Iturbide

Pedro J. Fernández

Fragmento

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CAPÍTULO 1

Por decisión de un muerto

1783

La vieja partera dice que ella misma burlará a la muerte, lo cual no es una tarea sencilla. Deja a la madre en parto y a su numerosa comitiva junto al crujir de la chimenea, y sale de la casona novohispana; de inmediato tiene que cubrirse la cabeza con su rebozo, pues las típicas lluvias de Valladolid caen torrenciales.

Es, por supuesto, septiembre. El cielo está cubierto de pesados nubarrones que se iluminan por rayos que parecen telarañas luminosas.

Camina por el empedrado sin darse cuenta de las otras casas, cuyas ventanas apenas brillan con luces mortecinas, o de los charcos que pisa y le humedecen los huaraches y los pies. Lo más molesto, sin embargo, es el viento frío, ora calmo, ora furioso, que la obliga a detenerse por un momento. Al pasar junto a la Catedral, sabe que en aquella masa áspera e imponente, de santos carnales tallados delicadamente en la fa­chada de cantera, está Dios; pero no se detiene, sino que se persigna y susurra un padrenuestro sin mover mucho los labios.

La vieja partera continúa hasta encontrar el inicio de una plaza larga, coronada en el centro por una fuente negra que sólo se descubre de piedra cuando un rayo fugaz ilumina el cielo, seguido del trueno divino y el goteo de la lluvia, en su repique húmedo.

Ese sonido rítmico la lleva al otro extremo de la plaza, hasta el templo de San Agustín, barroco, sombrío y antiguo; a su lado, el convento del mismo nombre, al menos guarecido por gruesos tablones de madera. Ahí toca la campana con insistencia y espera paciente. A pesar del fondo y la blusa que lleva debajo del vestido, la pobre mujer está tan empapada que es posible dibujar la curvatura de sus caderas y la forma caduca de sus pechos.

Se abre una portezuela cuadrada a la altura de sus ojos y a través de cuatro barrotes de hierro se asoma el rostro arrugado de un fraile.

—¿Quién vive? — pregunta él, con sueño.

La vieja partera aspira el incienso perfumado que viene del interior.

—Disculpe, su merced, vengo en nombre de doña Josefa de Aramburu —responde—, cuya vida peligra por los dolores de parto, que han durado tres días.

—¿Se ha confesado tan noble dama?

—Sí, pero hoy necesito otra clase de auxilio —se apura ella.

—Entonces será mejor que busque a un médico —concluye el fraile y cierra la portezuela.

La vieja partera insiste al tocar la campana.

Un rayo retumba en la cercanía, antes que la portezuela se abra.

—¿Qué quieres, mujer? La merienda fue hace mucho y éstas no son horas de molestar al prójimo.

Ella lo interrumpe:

—Pido un milagro, su merced, la salvación para mi señora. Sé que hace algunos años encontraron el cuerpo incorrupto de fray Diego de Basalenque y eso lo hace santo. Ustedes lo tienen, el cuerpo vestido, quiero decir. Si me prestara su capa, tal vez Dios obre por intercesión de la reliquia.

El fraile gruñe y azota la portezuela, de tal suerte, que la vieja partera sabe que ha fracasado.

Respira profundo y vuelve a ponerse el rebozo húmedo sobre la cabeza. La plaza está llena de charcos que reflejan los rayos en brillos diminutos.

—Espera, mujer —exclama el hombre.

Al volverse, la partera se encuentra con el fraile fuera del convento. Lo reconoce por su rostro arrugado y su barba cana: en sus manos tiene un cofre de madera mediano con la cerradura rota.

—Aquí está la capa que buscas y si tu fe es tan grande como dices, nuestro Señor hará el milagro. Te la llevas en prenda, devuélvela antes del amanecer.

—En nombre de María Josefa de Aramburu y de su noble esposo, agradezco esta acción —responde ella al tomar el cofre con ambas manos.

Pesa, no tanto por la madera, sino por la responsabilidad, pues si el objeto en su interior es tan místico como dicen, la partera podría lograr su cometido. Duda, por supuesto, porque en toda fe religiosa siempre hay incertidumbre, pero también esperanza; y con este último sentimiento en el pecho, recorre el camino de vuelta a la casona novohispana.

En la recámara principal, junto a las brasas de la chimenea y ante el claroscuro que pintan las velas grises, una mujer gime por los dolores de parto. Es tal la agonía que ha sufrido por las últimas doce horas que su piel es del mismo blanco que el camisón empapado en sudor. Está rodeada por su esposo, un médico y un sacerdote, José de Arregui, el canónigo de la Catedral.

La vieja partera deja el cofre sobre una cómoda y lo abre: en su interior encuentra un pedazo largo de tela marrón, doblada sobre terciopelo granate.

—¿Qué traéis ahí? —pregunta don José Joaquín, esposo de la mujer en parto.

—Supercherías de mujeres —responde el sacerdote—, supersticiones de los indios, porque ¿puede más la capa de un muerto que el rezo del santísimo rosario?

—Sí, supercherías… hasta que hacen un milagro —interviene la partera y la acomoda sobre los hombros de la pobre mujer en parto que respira agitada por su dolor.

—Nuestro Señor crucificado es quien hará el milagro —añade el sacerdote con desdén, mas ella lo ignora.

Ya sea por intercesión de la dichosa capa, el rezo del rosario, la labor del médico presente o de los mismos dolores de María Josefa de Aramburu, ésta comienza a relajarse y libera su parto con tal naturalidad que siente cómo se abre su cuerpo y, en cuestión de minutos, escucha el llanto agudo del recién nacido.

Sólo entonces, los presentes suspiran con alivio y más cuando el cuchillo esterilizado al fuego corta el cordón umbilical.

La madre se queda dormida, exhausta.

La partera arropa al niño con un manto grueso de azul francés, arrullándolo con cariño para que deje de llorar; el médico revisa a doña María Josefa de Aramburu con la idea de bajarle la fiebre con compresas húmedas sobre la frente. A través de la ventana sólo se ven caer gotas solitarias desde el techo y los árboles de la calle; ha dejado de llover. La luna, sin embargo, no se asoma.

José Joaquín le da unas palmadas en la espalda al cura y arqueando las cejas hacia la puerta, lo invita a salir del cuarto sin decir una palabra. Así lo hacen y caminan hasta la sala.

—¡Enhorabuena, don Joaquín! El cielo lo ha bendecido, al fin tiene un varón sano —exclama el sacerdote—, quiera Nuestro Señor que no muera como los otros.

Se sientan en sillones diferentes; ahí también han preparado la chimenea, que cruje ruidosa sobre ceniza impalpable. Velas largas en candelabros de plata dan luz a las paredes llenas de arte sacro, querubines con espadas largas, corazones coronados por espinas y vírgenes en tránsito a la muerte.

—¿Me acompaña con una copita de licor, su ilustrísima?

—Ni Dios lo mande —responde el cura—, el aguardiente suelta la lengua y luego el demonio se aprovecha. En cambio, y abusando de su cristiana hospitalidad, le acepto una taza de chocolate caliente.

José

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