barrio de la moda, en San Babila. Muchas modelos.

Ella le miró de reojo.

—San Babila es una buena zona para vivir.

—Mis padres son los dueños de Le Borsette di Lella, la tienda de bolsos. ¿La conoce?

—Mi…, mi señora compró un bolso allí justo la semana pasada.

—¿Sí? —dijo Pino, encantado—. Entonces, sabe que vengo de una familia respetable. ¿Le gustaría ir conmigo al cine esta noche? Están poniendo Bailando nace el amor. Fred Astaire. Rita Hayworth. Bailes. Canciones. Muy elegante. Como usted, signorina.

Ella giró por fin la cabeza para mirarle con aquellos ojos penetrantes.

—¿Qué edad tienes?

—Casi dieciocho años.

Ella se rio.

—Eres un poco joven para mí.

—No es más que una película. Iremos como amigos. No soy muy joven para eso, ¿no?

Ella no contestó y se limitó a seguir caminando.

—¿Sí? ¿No? —insistió Pino.

—Esta noche habrá un apagón.

—Aún habrá luz cuando empiece la película y, después, yo la acompañaré para que llegue a casa sana y salva —la tranquilizó Pino—. Por la noche tengo la visión de un gato.

Ella no dijo nada mientras avanzaba varios pasos y los ánimos de Pino se vinieron abajo.

—¿Dónde ponen la película? —preguntó al fin.

Pino le dio la dirección.

—Nos vemos allí, ¿de acuerdo? A las siete y media junto a la taquilla.

—Pareces divertido y la vida es corta. ¿Por qué no?

Pino sonrió y se llevó la mano al pecho antes de hablar.

—Hasta luego.

Se quedó mirando cómo se alejaba con una sensación de triunfo y emoción hasta que se dio cuenta de algo cuando ella se giró para esperar al siguiente tranvía y le miró divertida.

—Signorina, perdone —le gritó—. Pero ¿cómo se llama?

—Anna —respondió ella.

—¡Yo soy Pino! —gritó él—. ¡Pino Lella!

El tranvía se detuvo con un chirrido por encima de su voz y le impidió seguir viéndola. Cuando el tranvía continuó su camino, Anna había desaparecido.

—No va a ir —comentó Mimo, que se había apresurado tras ellos—. Solo lo ha dicho para que no continuaras persiguiéndola.

—Por supuesto que va a ir —replicó Pino antes de mirar a Carletto, que también les había seguido—. Lo habéis visto en sus ojos, en los ojos de Anna, ¿verdad?

Antes de que su hermano y su amigo pudiesen responder, hubo un relámpago y empezaron a caer las primeras gotas, cada vez más gruesas y pesadas. Echaron todos a correr.

—¡Yo me voy a casa! —gritó Carletto, desviándose.

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2

 

 

 

 

El cielo abrió sus compuertas. Empezó a diluviar. Pino siguió a Mimo, corriendo a toda velocidad hacia el distrito de la moda, empapándose pero sin que le importara. Anna iba a ir al cine con él. Había dicho que sí. Eso casi le hacía delirar.

Los dos hermanos estaban empapados y se oía el estallido de los relámpagos cuando entraron en Valigeria Albanese —Maletas Albanese—, la tienda y fábrica que tenía su tío en un edificio de color ladrillo en el número 7 de Via Pietro Verri.

Goteando, los chicos se adentraron en la larga y estrecha tienda, que los envolvió con un fuerte olor a cuero nuevo. Los estantes estaban llenos de elegantes maletines, bolsos y carteras, maletas y baúles. En las vitrinas de cristal se mostraban monederos de piel cosida y preciosas pitilleras y carpetas labradas. Había dos clientes en la tienda, una anciana cerca de la puerta y, tras ella, en el otro extremo, un oficial nazi con uniforme negro y gris.

Pino se quedó mirándole, pero oyó que hablaba la mujer.

—¿Cuál, Albert?

—La que prefiera usted —dijo el hombre que la atendía al otro lado del mostrador. Grande, fornido y con bigote, llevaba un bonito traje gris, una camisa blanca almidonada y una alegre pajarita azul de lunares.

—Es que me gustan las dos —se quejó su clienta.

—¡Entonces, compre las dos! —dijo él acariciándose el bigote y riendo entre dientes.

Ella vacilaba, también conteniendo una risita.

—¡Pues puede que sí!

—¡Estupendo! ¡Estupendo! —exclamó él frotándose las manos—. Greta, ¿me traes unas cajas para esta espléndida señora de gusto tan impecable?

