Querido Don Benito

Pedro J. Fernández

Fragmento

Querido don Benito

24 de agosto de 1864

Laredo

Mi querido don Benito,

Hoy cruzamos la frontera norte, y aunque en apariencia tus hijos y yo estamos a salvo, no puedo dejar de pensar en que tu vida peligra, junto con la soberanía de la patria. Hace tan sólo unos días podía sentarme a tu lado mientras discutías con don Sebastián Lerdo de Tejada sobre la siguiente ciudad en la que habríamos de escondernos de aquellos hombres a los que llamas “los enemigos de México”. Y muy decidido, como siempre has aparentado ser frente a tus amigos, afirmabas que debíamos ir a Chihuahua o a Guadalajara, pero yo sabía que el miedo estaba presente en todos tus pensamientos.

Sé que tardaste en tomar la decisión de enviarme lejos, pues temías que mis consejos te hicieran falta para seguir adelante, pero estabas más aterrado de quedarte sin mí; por eso me pediste que huyera a los Estados Unidos. Si los traidores que apoyan el Imperio Mexicano me encuentran, no dudarán en matarme, o a tus hijos.

Te preguntarás cómo me siento. No tengo corazón para mentirte. Estoy segura de que Matías Romero te escribirá para contarte que me encuentro llena de esperanza, pero es sólo un deseo suyo de no preocuparte en demasía. Yo te diré la verdad. Bien sabes que desde hace días no puedo conciliar el sueño porque tu ataúd es el protagonista de todas mis pesadillas, y porque no tengo más apetito que el de sentarme a tu mesa y brindar por nuestro amor. Con decirte que hoy me asomé al espejo para ver mi pálida tez, las manchas grises de mis mejillas, las sombras debajo de mis ojos y ese brillo opaco de mis pupilas que es sólo una prueba de que faltas tú.

Te confesaré algo. Yo también tengo miedo, porque dejo atrás el país en el que nací dos veces. Primero, cuando vine al mundo una noche sin luna, en marzo de 1826, y por segunda ocasión cuando te tomé de las manos, frente a tus amigos, y juré que sería siempre tu esposa. Tengo miedo de dejar atrás la tierra que me dio la lengua española, la fe católica y el mole de Oaxaca. Ya todo eso está lejos. Me encuentro en otro país y me siento extraña.

Ahora me pregunto si no fue ése tu primer sentimiento en el momento en que llegaste, a los doce años, a la ciudad de Oaxaca. ¿Recuerdas? Era 1818, el país entero estaba sumido en la guerra de Independencia y tú venías huyendo del único padre que conociste, un tío endemoniado que solía azotarte con cuerdas en la cintura todos los días sin más razón que la de su embriaguez. Me dijiste que te sentías fuera de lugar, como una estrella que no pertenece al cielo. Eras un joven de piel oscura, calzón de manta y huaraches. Te protegías del sol con un sombrero de palma y tenías el hábito de apretar los labios cuando no entendías lo que te decían. No hablabas español, sólo zapoteco. No escribías. Las letras de los libros te resultaban incomprensibles. Nadie que se hubiera encontrado contigo en la calle habría dicho que aquel niño tan pobre terminaría por convertirse en el presidente de una república herida. Tú tampoco tenías esos sueños de grandeza con los que luego me contagiarías en forma de charlas o caricias cómplices.

Tú, como ahora yo, conociste el silencio de una tierra desconocida. Caminaste por la terracería enlodada, contuviste tus ganas de llorar y te persignaste al pasar frente a cada iglesia. Recuerdo que me dijiste que caía una llovizna fría. Era diciembre en Oaxaca. Buscabas una dirección, pero no conocías el nombre de las calles; sólo te empujaba un deseo de sentirte a salvo. ¡Qué obra de la misericordia de Dios fue el hecho de que tu hermana Josefa te viera por la calle y corriera a arroparte! Se habrá extrañado de encontrarte desprotegido ahí, tan lejos de tu pueblo. Por caridad cristiana te llevó hasta la casa en la que trabajaba, ahí te secó con un trapo y te dio un plato de frijoles para matar el hambre. Tú comiste en silencio, sin responder a las preguntas que tu hermana te hacía. Quizá sentías que haber huido de San Pablo Guelatao era una travesura más, o te avergonzaba no haber soportado los golpes de tu tío. Hay sentimientos de tu pasado, Benito, que son meras suposiciones mías, pero te conozco bien.

Qué miedo has de haber sentido cuando tu hermana te llevó ante sus patrones. Después de presentarte, les pidió trabajo para ti. Mis padres, don Antonio Maza y Petra Parada, te observaron largamente. Tu mirada inocente les llamó la atención. Algo en ti les hizo darte cobijo, no fue mera caridad cristiana. Tuvieron que pasar años para que les dieras las gracias en español y no en tu natural zapoteco. Esa noche dormiste en la misma cama que tu hermana, tapado sólo con una manta gris. Te acurrucó la lluvia que se soltó violenta borrando la luna. No lo sabías, pero tu travesura cambiaría el país. Creo que toda gran historia empieza rompiendo las reglas. ¿No es cierto?

Perdona que insista en tu pasado, Benito, pero quiero entenderme a través de ti. ¿Recuerdas que me dijiste que en tu pueblo no había escuelas? Todo México, que entonces era un reino llamado Nueva España, sufría del mismo mal. La ignorancia condenaba a la gente a la miseria. Tú deseabas cambiar eso. Cuando llegaste a la ciudad de Oaxaca, ya tenías un deseo de aprender a leer y escribir, de descubrir el español para entender lo que otros te decían. Aquellos primeros días en los que trabajabas para mis padres, fue Josefa quien te sirvió de traductora, así como ahora don Matías Romero toma mis palabras en español y las habla en inglés.

Barrías el patio de la casa por dos reales, ¿no es cierto? Desde muy temprano tomabas la escoba para limpiar la tierra y las hojas, también le echabas agua a las plantas. Eras un niño callado porque no querías dar problemas, pero al mismo tiempo levantabas tu mirada con aquel sencillo anhelo: ir a la escuela. ¡Aprender!

Ay, Benito, cómo me hace falta sentarme a tu lado para que me cuentes aquellos años perdidos en los que Oaxaca era de terracería. “Un muladar”, ésa era la frase que usabas. La ciudad estaba compuesta por unas cuantas manzanas tan sólo. Llegaba gente de Guatemala y la Ciudad de México para hacer negocios en los mesones. Las horas del día eran marcadas por las campanadas de las iglesias, mientras que el calendario era dictado por las celebraciones religiosas. La fe era el centro de la vida política; la religión era la fuerza que controlaba el destino de los hombres. Era común en aquel entonces ver a los jóvenes caminar al seminario. Yo misma me di cuenta de ello muchas veces años después, cuando era niña.

Luego llegó una epidemia de cólera a la ciudad. Oaxaca siempre estuvo expuesta a enfermedades que llegaban de repente. Tú me dijiste que parecías vivir en la capital de las cruces. Yo me reí, pero tú me lo explicaste bien. Cruces en los altares para que los vivos pidieran a Dios que los librara de la enfermedad; cruces en las casas para que los moribundos confesaran sus pecados antes de fallecer; cruces en los cementerios para aquellos que habían sucumbido a la epidemia. Se organizaban funerales a cualquier hora del día. ¿Habrás sentido la muerte de cerca? ¿Entendiste que tu vida peligraba?

Me dijiste que fueron momentos de gran mad

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