El homenaje

Andrea Camilleri

Fragmento

9788415629634-2

Uno

La tarde del 11 de junio de 1940, esto es, un día después de que Italia entrara en guerra uniéndose a su aliada, Alemania, Micheli Ragusano se presentó de improviso en el Círculo Fascismo y Familia de Vigàta.

Por descontado, casi nadie estaba jugando ese día, y todo el mundo hablaba acaloradamente de lo que había sucedido la víspera, cuando el país en pleno —viejos, jóvenes, mujeres, niños e incluso los enfermos, que para tan magna ocasión se habían levantado de la cama— se había congregado en plazas y calles para escuchar el discurso del Duce transmitido por altavoces.

Nada más acabar de hablar Mussolini, se había desencadenado el guirigay, la batahola, el pandemónium, y todo el mundo se había puesto a dar gritos de «¡Muera Francia!», «¡Muera Inglaterra!», «¡Viva el Duce!», «¡Viva el fascismo!». La gente parecía borracha de alegría y bailaba, saltaba y cantaba entusiasmada «Juventud», el himno fascista, como si la guerra fuera un billete de lotería premiado.

Hacía más de cinco años que Micheli Ragusano no ponía un pie en Vigàta y, aun así, ni uno solo de los veintitantos socios que habían acudido al Círculo a jugar y charlar le devolvió el saludo ni le preguntó cómo le había ido en todo aquel tiempo.

Lo cierto era que Ragusano había pasado esos cinco años confinado en la isla de Lipari, a raíz de una condena por «difamación sistemática del glorioso régimen fascista», de modo que no era prudente mostrarse cordial con él, y menos aún teniendo en cuenta que esa tarde también andaba por allí Cocò Giacalone, un hombretón alto, grueso y con la mano muy larga, conocido espía del secretario federal de los grupos de combate fascistas, un individuo del que se guardaban incluso los fascistas más acérrimos, ya que era capaz de cualquier cosa.

Micheli Ragusano, que esperaba ese recibimiento, se dirigió al expositor de los periódicos sin pronunciar palabra, cogió uno de los ejemplares, se sentó ante una de las mesitas y se puso a leer.

En ese momento fue cuando se levantó Cocò Giacalone con el gesto torvo, se acercó a don Filippo Caruana, el presidente del Círculo, que como de costumbre estaba echando una partidita a la brisca, y le dijo algo al oído con aire agitado.

—Pero ¿de verdad es necesario? —preguntó dubitativo don Filippo.

—¡Muy necesario! —replicó Giacalone con firmeza.

—¿Ahora?

—¡Ahora mismo!

Don Filippo dejó las cartas pausadamente, se levantó a regañadientes, fue hasta la mesa de Ragusano y, mientras en el salón todo el mundo interrumpía el juego o la conversación y se concentraba en lo que estaba sucediendo, dijo:

—Michè, tú aquí no puedes estar.

—¿Y eso? ¿Acaso soy un moroso?

—No.

—Si mi mujer me ha dicho que no ha dejado de pagar la cuota anual.

—Y es verdad. Pero es que no se trata de las cuotas, sino de que estás expulsado del Círculo.

—¿Expulsado? ¿Desde cuándo?

—Tres días después de que te mandaran al confinamiento, la asamblea de socios, reunida en sesión extraordinaria a propuesta de Cocò Giacalone, decidió por unanimidad que ya no eras digno de ser miembro.

—¿Así están las cosas?

—Sí, así están.

—Pues muy bien —contestó Ragusano sin inmutarse—, no os molesto más. Buenas tardes a todo el mundo.

—¡Alto ahí! —intervino don Manueli Persico.

Ragusano se detuvo a medio levantar y todos los presentes se quedaron petrificados.

Don Manueli Persico, individuo respetado y reverenciado al que apodaban «el Abuelo», tenía noventa y siete años y más que un hombre parecía un esqueleto andante, aunque un esqueleto con una gran barba blanca. Estaba tan en los huesos y pesaba tan tan poquito que, cuando soplaba la tramontana, tenía por costumbre meterse en el bolsillo un par de piedras grandes para no salir volando por los aires. A pesar de todo, conservaba una buena voz.

En 1922, con setenta y muchos años, se había convertido en un airado miembro de las brigadas fascistas, con su porra y su aceite de ricino, y había participado en la marcha sobre Roma, donde Benito Mussolini se había fijado en él, lo había llamado «abuelo» y había querido que desfilara en cabeza, justo detrás de los «quadrumviros» de la revolución, del brazo de un joven fascista que no tenía ni dieciocho años.

Desde entonces había sido un ferviente fascista, siempre en la cabecera de las manifestaciones y dispuesto a ponerse la camisa negra a la más mínima oportunidad. Se había presentado voluntario en las guerras contra los abisinios y contra los comunistas españoles, pero en ambos casos su solicitud había sido denegada por su avanzada edad. A él le correspondía el honor de gritar en las reuniones: «¡Camaradas, saludo al Duce!» Y la multitud contestaba: «¡A nosotros!»

—¡Se ha cometido una grave descortesía! —procl

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