—Estoy ocupada ahora, Albert —contestó Greta, la tía austriaca de Pino, que estaba atendiendo al nazi. Era una mujer alta y delgada con el pelo corto y castaño y una sonrisa agradable. El alemán estaba fumando mientras examinaba una pitillera de piel.

—Yo te traigo las cajas, tío Albert —se ofreció Pino.

El tío Albert le echó una mirada.

—Sécate antes de tocarlas.

Con el pensamiento puesto en Anna, Pino fue hacia la puerta del taller que estaba detrás de su tía y el alemán. El oficial se giró para mirarle cuando pasaba, dejando ver unas hojas de roble sobre sus solapas que indicaban que era coronel. El frontal plano de su gorra de oficial lucía un Totenkopf, un pequeño emblema formado por una calavera y unos huesos bajo un águila que agarraba una esvástica. Pino sabía que era un Geheime Staatspolizei de la Gestapo, un oficial de alto rango de la policía secreta de Hitler. De altura y corpulencia mediana, con nariz fina y labios tristes, el nazi tenía unos ojos oscuros que no revelaban nada.

Nervioso, Pino atravesó la puerta y entró en el taller, un espacio mucho más grande con techo más alto. Varias costureras y marroquineras apartaban sus labores de ese día. Vio unos trapos y se secó las manos. A continuación, cogió dos cajas de cartón marcadas con el logotipo Albanese y se dispuso a regresar a la tienda, mientras volvía a dirigir alegremente sus pensamientos a Anna.

Era guapa y mayor y…

Vaciló antes de abrir la puerta. El coronel de la Gestapo estaba saliendo en ese momento bajo la lluvia. La tía de Pino permanecía junto a la puerta, viendo cómo se marchaba el coronel y asintiendo con la cabeza.

Pino se sintió mejor en el momento en que ella cerró la puerta.

Ayudó a su tío a empaquetar las dos carteras. Cuando la última clienta se marchó, el tío Albert le dijo a Mimo que echara la llave a la puerta de la calle y colocara el cartel de «Cerrado» en el escaparate.

Cuando Mimo lo hubo hecho, el tío Albert habló.

—¿Te ha dicho su nombre?

—Standartenführer Walter Rauff —contestó la tía Greta—. El nuevo jefe de la Gestapo en el norte de Italia. Ha venido de Túnez. Tullio le está vigilando.

—¿Ha vuelto Tullio? —preguntó Pino, sorprendido y contento. Tullio Galimberti era cinco años mayor que él, su ídolo, y un íntimo amigo de la familia.

—Ayer —respondió el tío Albert.

—Rauff ha dicho que la Gestapo va a ocupar el hotel Regina —dijo tía Greta.

—¿A quién pertenece Italia? ¿A Mussolini o a Hitler? —refunfuñó su marido.

—No importa —dijo Pino, tratando de convencerse a sí mismo—. La guerra habrá terminado pronto y vendrán los americanos. ¡Y habrá jazz por todas partes!

El tío Albert negó con la cabeza.

—Eso depende de los alemanes y del Duce.

—¿Has visto la hora, Pino? Vuestra madre os esperaba a los dos en casa hace una hora para que la ayudarais a preparar su fiesta.

Pino sintió un nudo en el estómago. No era bueno decepcionar a su madre.

—¿Os veo luego? —preguntó Pino con Mimo siguiéndole detrás.

—No pensamos perdérnoslo —respondió el tío Albert.

 

 

Cuando los muchachos llegaron al número 3 de Via Monte Napoleone, la tienda de bolsos de sus padres, Le Borsette di Lella, estaba cerrada. Al pensar en su madre, Pino sintió temor. Esperaba que su padre estuviese en casa para controlar a aquel huracán humano. Unos olores deliciosos les envolvieron mientras subían las escaleras: cordero y ajos cociendo a fuego lento, perejil recién cortado y pan caliente del horno.

Abrieron la puerta del lujoso piso de la familia, que bullía de actividad. La criada de siempre y una asistenta temporal se movían por el comedor colocando la cristalería, los cubiertos y la porcelana para el bufé. En la sala de estar, un hombre alto, delgado y de hombros encorvados situado de espaldas al recibidor sostenía un violín y un arco y tocaba una pieza que Pino no reconoció. El hombre falló en una nota y se detuvo, negando con la cabeza.

—¿Papá? —dijo Pino en voz baja—. ¿Estamos en apuros?

