Fiebre al amanecer

Péter Gárdos

Fragmento

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1.

 

 

 

 

Mi padre entró en la bahía de Suecia un día de verano en el que amenazaba lluvia.

La guerra había terminado hacía apenas tres semanas.

Soplaba un furioso viento del norte y el barco cabeceaba hacia Estocolmo entre olas de dos y tres metros en pleno mar Báltico. A mi padre lo habían ubicado en la cubierta inferior. La gente, echada sobre jergones, intentaba, desesperada, aferrarse a todo lo que podía en medio de aquel terrible balanceo.

No había pasado ni una hora desde que el barco zarpara cuando mi padre enfermó. Primero tuvo un acceso de tos acompañado de esputos de sangre, y se volvió hacia un lado; entonces la estridencia de su respiración se hizo tan fuerte que casi ahogaba el sonido del embate de las olas al chocar contra el barco. Como aparentaba ser un caso grave, permanecía tendido en la primera fila, junto a la puerta batiente. Fue entonces cuando dos tripulantes alzaron en volandas su cuerpo de pajarito y lo llevaron al camarote contiguo.

El médico no dudó. No era momento para perder el tiempo con analgésicos. Le clavó la aguja de una enorme jeringa en la caja torácica entre dos costillas. Fue cuestión de suerte el que la aguja acertara en el lugar adecuado. Mientras el médico extraía casi medio litro de líquido de su tórax, llegó el aparato para la extracción. Cambiaron la jeringa por unos tubitos de plástico y le succionaron rápidamente otro litro y medio de mucosidad del pecho.

Mi padre mejoró.

El capitán, a quien informaron de la milagrosa salvación de aquel hombre, le dispensó un trato especial por su grave enfermedad. Mandó que lo envolvieran en una gruesa manta y que lo acomodaran en cubierta. Sobre el agua gris granito se acumulaban henchidas las nubes. El capitán se erguía, con su impecable uniforme, junto a la tumbona de mi padre:

—¿Habla alemán, señor?

Mi padre asintió con la cabeza.

—Le felicito, se ha salvado.

En otras circunstancias podría haber pronunciado un discurso ejemplar. Como su estado no favorecía una conversación entre caballeros, mi padre solo fue capaz de mostrar su deseo de colaborar:

—Estoy vivo.

El capitán lo observó. Piel de color ceniza estirada sobre el cráneo, pupilas agrandadas por la distorsión de las lentes de las gafas y, en la cavidad de la boca, una oquedad muy oscura. Apenas tenía ya dientes propios. Qué había pasado exactamente, no lo sé. Puede que tres descomunales esbirros le hubieran dado una brutal paliza a un tipo escuálido en un tétrico sótano militar de cuyo techo tan solo colgaba una bombilla. Puede que uno de los matones que le zurraban agarrara una plancha y golpeara con ella varias veces la cara de aquel preso con el tórax hundido, mi padre. Según la escueta versión oficial, la mayor parte de los dientes se los habían arrancado en el presidio del bulevar Margit en 1944.

Pero, aquí y ahora, era cierto, estaba vivo, respiraba, aunque con silbidos, y sus pulmones absorbían ávidos el aire fresco y salobre del mar.

El capitán echó una ojeada a través de sus prismáticos:

—Atracaremos en Malmö durante unos cinco minutos.

A mi padre aquello le resultaba indiferente. Él era uno de los doscientos veinticuatro enfermos en estado crítico que transportaban de Lübeck a Estocolmo. Algunos se habrían alegrado solo con que el capitán les hubiera dado garantías de que iban a llegar a su destino. ¿Qué podían importarles a aquellos desahuciados esos minutos del desvío a Malmö? Pero el capitán, como si diera parte a una autoridad superior, prosiguió:

—Me comunicaron la instrucción por radio. Esta parada no figuraba en mi ruta.

La sirena del barco gimió. Tras la bruma aparecieron las dársenas del puerto de Malmö. Sobre la cabeza de mi padre revoloteaban las gaviotas.

Atracaron en un extremo del muelle. Dos marineros saltaron a tierra firme y echaron a correr por la escollera hacia el puerto. En las manos llevaban una cesta vacía con asas como las que, según recordaba él, utilizaban las ariscas lavanderas cuando acarreaban la ropa recién lavada hasta el desván.

La entrada al muelle se encontraba cerrada por un paso a nivel; un grupo de mujeres aguardaba detrás con sus bicicletas. Eran cerca de cincuenta. Un conjunto mudo e inmóvil. Muchas de ellas, con un pañuelo negro en la cabeza, esperaban al lado de la bicicleta agarrando con fuerza el manillar. Como cuervos apiñados sobre la rama de un árbol.

Los dos marineros llegaron hasta el paso a nivel. Solo entonces él advirtió que del manillar de las bicicletas colgaban pequeños paquetes y canastos. El capitán le rodeó los hombros con su brazo.

—Es obra del empecinamiento de un rabino. Ha anunciado en los periódicos matutinos que ustedes venían en este barco. Y ha logrado que atracáramos.

En unos instantes las mujeres depositaron sus paquetes en la cesta. Una de ellas, que se hallaba un poco más atrás, soltó el manillar y la bicicleta cayó. Desde el barco mi padre escuchó su resonar metálico al chocar contra los adoquines, aunque desde tanta distancia resultara de todo punto imposible. Tiempo después evocaría a menudo la escena sin omitir nunca el ruido del golpe.

Cuando terminaron de recoger todo, los marineros volvieron corriendo al barco. En la mente de mi padre quedó fijada la escena: un muelle vacío e irreal, los marineros cargando con las cestas, y detrás, cerrando filas, un extraño ejército de mujeres inmóviles junto a sus bicicletas.

Los pequeños paquetes contenían pasteles horneados por suecas anónimas, conmovidas por la llegada de aquellos desarraigados a Suecia. Mientras daba vueltas a la masa tierna que se deshacía en su boca desdentada, mi padre distinguió el sabor de la frambuesa y la vainilla.

—Suecia les da la bienvenida —dijo entre dientes el capitán mientras se marchaba para dar órdenes, pues el barco comenzaba ya a alejarse de la costa.

Mi padre saboreaba el pastel. Un biplano entre las nubes describió dos círculos sobre sus cabezas para homenajearles. Poco a poco, comenzaba a sentir que realmente estaba vivo.

 

*

 

El 7 de julio de 1945 mi padre ya guardaba cama en el hospital de un pueblecito llamado Lärbro, en la provincia de Gotland, en una sala para dieciséis personas, y, con la espalda apoyada contra la almohada, escribía una carta. La luz del sol penetraba con sus rayos dorados a través de la ventana. Entre las camas serpenteaban enfermeras con blusas almidonadas que crujían y cofias blancas, y largas faldas que arrastraban por el suelo

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