Los rebeldes (Ciclo de los Garren 1)

Sándor Márai

Fragmento

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Selva e invernadero

Se guardó las cartas en el bolsillo y se dirigió a la habitación de su padre. No estaba pensando en nada pero, con esa corazonada que se siente al abandonar para siempre un lugar donde se ha vivido mucho tiempo, se detuvo en el umbral y miró hacia atrás, hacia la habitación que durante tres generaciones había sido el dominio de las mujeres y los niños de su familia. Quizá por esa razón, bajo la baja bóveda del techo, entre los muebles de cerezo claro, de gusto femenino, flotaba siempre un sutil olor a remedios para enfermedades infantiles, leche de almendras e infusiones de manzanilla y raíces de violeta. Su madre había vivido allí poco tiempo, apenas tres años, pero, como los más intensos perfumes de Oriente, de los cuales basta dejar destapado un solo día el frasco para que su fragancia persista durante años, el recuerdo de la joven mujer había impregnado la casa. Algunos de sus objetos personales —su vaso, su mesa de costura, su acerico— habían pasado a la categoría de tabúes intocables, guarecidos bajo un globo de cristal imaginario, y nadie hablaba jamás de ellos. En la memoria de Ábel, la madre aparecía como una hermanita tierna, frágil, y sabía que su padre guardaba también esa imagen de su esposa prematuramente fallecida. Contempló un momento la habitación en la que había transcurrido su infancia, donde había nacido él y donde su madre había muerto. Después apagó la luz.

A la tenue luz de la farola de la calle, la habitación de su padre parecía una pieza cuyo ocupante ha fallecido recientemente y donde los deudos todavía no se han atrevido a tocar nada, por miedo a profanar el recuerdo del malogrado. La disposición de los objetos revelaba esa especie de embotamiento en que quedan petrificados los efectos personales de los que mueren. No obstante, Ábel suponía que su padre seguía con vida. Quizá en ese momento se encontraba en el quirófano de un remoto hospital de campaña, inclinado sobre un herido desconocido dispuesto a amputarle una pierna. O quizá estaba ya en su albergue, fumando un cigarrillo y mesándose distraídamente la barba tras haberse quitado las gafas. En casa, su mesa de operaciones dormía cubierta con una manta de ganchillo que la tía Etelka piadosamente le había tendido como adorno, y bajo ese disfraz el viejo objeto quirúrgico cobraba el aspecto de una mecedora pasada de moda. Ábel se quedó clavado en el umbral, sin encender la luz y toqueteando con los dedos sudorosos los naipes dentro del bolsillo. De súbito sintió que un fuego le recorría el cuerpo. Las partidas de cartas habían comenzado por Navidad, cuando en la pandilla estallaron la agitación e indisciplina en que vivían desde entonces. Sí, era posible que alguno hiciese trampas desde el principio. De hecho, Ábel perdía siempre. Todo el dinero se le iba en el juego: el destinado a las clases particulares, los pequeños donativos de su tía y las sumas que su padre le enviaba de vez en cuando. ¿Quién era el fullero? ¿El que ganaba siempre o, por el contrario, el que solía perder y precisamente por eso había empezado a hacer trampas, para recuperar lo perdido? Vio las tres caras delante y cerró los ojos.

En los últimos días sentía muy viva la imagen de su padre. En sueños se acercaba a su cama, se inclinaba sobre él y lo observaba con una expresión grave y triste. «Todos nacemos en un lugar del mundo y todos tenemos un padre, eso lo entiendo. Pero el porqué sigue siendo un gran misterio», pensaba Ábel atormentado, y esperaba una respuesta. Imaginaba que en un futuro lejano, cuando todo hubiese acabado y si lograba sobrevivir, un día, convertido en un señor barrigudo y con bigote, al pasear por una ciudad desconocida se encontraría inesperadamente con su padre: Ábel se detendría, el padre seguiría avanzando, aproximándose cada vez más, y él vería su rostro crecer, como en una pantalla de cine, hasta dimensiones sobrehumanas; al llegar a su lado abriría sus enormes labios para decir algo a su hijo, una única palabra que revelaría el sentido de todo, de la vida entera. Sería como presenciar un amanecer, esa hora mágica en que una ciudad emerge de las sombras y la luz dibuja poco a poco los contornos de los árboles y los perfiles de sus hojas. Y al final una boca se inclinaría sobre la otra, mientras los ojos se cerrarían desfallecidos...

Hacía fresco en la habitación. El acero pulido de los instrumentos brillaba en la vitrina. Más abajo, en un cajón, se guardaban las preparaciones anatómicas, unas secciones de masa encefálica donde su padre había estudiado el proceso de ciertas alteraciones patológicas para editar después, por cuenta propia, un tratado con el resultado de sus investigaciones. En la biblioteca todavía había varios centenares de ejemplares apilados. En aquella época, poco antes de que estallara la guerra, cuando su padre ya había cerrado la consulta, por algún motivo incomprensible seguía invitando con cierta regularidad a tres de sus antiguos pacientes: un juez, una señora mayor que sufría temblores crónicos en la cabeza y un violinista cíngaro que padecía reblandecimiento cerebral y solía presentarse a la hora de la cena para amenizar la velada con su música. Los tres enfermos recibían trato de parientes y apreciaban a su médico. Después de cenar se retiraban habitualmente a esa habitación, donde pasaban las horas muertas como un amable círculo familiar que se reúne para rendirse honores mutuos. La señora temblorosa y la tía Etelka hacían labores de ganchillo; el juez, con expresión seria, solemne y expectante, se acomodaba bajo la enorme araña de cristal con Ábel sentado en el regazo; el músico se quedaba de pie al lado del piano, con el cuerpo elegantemente inclinado, el arco en una mano y el violín bajo el otro brazo, imitando la pose desenfadada de un artista famoso en una postal. Permanecían largas horas en silencio, como esperando que ocurriese algo, en tanto que el padre, encorvado sobre la mesa de trabajo sin hacerles el menor caso, seguía manipulando sus cortes cerebrales. A las once solía levantar la mano para avisarles con un simple gesto que era hora de marcharse. Entonces se despedían con una profunda reverencia. Durante esas extrañas reuniones, su padre acostumbraba mantenerse callado, y las raras veces que acertaba a decir algo —siempre comentarios banales, como «hoy ha hecho bastante frío»— sus interlocutores lo celebraban como si de una importante revelación se tratase, asintiendo con la cabeza con una seriedad casi dramática, para a continuación sumirse de nuevo en sus cavilaciones. La anciana se apresuraba a manifestar su conformidad con lo oído mediante un parpadeo nervioso; el juez y el músico cíngaro fruncían el entrecejo como si reflexionaran sobre el significado profundo de semejante afirmación. Esa clase de veladas se repetían muy a menudo durante la infancia de Ábel.

Otros dos episodios de su niñez le remitían a esa habitación. Uno de ellos estaba anclado en el fondo de su memoria. Tiene cuatro o cinco años y está jugando sentado en el suelo. El padre entra, se sienta a su lado y sin previo aviso empieza a cantar:

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