Michele Lella bajó el violín y se giró y, a continuación, se mordió el interior de las mejillas. Antes de que pudiera responder, una niña de seis años llegó corriendo por el pasillo desde la cocina. Cicci, la hermana pequeña de Pino, se detuvo delante de él.

—¿Dónde has estado, Pino? No tienes a mamá muy contenta. Ni tú tampoco, Mimo.

Pino no le hizo caso y centró su atención en la locomotora con delantal que salía resoplando de la cocina. Habría jurado que veía humo saliendo por las orejas de su madre. Porzia Lella era al menos treinta centímetros más bajita que su hijo mayor y, por lo menos, veinte kilos más delgada. Pero fue hacia Pino, se quitó las gafas y las agitó delante de él.

—Te pedí que estuvierais en casa a las cuatro y son las cinco y cuarto —dijo—. Actúas como un niño. Puedo fiarme más de tu hermana.

Cicci levantó el mentón y asintió.

Por un momento, Pino no supo qué decir. Pero, entonces, se le ocurrió adoptar una mirada de tristeza y se echó hacia delante agarrándose el vientre.

—Lo siento, mamá —dijo—. He comido algo en la calle y me ha sentado mal. Y, luego, nos ha sorprendido la tormenta y hemos tenido que esperar en casa del tío Albert.

Porzia se cruzó de brazos mientras lo miraba. Cicci adoptó la misma pose escéptica.

Su madre miró a Mimo.

—¿Es eso verdad, Domenico?

Pino observó de reojo a su hermano con cautela.

Mimo asintió.

—Le dije que esa salchicha no tenía buena pinta pero no me hizo caso. Pino ha tenido que entrar en tres cafeterías para ir al baño. Y había un coronel de la Gestapo en la tienda del tío Albert. Ha dicho que los nazis van a ocupar el hotel Regina.

Su madre se puso pálida.

—¿Qué?

Pino hizo una mueca de dolor y se inclinó aún más.

—Tengo que irme ya.

Cicci seguía mirándolo recelosa, pero la rabia de la madre de Pino pasó a ser preocupación.

—Ve. ¡Ve! Y lávate las manos después.

Pino se fue corriendo por el pasillo.

—¿Adónde vas tú, Mimo? —gritó Porzia detrás de él—. Tú no estás enfermo.

—Mamá —se quejó Mimo—, Pino siempre se libra de todo.

Pino no esperó a oír la respuesta de su madre. Pasó corriendo por la cocina y sus increíbles olores y subió la escalera que llevaba a la planta de arriba del apartamento y al cuarto de baño. Estuvo dentro durante unos buenos diez minutos que pasó pensando en cada momento que había vivido con Anna, sobre todo en la forma en que ella le había mirado divertida desde el otro lado de las vías del tranvía. Se puso colorado, encendió una cerilla para ocultar la falta de mal olor y se tumbó en la cama, con la radio sintonizada en la BBC y un programa de jazz que Pino casi nunca se perdía.

La orquesta de Duke Ellington tocaba «Cotton Tail», una de sus piezas recientes preferidas, y cerró los ojos para disfrutar del solo del saxo tenor de Ben Webster. A Pino le encantaba el jazz desde la primera vez que escuchó una grabación de Billie Holiday y Lester Young interpretando «I Can’t Get Started». Por muy sacrílego que fuese decir algo así en la casa de los Lella, donde la ópera y la música clásica eran los reyes, a partir de ese momento Pino creyó que el jazz era el mejor arte musical. Y por ello deseaba ir a Estados Unidos, la cuna del jazz. Era su sueño más preciado.

Se preguntaba cómo sería la vida en América. El idioma no era problema. Se había criado con dos niñeras, una de Londres y otra de París. Había hablado los tres idiomas casi desde que nació. ¿En Estados Unidos se oía jazz en todos sitios? ¿Era como un maravilloso telón de fondo que acompañaba a cada momento? ¿Y las chicas americanas? ¿Las había tan guapas como Anna?

«Cotton Tail» llegó a su fin y empezó a sonar el «Roll ‘Em» de Benny Goodman con un ritmo de boogie-woogie que acompañaba a un solo de clarinete. Pino se levantó de un salto de la cama, se quitó los zapatos de un puntapié y empezó a bailar, imaginándose con la preciosa Anna haciendo un loco Lindy Hop. Sin guerra, sin nazis, solo música, comida, vino y amor.

