Papel y tinta

María Reig

Fragmento

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Capítulo 1

Mi historia no es un relato de héroes y princesas que se esconde detrás de las cubiertas cuidadosamente elaboradas de una novela de caballerías. Tampoco fui nunca nadie de quien quisiera sentirme orgullosa. Es la historia de alguien que sobrevivió. Que sobrevivió cometiendo todos los pecados imaginables por los que, estoy segura, arderé en los infiernos por la eternidad. Pero no quisiera adelantarme. Al cerrar los ojos no puedo más que viajar en silencio, sin molestar a nadie, a donde mi mente me dice que comenzó todo, aunque sea una burda mentira. A esos ápices de consciencia que, como si de un tesoro se tratara, aparecen tímidos en los recovecos de un pensamiento aún demasiado pueril e inexperto como para discernir cuál de todos fue el primero.

En mi caso, creo que fue un tejido basto y seco. Una tela rugosa que se agolpaba contra la piel de mi brazo, haciéndome daño. Sin embargo, estaba demasiado asustada como para que aquellos pequeños escozores me importasen. Al tiempo que pestañeaba y miraba alrededor, con ansias por identificar el lugar donde me encontraba, el balanceo conseguía apaciguarme hasta hacerme dormir. Olía a humedad. La lluvia me arrullaba en aquel sueño que suponía mucho más que un mero momento de descanso, suponía un trance sin retorno hacia una vida nueva. Hacia donde comienzan la mayoría de mis recuerdos. De tanto en tanto, escuchaba a los caballos relinchar, nerviosos, cansados. El cochero los azuzaba y seguíamos la marcha. El repiqueteo de las espuelas sobre la tierra mojada me indicaba que aquel viaje no había cesado. Pero, de pronto, un «so», seguido de una frenada algo tosca, me sacó de mis sueños fingidos y me comunicó, en un susurro inventado, que debía abrir los ojos.

La lluvia siguió repicando contra el pescante, ya vacío. La robusta e improvisada manta de arpillera protegía mi menudo cuerpo de un frío que había calado en mis huesos. Estaba aterrada. Y, sobre todo, estaba sola. Un estruendo procedente de una puerta abierta, con fuerza y sin paciencia, proporcionó una débil iluminación en el interior de la cabina del carruaje, donde me hallaba tumbada.

—Vamos, don Santiago, sáquela de ahí —ordenó una voz ronca y potente.

—Sí, señora —respondió un hombre, servicial.

Noté cómo me cogían en brazos, procurando que la tela, en la que estaba envuelta, no nos abandonase en el trasiego. La lluvia nos acompañó en aquellos torpes pasos que dimos hasta llegar a un porche, tras unas escaleras. Cerré de nuevo los ojos y oí a lo lejos una conversación sobre escaleras, habitaciones y secretos.

—Déjela ahí, don Santiago. Le estoy muy agradecida por esta noche —añadió cuando ya estábamos a salvo en una alcoba templada.

—Siempre es un placer poder ayudarla, señora. La niña no traía equipaje así que esto es todo.

—No se preocupe, aquí no necesitará nada de lo que pudiera traer. Recuerde que he confiado en usted para esta empresa y nadie más puede saber lo que ha ocurrido hoy. ¿Promete guardar el secreto?

—No lo dude, señora. Se irá conmigo a la tumba.

La luz de la mañana me llevó de regreso a la realidad. Moví primero mis piernas delgadas. Advertí cómo la suavidad había ocupado el lugar de la rugosidad, de lo áspero, y la comodidad de unas sábanas de lino me arropaba, dejando atrás las molestas rozaduras de horas antes.

El sol iluminaba aquella estancia. Y no reconocía ninguno de sus rincones. Estaba tumbada en una cama en la que bien podrían haber cabido cuatro niños más como yo; en sus extremos, dos mesillas de madera oscura con tallas hermosas en sus patas y esquinas, sobre las que descansaba una imagen de la Virgen y un jarrón con una pequeña florecilla de color lila. Su olor dulce de lavanda me acariciaba. Opté por seguir inspeccionando y hallé una mesa grande de madera custodiada por una silla. Detrás de ella, una puerta secundaria. En la pared contraria a la puerta de entrada, había una cómoda vacía: erguida triste mirando a todos los demás muebles, con compañía de más. Me giré para vislumbrar con mayor detalle aquellas ventanas abrazadas por grandes cortinas de estampado rosáceo. Me incorporé tímidamente y, tras dudar un par de segundos, caminé descalza hacia aquella cristalera que me reveló lo lejos que estaba de donde vivía.

Una calle soleada, adornada por el alboroto de viandantes animados, se adivinaba por detrás del alféizar. Los edificios, engalanados y elegantes, me daban los buenos días mientras los pequeños comercios, en los bajos, saludaban a los peatones que, con suerte, se decidían a entrar para adquirir alguno de sus productos. Una voz detrás de la puerta me sobresaltó y regresé a mi lugar de origen en aquella mañana. Me tapé, pues temía que el haberme levantado fuera motivo de castigo. Unos zapatos repicaban contra el suelo de madera y se acercaban anunciando que faltaban pocos segundos para que la puerta se abriera. Me asomé por encima de las sábanas. Quería ser testigo de la entrada de aquella persona para saber qué hacía yo allí, en esa gran ciudad.

Una mujer, alta y corpulenta, se adentró en la habitación. Llevaba un largo vestido de color negro que ocultaba desde la barbilla hasta los tobillos y debajo del cual apenas asomaban unas botas de cordones del mismo color. Las mangas y el cuello tenían delicados bordados que conjugaban, a la perfección, con los rizos oscuros de un cabello recogido en un sobrio moño. Sus facciones eran serias y duras. Me impresionó la parquedad con la que me miró y me instó a incorporarme. Era ese tipo de frialdad de alguien a quien no le gustan los niños ni ha desarrollado la calidez para tratar con ellos.

—Vamos, niña. Llevas durmiendo doce horas y en esta casa no se admiten marmotas —dijo, con visible falta de ternura.

Hice caso a pesar de que, a duras penas, conocía su identidad. Tan solo que su áspera voz era la misma que me había recibido la noche anterior.

—Ahora te vas a ir con doña Pilar, que te va a lavar de arriba abajo para desparasitarte entera. A saber dónde debías de estar viviendo hasta ahora…, pobre niña. Después quiero que te reúnas conmigo en el vestíbulo. Tenemos una conversación pendiente.

Otra mujer, algo más menuda que ella y de facciones dulces, se asomó por el umbral y me saludó con una agradable sonrisa. Era doña Pilar, su sirvienta. Asentí miedosa a todas las órdenes que aquella señora me daba, sin saber si existía otra alternativa. Cuando abandonó la estancia, tomó el relevo doña Pilar, mucho más considerada en sus gestos. Me cogió de la mano y me invitó a acompañarla por aquella otra puerta, escondida tras el escritorio, asombrosa pieza de ebanistería. Me quitó la ropa. Me metió en la bañera gigante, llena de agua tibia, y me frotó, con una mezcla perfecta de brío y delicadeza, una pastilla de jabón por todo el cuerpo y el cabello. Miré fijamente el agua opaca y caliente hasta que la doncella terminó con el ritual en el que se me había obligado a participar. No recordaba haber estado nunca antes en una bañera de esas dimensiones y, mucho menos, con un agua tan limpia y templada. Tuve un fugaz pensamiento que pasó por beb

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