El último regalo de Villa

Carmen Olivas

Fragmento

El último regalo de Villa

El juramento

Un rumor como de abejas se escuchó durante la noche, eran las mujeres de negro que rezaban rosarios sin descanso mientras la casa poco a poco se iba llenando de flores blancas cortadas de los jardines y del monte, cuando, sobre la cama, reposaba sin dolor y sin fiebre el cuerpo de mi madre.

En la casa dos vecinas, amigas de la familia, se habían encargado de prepararla: le pusieron su mejor vestido, peinaron su cabello, cubrieron su cabeza con el paño de los domingos y entre sus manos acomodaron el rosario de mi abuela.

Un cajón de madera llegó muy de mañana mientras se preparaba una fosa en el cementerio.

Todo pasaba sin detenerse, en tanto yo me mantenía sentado junto a la chimenea, contemplando el fuego, deseando que todo aquello no fuera cierto.

A un lado estaban mis hermanos tratando de ver en mí a su nuevo protector. De ahí en adelante yo sería el jefe de la familia; era un compromiso que me pesaba de golpe.

¿Cómo voy a cuidar a Mariana y al Nata, y a encontrar a mi padre?

* * *

Dos días fuera de la casa bastaron para que la calamidad cayera sobre nosotros. Aquella tarde que regresé, me extrañó ver a tanta gente. Todos me abrieron paso cuando entré a la cocina y la vi llena de caras tristes.

Mi padrino estaba ahí, a un lado de la chimenea, mientras mi madrina, sentada cerca de la ventana, volteó a verme cuando entré y sus ojos brillaron de más. Pocas veces venían de San José, recordé que habían estado en la casa unos días antes de que se marchara mi padre. Por eso no me gustó su presencia, porque era señal de que las cosas iban a cambiar de nuevo.

Él dudó antes de acercarse a mí y palmear mi espalda, sus ojos me vieron de una manera diferente, y sin decir palabra, sólo con un gesto, me indicó que avanzara hasta el cuarto.

—Es el hijo —dijo un vecino parado junto a la puerta mientras sostenía su sombrero en el pecho—. Dejen que se acerque a su madre.

Esa seriedad la había visto en los que van a la iglesia, y la preocupación de sus ojos, en los que están cerca de un muerto. De pronto sentí en el estómago un miedo que no había tenido nunca.

Mientras iba hacia la sala, arrastraba los huaraches y envolvía con ansiedad mis manos con la orilla de mi vieja camisa blanca. Cuando la vi ahí en la cama, pálida, triste y sin fuerzas, mi miedo tuvo nombre.

La mirada llorosa de todos en el cuarto me dejó claro que aquello no tenía remedio y avancé hacia ella. Mariana y Nathanael estaban muy cerca de la cama, hincados sobre ese piso de tierra que tantas veces vi regar y barrer a mi madre.

Todo había sido de repente, o eso quise creer aquella tarde, pero la verdad es que hacía tiempo la veía más delgada y seguido la tumbaban los dolores y las fiebres. Aun así trataba de estar con nosotros y cuando hacía el quehacer de la casa, se veía siempre dispuesta y sonriente.

Recuerdo que la sala olía distinto, pero no era un olor desconocido, lo había sentido antes en otras casas, sólo que esta vez era mi madre la que se estaba muriendo.

Al verme, sonrió y trató de sentarse sin lograrlo. Cuando me tuvo cerca, me tomó de la mano.

—Valentín, m’ijo —me dijo muy bajo.

—¿Sí, ma’? ¿Qué tiene?

—Que me voy, m’ijo, que te va a tocar a ti cuidarlos —me dijo, viendo a mis hermanos—. Tú ya estás grande, ya casi eres un hombre. Pero tu pa’, m’ijo, a ellos va a hacerles falta. Ya sabes que se fue con Villa —dijo entre toses, luchando para que el aire le alcanzara; tenía que lograr que su voz y sus palabras fueran claras—, búscalo, dile que los niños van a estar solos —dijo finalmente.

Recosté mi cabeza en su pecho y lloré sin importar que me vieran, ella acarició mi cabello y trató de consolarme; al sentir su último cariño, me limpié el rostro con la manga.

—Sí, ma’ —le dije, conteniendo el llanto—, usté no se apure que yo lo encuentro.

Después de eso, ella soltó mi mano.

* * *

Las plegarias dejaron de escucharse conforme el sol iba saliendo, como si la oscuridad estuviera llena de demonios. Varias jarrillas de café animaron los pasos y las voces de los que velaban el cuerpo, ese cuerpo que se rindió, dejando escapar su alma.

A la luz del día las cosas me dolieron más, pues parecía que Dios no se había dado cuenta de la muerte de mi madre. El sol brillaba como de costumbre, los perros jugaban entre ellos y las gallinas seguían buscando su alimento con el pico. Todo eso me ofendía y quise alejarme. Salí de la casa y caminé deprisa hasta el corral, ahí estaba el caballo que me regaló mi papá el día que se fue con Pancho Villa. El Moro parpadeaba despacio, era como si se diera cuenta de mi tristeza, ni la pastura ni la hierba le llamaron la atención esa mañana.

Hacía casi tres años de la partida de mi padre y yo lo extrañaba tanto, pero después de lo sucedido… no sabía qué sentir por él.

Mira que dejarnos solos.

Lo juzgué. Luego sacudí mi cabeza y lo pensé de nuevo:

¿Cómo iba él a imaginar esto?

Eso tenía que quedarme claro.

Mientras acariciaba al caballo, mis dos amigos llegaron al corral sin decir nada, pusieron su mano en mi hombro y no hizo falta más para entenderlos.

Trabajábamos juntos en la labor, éramos compañeros de juegos, trepábamos árboles, subíamos las peñas de la cañada para dejarnos caer a los hondables, y la de veces que sacamos vejigas de miel de los hormigueros. En una ocasión, aparte de la miel, me gané varios piquetes y una tunda de mi madre cuando me bajó la fiebre.

Las cosas iban a cambiar siendo yo un huérfano, dejaría de ser un niño para convertirme casi en un hombre, uno que tendría que hallar la forma de traer a casa a su padre.

—¿Y dices que lo prometiste? —repitió Arturo luego de condolerse y escuchar lo que yo había dicho antes de la muerte de mi madre.

—Eso de irte solo como que es difícil —agregó Fernando al tiempo que se rascaba la cabeza.

Largo rato se quedaron a mi lado mientras yo acariciaba al caballo.

—¡Si tú quieres, nos vamos contigo! —ofreció Arturo.

Fernando abrió los ojos con preocupación, pero aun así dijo:

—¡Claro!

Nunca sabré si los motivaba la aventura o darme un apoyo verdadero, cosas que nunca faltan entre los amigos, pero de los tres, Arturo siempre había sido el más valiente.

—Ya tenemos doce años —dijo con fuerza—, y podemos hacerlo.

Pasaron sus brazos por mi espalda, y luego de la enorme oferta, me sentí lleno de esperanza.

Sus palabras hicieron eco en mí, era un niño venido a hombre. Más tarde, en el cementerio, deposité un puño de tierra sobre el ataúd de mi madre. Y lo que dije aquella tarde soleada de primavera de 1916 aún pesa sobre mi espalda:

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