Entonces, se dio cuenta de que el volumen estaba demasiado alto, lo bajó y dejó de bailar. No quería que sus padres subieran para volver a discutir por culpa de la música. Michele detestaba el jazz. La semana anterior había sorprendido a Pino ensayando la animada melodía «Low Down Dog» de Meade Lux Lewis en el Steinway de la familia y fue como si hubiese profanado a algún santo.

Pino se dio una ducha y se cambió de ropa. Varios minutos después de que las campanas de la catedral tocaran las seis de la tarde, volvió a la cama y miró por la ventana abierta. Con las nubes de la tormenta ya pasadas, unos sonidos familiares resonaban por las calles de San Babila. Las últimas tiendas estaban cerrando. Los más ricos y a la moda de Milán se apresuraban a volver a casa. Pudo oír sus animadas voces como una sola, un coro de la calle: mujeres riéndose por alguna pequeña broma, niños llorando por alguna tragedia sin importancia, hombres discutiendo simplemente por el puro amor de los italianos por las batallas verbales y las burlas crueles.

Pino se sobresaltó al oír el timbre de su apartamento en la planta de abajo. Oyó voces de saludos y bienvenidas. Miró el reloj de la pared. Eran las seis y cuarto. La película empezaba a las siete y media y había un largo paseo hasta llegar al cine y a Anna.

Tenía ya una pierna por fuera de la ventana y buscaba con el pie un saliente que conducía a una salida de incendios cuando oyó detrás de él una fuerte carcajada.

—Ella no va a ir —dijo Mimo.

—Por supuesto que sí —repuso Pino saliendo por la ventana. Estaba a nueve metros del suelo y el saliente no era muy ancho. Tuvo que pegar la espalda a la pared y deslizarse de lado hasta otra ventana por la que entrar para acceder a una escalera posterior. Pero, un minuto después, estaba en el suelo, en la calle y alejándose.

 

 

La marquesina del cine no estaba iluminada debido a las nuevas normas sobre apagones. Pero el corazón de Pino se hinchó al ver los nombres de Fred Astaire y Rita Hayworth en el cartel. Le encantaban los musicales de Hollywood, sobre todo los de música swing. Y había soñado con que Rita Hayworth…, en fin…

Pino compró dos entradas. Mientras otros asistentes entraban en el cine, él se quedó con la mirada fija en la calle y las aceras en busca de Anna. Esperó hasta que empezó a tener la vacía y devastadora seguridad de que ella no iba a acudir.

—Te lo he advertido —dijo Mimo apareciendo a su lado.

Pino deseó estar enfadado, pero no pudo. En el fondo, le encantaban el valor y el optimismo de su hermano menor, su ingenio y su desenvoltura. Le dio una entrada a Mimo.

Los dos entraron y buscaron sus asientos.

—Pino —dijo Mimo en voz baja—. ¿Cuándo empezaste a crecer? ¿A los quince?

Pino trató de ocultar una sonrisa. Su hermano siempre estaba preocupado por ser demasiado bajito.

—Lo cierto es que no fue hasta cumplir los dieciséis años.

—Pero ¿puede ser antes?

—Puede ser.

Las luces se apagaron y empezó un noticiario de propaganda fascista. Pino seguía triste por el plantón de Anna cuando Il Duce apareció en la pantalla. Vestido de general al mando con una chaqueta cubierta de medallas, un cinturón, una camisa, pantalón bombacho y unas resplandecientes botas negras de montar que le llegaban a las rodillas, Benito Mussolini caminaba con uno de sus comandantes de campaña por un peñasco que se elevaba sobre el mar de Liguria.

El narrador decía que el dictador italiano estaba inspeccionando las fortificaciones. En la pantalla, Il Duce llevaba las manos agarradas por detrás de la espalda al caminar. El mentón del emperador apuntaba hacia el horizonte. Tenía la espalda arqueada. Su pecho elevado hacia el cielo.

—Parece un gallo pequeño —dijo Pino.

—¡Calla! —susurró Mimo—. No hables tan alto.

—¿Por qué? Cada vez que le vemos parece que quiere empezar a gritar: «Co-co-ro-co».

Su hermano rio entre dientes mientras el noticiario continuaba alardeando de las defensas de Italia y la influencia cada vez mayor de Mussolini en el panorama mundial. Era pura propaganda. Pino escuchaba la BBC todas las noches. Sabía que lo que estaba viendo no era verdad y se alegró cuando el noticiario terminó y dio comienzo la película.

Pino se vio enseguida absorbido por la trama cómica y empezó a disfrutar de cada escena en la que Hayworth bailaba con Astaire.

