México mutilado

Francisco Martín Moreno

Fragmento

México mutilado

Tengo que escribir un breve prólogo…

Hace muchos años —así comienzan los cuentos—, cuando cursaba la escuela primaria, mis maestros, esos auténticos héroes nacionales ignorados, me revelaron la existencia de un rico e inmenso territorio mexicano conocido como Tejas, así, con jota, nada de Texas, el que después nos robaron los gringos recurriendo a la diplomacia de la anexión para tratar de legalizar, ante los ojos del mundo, un robo artero e imperdonable, que mutiló a nuestro país para siempre. Ahí, en las aulas, se incubó mi rencor y creció un resentimiento que subsiste hasta hoy.

Solo que la amañada absorción de Tejas a la Unión Americana desde luego no satisfizo los apetitos expansionistas de nuestros vecinos del norte, quienes también codiciaban ávidamente Nuevo México y California. ¿Qué haría Estados Unidos para apropiarse de dichos departamentos cuando sus ofertas de compra no eran siquiera escuchadas por el gobierno mexicano ni existía la posibilidad de apertura de un espacio político para oírlas? Muy sencillo: invocar la ayuda de la Divina Providencia… Al sentirse los yanquis apoyados por el Señor, desenfundaron sus pistolas y después de disparar varios tiros en la cabeza del propietario de los bienes, inexplicablemente opuesto a ganar dinero, es decir, después de matar, según ellos, a quien se resistía a evolucionar y a enriquecerse, tomaron posesión de la propiedad ajena alegando defensa propia, en el caso concreto, derechos de conquista, logrados en el nombre sea de Dios…

En síntesis: cuando México se negó a vender sus tierras, los embajadores abandonaron el escenario para que este fuera ocupado por los militares, verdaderos profesionales especializados en el exterminio en masa del hombre, la única criatura de la naturaleza que utiliza la razón para matarse colectivamente… Estados Unidos le declaró la guerra a México en mayo de 1846. La catastrófica y no menos traumática derrota, tanto de nuestras fuerzas armadas como de la población civil, condujo a la firma de la paz en 1848, nada menos que en Guadalupe Hidalgo, lugar “sugerido” por el representante del presidente Polk, porque ahí había hecho supuestamente sus apariciones la Santa Patrona de los mexicanos y, de esta forma, Ella bendeciría los acuerdos… Por si fuera poco, y para nuestra vergüenza, el tratado fue firmado “en el nombre de dios todopoderoso” para legalizar así, ante Dios —¡claro que ante Dios!—, ante la humanidad, la historia y el mundo, el gran hurto del siglo XIX. ¿Quién les concedió a los norteamericanos el derecho de hablar y actuar nada menos que en el nombre de Dios…?

De esta suerte fuimos despojados de praderas, llanuras, valles, ríos, litorales, riberas y cañadas, además de promisorias minas. Tan solo unos meses después de la cancelación de las hostilidades, apareció mágicamente el oro en California, una California que, con todo y las inmensas riquezas escondidas en su suelo, había dejado de ser mexicana para siempre.

¿Perdimos la guerra gracias a la inferioridad militar de México? ¡Falso! Fuimos derrotados por una cadena de traiciones sin nombre, tanto por parte de los militares como de los políticos y de la iglesia católica, apostólica y romana, institución, esta última, no solo la más retardataria de la nación mexicana, sino también aliada al invasor, al igual que el propio Santa Anna. ¿La iglesia aliada…? ¡Sí, aliada a nuestros enemigos!, porque los jerarcas militares norteamericanos les habían garantizado a los purpurados no atentar contra sus bienes ni contra el ejercicio del culto, siempre y cuando el clero convenciera a los feligreses mexicanos de las ventajas de la rendición incondicional ante las tropas norteamericanas. ¿Resultado? Puebla, entre otras ciudades, se rindió sin disparar un solo tiro. Una de las peores vergüenzas la sufrimos cuando un obispo poblano bendijo la odiosa bandera de las barras y de las estrellas…

En lo que hace a la capital de la República, si bien hubo batallas feroces en donde los soldados mexicanos mostraron coraje y dignidad, la resistencia civil, una vez caída la ciudad, fue tan escasa como vergonzosa. La consigna silenciosa rezaba más o menos así: “Quien mate o hiera a un norteamericano pasará la eternidad en el infierno…” ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de México si la iglesia católica, por el contrario, hubiera sostenido: “Haz patria, mata a un yanqui…” La guerra habría adquirido otra connotación…

“¡Bendita la ley Lerdo! ¡Benditas las leyes de Reforma! ¡Bendito Juárez, el Benemérito de las Américas, el verdadero Padre de la Independencia de México! Él y solo él, junto con un selecto grupo de notables mexicanos, lograron desprender del cuello de la nación a esa enorme sanguijuela gelatinosa llamada iglesia católica, leal a Roma, al dinero, al poder político y al militar, pero nunca a México, al que le succionaba rabiosamente las energías y le negaba cualquier posibilidad de progreso y de estabilidad política. ¡Cuánta sangre se derramó al arrebatarle la inmensa mayoría de los bienes de producción a un clero voraz que había olvidado su misión divulgadora del evangelio!”, se decía en discursos abiertos en la Plaza del Volador, años después de la conclusión de la guerra contra Estados Unidos y meses antes de que iniciara la intervención francesa…

¡Pobre México!, acosado a mordidas y puñaladas desde el exterior por corsarios modernos y, además, dividido en lo doméstico por las ambiciones y los egoísmos desbridados de sus líderes, desprovistos de un claro concepto de patria por el que exponer la vida, misma que, eso sí, perdieron quienes dormían en petate… ¡Pobre México!, sometido a un clero terrateniente autorizado a recaudar el diezmo, además de ser dueño de financieras, titular de bancos camuflados, hipotecarias, latifundios, empresas e inmuebles, privilegios y patrimonio que defendía con ejércitos propios, tribunales especiales, policía secreta, cárceles clandestinas y fuero constitucional para la alta jerarquía eclesiástica…

¿Por qué el presidente Polk se negó a la anexión de todo el país, All Mexico, según le aconsejaban sus más allegados, y únicamente retuvo Tejas, Nuevo México y California? Porque los norteamericanos solo deseaban apoderarse de los territorios despoblados en los que pudiera asentarse libremente la raza superior, la suya, la anglosajona, sin contaminaciones de ninguna clase: “Nosotros integramos una raza blanca, libre, de extracción caucásica, poderosa, imaginativa, industriosa, alfabetizada y productiva, jamás nos sometimos a la degradación racial propia de un mestizaje…” En nuestro país muy pocos se percataron de que si México no desapareció de la geografía política mundial, se debió a la existencia de millones de indígenas asentados al sur del Río Bravo, de los que el jefe de la Casa Blanca no quiso saber nada… ¿Acaso tendré que exterminar a 6 millones de aborígenes torpes y tontos, igual de inútiles que nuestros pieles rojas? ¡No!, sentenció Polk de viva voz en aquel enero de 1848, ¡no!: prefiero pasar a la historia como un anexio

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