—Rita —comentó con un suspiro tras una serie de movimientos en espiral que agitaron el vestido de Hayworth entre sus piernas como el capote de un torero—. Es muy elegante. Igual que Anna.

Mimo hizo una mueca de desagrado.

—Te ha dejado plantado.

—Pero es muy guapa —susurró Pino.

Se oyó una sirena que anunciaba un ataque aéreo. La gente empezó a gritar y a saltar de sus asientos.

La pantalla se quedó congelada en un plano de los rostros de Astaire y Hayworth bailando mejilla con mejilla, con sus labios y sonrisas dirigidos a la muchedumbre asustada.

Mientras la película se fundía en la pantalla, el sonido de las baterías antiaéreas empezó a llegar desde el exterior del cine y los primeros bombarderos aliados invisibles vaciaron sus compartimentos desatando una obertura de fuego y destrucción que asoló Milán.

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3

 

 

 

 

Entre gritos, el público salió en estampida hacia las puertas del cine. Pino y Mimo estaban aterrorizados y atrapados entre la marea de la muchedumbre cuando, con un rugido ensordecedor, una bomba estalló destrozando el muro posterior del local y lanzando trozos de escombros que hicieron jirones la pantalla. Las luces se apagaron.

Pino notó un golpe fuerte en la mejilla y un corte. Sintió que la herida le palpitaba y que la sangre le caía por el mentón. Aturdido ahora más que asustado, se ahogaba con el humo y el polvo mientras trataba de abrirse paso hacia delante. Se le metió arenilla en los ojos y en las fosas nasales, que le ardieron mientras él y Mimo salían del cine, con el cuerpo doblado y tosiendo.

En el exterior, se oía el sonido de sirenas y las bombas seguían cayendo, aunque todavía lejos del crescendo. Había fuego propagándose por el interior de los edificios a uno y otro lado de la calle del cine. Las baterías antiaéreas repiqueteaban. Las series de disparos dibujaban arcos rojos en el cielo. Las descargas brillaban tanto que Pino pudo ver las siluetas de los bombarderos Lancaster por encima de él, de la punta de un ala a la otra en formación en V, como muchos gansos oscuros que migran por la noche.

Cayeron más bombas con un sonido conjunto, como zumbidos de avispones que erupcionaban uno tras otro, levantando hacia el cielo columnas de fuego y humo espeso. Varias explotaron tan cerca de los hermanos Lella en plena huida que el efecto de las ondas expansivas casi les hizo perder el equilibrio.

—¿Adónde vamos, Pino? —gritó Mimo.

Por un momento, sintió tanto miedo que no podía pensar pero, después, contestó:

—Al Duomo.

Pino condujo a su hermano hacia el único lugar de Milán que estaba iluminado por algo que no era fuego. A lo lejos, los focos hacían que la catedral tuviera un aspecto sobrenatural, como caída del cielo. Mientras corrían, los zumbidos que llegaban desde arriba y las explosiones fueron reduciéndose hasta apagarse. No había más bombarderos. No había más disparos de cañón.

Solo sirenas y gente que gritaba y chillaba. Un padre desesperado excavaba entre escombros de ladrillos con una linterna en la mano. Su mujer lloraba a su lado, abrazada a su hijo muerto. Otras personas con linternas se habían reunido entre gritos alrededor de una muchacha que había perdido el brazo y había muerto en la calle, con los ojos abiertos y vidriosos.

Pino no había visto nunca ningún muerto y empezó a llorar también. «Nada volverá nunca a ser lo mismo». El adolescente podía sentir aquello con la misma claridad que el zumbido de los bombarderos y las explosiones que seguían resonando en sus oídos. «Nada volverá a ser lo mismo».

Por fin llegaron junto al mismo Duomo. Al lado de la catedral no había cráteres producidos por las bombas. Ni escombros. Ni fuego. Era como si el ataque no hubiese sucedido nunca, salvo por los tristes lamentos que se oían a lo lejos.

Pino sonrió levemente.

—El plan del cardenal Schuster ha funcionado.

Mimo frunció el ceño.

—Nuestra casa está cerca de la catedral, pero no tanto.

Los chicos corrieron por un laberinto de calles oscuras que les llevó de vuelta al número 3 de Via Monte Napoleone. La tienda de bolsos y su apartamento de arriba tenían una apariencia normal. Parecía un milagro después de lo que habían presenciado.

Mimo abrió la puerta de la calle y empezó a subir las escaleras. Pino le siguió mientras oía el susurro de violines, las notas de un piano y un tenor que cantaba. Por algún motivo, aquella música le puso furioso. Apartó a Mimo y aporreó la puerta del apartamento.

La música se detuvo. Su madre abrió.

—¿La ciudad está en llamas y vosotros estáis tocando música? —gritó Pino a Porzia, que dio un paso atrás alarmada—. ¿Hay gente muriendo y vosotros estáis tocando?

Varias personas aparecieron en el recibidor detrás de su madre, incluidos sus tíos y su padre.

—Es con la música como sobrevivimos en ocasiones así, Pino.

Pino vio cómo otros asentían dentro del abarrotado apartamento. Entre ellos, esa violinista con la que Mimo casi se había tropezado ese mismo día.

—Estás herido, Pino —dijo Porzia—. Tienes sangre.

—Hay otros que están mucho peor —respondió Pino con las lágrimas inundándole los ojos—. Lo siento, mamá. Ha sido… espantoso.

Porzia se derritió, extendió los brazos y abrazó a sus mugrientos y ensangrentados hijos.

—Ya ha pasado —murmuró mientras besaba a uno y a otro—. No quiero saber dónde estabais ni cómo llegasteis hasta allí. Solo me alegro de teneros en casa.

Les dijo a sus hijos que subieran a limpiarse antes de que un médico, invitado también a la fiesta, pudiese echar un vistazo a la herida de Pino. Mientras les hablaba, Pino vio algo que jamás había visto antes en su madre. Era miedo. El miedo de que la próxima vez que llegaran los bombarderos quizá no tuvieran tanta suerte.

El miedo seguía aún en su rostro mientras el médico le cosía el corte de la mejilla. Cuando terminó, Porzia lanzó a su hijo una mirada amonestadora:

—Ya hablaremos tú y yo de todo esto mañana —dijo.

Pino bajó la mirada y asintió.

—Sí, mamá.

—Ve a comer algo. Si es que no tienes el estómago muy revuelto, claro.

Levantó los ojos y vio que su madre le miraba con malicia. Debería haber seguido fingiendo que estaba enfermo, haberle dicho que se iba a acostar sin comer. Pero estaba muerto de hambre.

—Me encuentro mejor que antes —respondió.

—Yo creo que estás peor que antes —dijo Porzia antes de salir de la habitación.

 

 

Pino la siguió taciturno por el pasillo hasta el comedor. Mimo ya había llenado su plato y estaba contando una versión animada de su aventura a varios de los amigos de sus padres.

—Parece que ha sido una noche intensa, Pino —dijo alguien a sus espaldas.

Pino se giró y vio a un hombre atractivo y vestido de forma impecable de unos veintitantos años. Una mujer increíblemente hermosa se agarraba a su brazo. Pino sonrió.

—¡Tullio! —exclamó—. ¡Me habían dicho que habías vuelto!

—Pino, esta es mi amiga Cristina —dijo Tullio.

Pino la saludó con un cortés gesto de la cabeza. Cristina parecía aburrida y se marchó tras una disculpa.

—¿Cuándo la has conocido? —preguntó Pino.

—Ayer —contestó Tullio—. En el tren. Quiere ser modelo.

Pino negó con la cabeza. Siempre era así con Tullio Galimberti. Como exitoso vendedor de vestidos, Tullio era un mago en lo referente a las mujeres atractivas.

—¿Cómo lo haces? —preguntó Pino—. Siempre con chicas guapas.

—¿No lo sabes? —preguntó Tullio a la vez que cortaba un poco de queso.

Pino quiso decir algo jactancioso, pero recordó que Anna le había dejado plantado. Ella había aceptado su invitación solo por librarse de él.

—Evidentemente, no. No lo sé

—Podría tardar años en enseñarte —dijo Tullio tratando de ocultar una sonrisa.

—Vamos, Tullio —insistió Pino—. Tiene que haber algún truco que yo…

—No hay ningún truco —dijo Tullio poniéndose serio—. ¿El punto número uno? Escuchar.

—¿Escuchar?

—A la chica —añadió Tullio, exasperado—. La mayoría de los hombres no escuchan. No hacen más que empezar a hablar de sí mismos. A las mujeres hay que comprenderlas. Así que escucha lo que dicen y hazles cumplidos sobre su aspecto, su forma de cantar o lo que sea. Con eso, con escuchar y hacerles cumplidos, irás un ochenta por ciento por delante de cualquier hombre sobre la faz de la tierra.

—Pero ¿y si no hablan mucho?

—Entonces, sé divertido. O adulador. O las dos cosas.

Pino pensó que había sido divertido y adulador con Anna, pero quizá no lo suficiente. Entonces, pensó en otra cosa.

—¿Y adónde ha ido hoy el coronel Rauff?

El gesto afable de Tullio desapareció. Agarró a Pino con fuerza del brazo.

—No se habla de gente como Rauff en lugares como este —siseó—. ¿Entendido?

Pino se sintió molesto y humillado por la reacción de su amigo, pero, antes de que pudiera responder, volvió a aparecer la cita de Tullio. Se colocó junto a él y le susurró algo al oído.

Tullio se rio y soltó a Pino.

—Claro, cariño —contestó—. Podemos hacer eso.

Tullio volvió a dirigir su atención a Pino.

—Probablemente yo esperaría a que mi cara no pareciera una salchicha cortada antes de empezar a mostrarme divertido y escuchar.

Pino inclinó a un lado la cabeza, sonrió vacilante y, después, apretó los dientes cuando notó que los puntos de la mejilla le tiraban. Vio cómo Tullio y su chica se marchaban y pensó una vez más en lo mucho que deseaba parecerse a él. Todo en ese hombre resultaba perfecto, elegante. Un buen tipo. Vestía de maravilla. Un gran amigo. Una risa auténtica. Y, aun así, Tullio era tan misterioso que hasta andaba siguiendo a un coronel de la Gestapo.

Le dolía al masticar, pero Pino tenía tanta hambre que se sirvió un segundo plato hasta arriba. Al hacerlo, oyó hablar a tres de los amigos músicos de sus padres, dos hombres y la violinista.

—Cada día hay más nazis en Milán —comentó el hombre robusto que tocaba la trompa en La Scala.

—Peor aún —contestó el percusionista—. Las Waffen-SS.

—Mi marido dice que hay rumores de que están planeando pogromos —señaló la violinista—. El rabino Zolli les está aconsejando a nuestros amigos de Roma que huyan. Nosotros estamos pensando en irnos a Portugal.

—¿Cuándo? —preguntó el percusionista.

—Cuanto antes.

—Pino, es hora de acostarse —dijo su madre con brusquedad.

Se llevó el plato a la habitación. Sentado en la cama mientras comía, pensó en lo que acababa de oír. Sabía que los tres músicos eran judíos y que Hitler y los nazis odiaban a los judíos, aunque no entendía de verdad la razón. Sus padres tenían muchos amigos judíos, la mayoría músicos o gente del mundo de la moda. En general, Pino pensaba que los judíos eran inteligentes, divertidos y amables. Pero ¿qué era un pogromo? ¿Y por qué iba un rabino a aconsejar a todos los judíos de Roma que huyeran?

Terminó de comer, volvió a mirarse la venda y, a continuación, se metió en la cama. Allí, en San Babila, no había incendios, nada que indicara la destrucción que había presenciado. Trató de no pensar en Anna, pero cuando apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos, unos fragmentos de su encuentro empezaron a rondarle la cabeza junto a la imagen congelada de Fred Astaire con la mejilla pegada a la de Rita Hayworth. Y la explosión del muro posterior del cine. Y la chica sin brazo.

No podía dormir. No podía olvidarse de nada de aquello. Por fin, encendió la radio, toqueteó el dial y encontró una emisora donde sonaba una pieza de violín que reconocía porque su padre siempre estaba tratando de tocarla: el Capricho nº 24 en la menor de Niccolò Paganini.

Pino se quedó tumbado a oscuras, escuchando el ritmo frenético del violín, y sintió los fuertes altibajos anímicos de la pieza como si fueran los suyos propios. Cuando terminó, se sintió vacío y con la mente en blanco. Por fin, se quedó dormido.

 

 

Sobre la una de la tarde siguiente, Pino fue en busca de Carletto. Subió en tranvía y fue viendo algunos barrios en humeantes ruinas y otros intactos. La aleatoriedad de lo destruido y de lo que había sobrevivido le molestaba casi tanto como la destrucción en sí.

Se bajó del tranvía en el Piazzale Loreto, una gran rotonda para el tráfico con un jardín en el centro y boyantes tiendas y negocios alrededor de su perímetro. Miró por la rotonda hacia Via Andrea Costa e imaginó a elefantes de guerra. Aníbal había conducido a unos elefantes blindados por los Alpes y avanzado por esa calle en su camino hacia la conquista de Roma veintiún siglos antes. El padre de Pino había dicho que todos los ejércitos conquistadores habían entrado desde entonces por esa misma ruta.

Pasó por una gasolinera Esso con un sistema de vigas de hierro que se elevaban tres metros por encima de los surtidores y tanques. Atravesando en diagonal la rotonda desde la gasolinera, vio el toldo blanco y verde de Frutas y Verduras Frescas Beltramini.

La tienda de Beltramini estaba abierta. No se veía que hubiera sufrido ningún daño.

El padre de Carletto estaba en la puerta, pesando fruta. Pino sonrió y aceleró el paso.

—No se preocupe. Tenemos junto al Po huertos secretos a prueba de bombas —le aseguraba el señor Beltramini a una anciana cuando Pino se acercó—. Y, por eso, Beltramini siempre tendrá el mejor producto de Milán.

—No le creo, pero me encanta que me haga reír —dijo ella.

—Amor y risas —contestó el señor Beltramini—. Siempre son la mejor medicina, incluso en días como el de hoy.

La mujer seguía sonriendo mientras se alejaba. El padre de Carletto, un hombre bajito y rollizo, vio a Pino y su rostro pareció alegrarse aún más.

—¡Pino Lella! ¿Dónde estabas? ¿Dónde está tu madre?

—En casa —contestó Pino estrechándole la mano.

—Que Dios la bendiga. —El señor Beltramini se quedó mirándolo—. No irás a seguir creciendo, ¿verdad?

Pino sonrió y se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Si lo haces, vas a tropezarte con las ramas de los árboles. —Señaló hacia el vendaje de la mejilla de Pino—. Ah, veo que ya te está pasando.

—Me bombardearon.

El gesto de perpetuo desconcierto del señor Beltramini desapareció.

—No. ¿De verdad?

Pino le contó toda la historia, desde el momento en que salió por su ventana hasta que regresó a casa y vio que todos estaban tocando música y divirtiéndose.

—Yo creo que fueron listos —dijo el señor Beltramini—. Si una bomba viene a por ti, viene a por ti. No puedes estar preocupado todo el rato por eso. Sigue haciendo lo que te gusta y continúa disfrutando de la vida. ¿No tengo razón?

—Supongo que sí. ¿Está Carletto aquí?

El señor Beltramini señaló hacia atrás.

—Está dentro, trabajando.

Pino se dispuso a ir hacia la puerta de la tienda.

—Pino —le llamó el señor Beltramini.

Echó la vista atrás y vio la preocupación en el rostro del frutero.

—¿Sí?

—Tú y Carletto vais a cuidar el uno del otro, ¿de acuerdo? Como hermanos, ¿verdad?

—Siempre, señor B.

El frutero sonrió.

—Eres un buen chico. Un buen amigo.

Pino entró en la tienda y vio a Carletto arrastrando sacos de dátiles.

—¿Has salido? —preguntó Pino—. ¿Has visto lo que ha pasado?

Carletto negó con la cabeza.

—He estado trabajando. Lo has oído, ¿no?

—Había oído cosas, así que he venido a verlo en persona.

A Carletto no le parecía divertido. Levantó otro saco de frutos secos sobre su hombro y empezó a bajar por una escalerilla de madera a través de un agujero en el suelo.

—No apareció —dijo Pino—. Anna.

Carletto levantó los ojos desde el sótano con suelo de tierra.

—¿Saliste anoche?

Pino sonrió.

—Casi salté por los aires cuando las bombas cayeron sobre el cine.

—Eso es mentira.

—No lo es —contestó Pino—. ¿Dónde crees que me he hecho esto?

Se quitó la venda y Carletto levantó el labio con gesto de asco.

—Es repugnante.

 

 

Con el permiso del señor Beltramini, fueron a ver el cine a la luz del día. En el trayecto, Pino volvió a contar toda la historia y observando la reacción de su amigo se animó cada vez más, dando vueltas de baile al describir a Fred y a Rita e imitando el ruido de las bombas mientras contaba cómo él y Mimo atravesaron corriendo la ciudad.

Se estaba sintiendo muy bien hasta que llegaron al cine. El humo aún formaba remolinos entre las ruinas, acompañado de un hedor fuerte y fétido que Pino identificó al instante como de explosivo usado. Algunas personas parecían caminar sin rumbo por las calles que rodeaban el cine. Otras seguían aún cavando entre los ladrillos y las vigas con la esperanza de encontrar vivos a sus seres queridos.

—Yo habría sido incapaz de hacer lo que Mimo y tú hicisteis —dijo Carletto, impresionado por la destrucción.

—Claro que habrías podido. Cuando se tiene miedo, simplemente lo haces sin más.

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