La región más transparente (Edición conmemorativa de la RAE y la ASALE)

Carlos Fuentes

Fragmento

cap-2

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GONZALO CELORIO

CARLOS FUENTES, EPÍGONO Y PRECURSOR

Cuando murió, la madre de Jorge Luis Borges, doña Leonor Acevedo, tenía 99 años de edad. Cuentan que, en el sepelio, una vecina se acercó al escritor y le dijo, a manera de pésame: «Qué pena; un poco más y llega a los cien», a lo que Borges respondió: «Me parece que exagera usted el prestigio del sistema decimal».

Este año de 2008, Carlos Fuentes cumple ochenta años de vida, y su primera novela, La región más transparente, cincuenta de haber sido publicada. El prestigio del sistema decimal al que Borges aludía no es la causa, pero sí el feliz pretexto para celebrar, por motivos más valederos y menos fortuitos que los que registra el calendario, ambos nacimientos: el de la persona, que se deja vivir para que el escritor trame su literatura, como Borges mismo definió su proceso de creación literaria, y el del novelista, merced al cual el hombre justifica su tránsito por el reino de este mundo.

No es posible hablar de la persona con independencia del escritor porque, ciertamente, Carlos Fuentes, el hombre, se ha dejado vivir para que el otro, el que escribe novelas y dicta conferencias, el que figura en diccionarios biográficos y suscribe artículos periodísticos, el que asume posiciones políticas y concede entrevistas, haya creado su vastísima obra literaria. ¿Qué decir de su persona que no remita a su condición de escritor, si vive para escribir, se alimenta de palabras y se confunde hasta la mímesis con ellas? Gracias a la cercanía que me ha permitido su afecto inopinado, acaso podría mencionar algunos de los rasgos característicos de su personalidad: su disciplina, su arrojo, su vitalidad, su elegancia. O referirme a sus gustos más acendrados, del cine, la ópera y las novelas de vampiros a las caminatas por los cementerios londinenses o las bajas temperaturas del mar Cantábrico que, lejos de inhibirlos, estimulan sus impulsos natatorios. O hablar de la amistad que nos ha prodigado a mí y a otros escritores de mi generación y a los de otras generaciones más jóvenes, como la llamada del Crack, a la que Fuentes prefirió denominar del Boomerang por venir de regreso del Boom de la literatura hispanoamericana. Pero cuanto dijera acabaría por redundar en la descripción de su personalidad literaria, porque todas las cualidades de Fuentes, su talento, su inteligencia, su cultura, su don de lenguas, su portentosa memoria están al servicio de su vocación, y todo lo que le ocurre, lo maravilloso y lo nefasto, lo trascendente y lo superficial, la bendición del amor y el dolor de la pérdida, es pastizal de su palabra. Su condición literaria es, en suma, la característica esencial de su persona.

Sin poder relegar a un segundo plano esta su naturaleza literaria, quiero destacar, sin embargo, una de sus más valiosas prendas personales, que debe agradecerse en términos amistosos, pero también, inevitablemente, en términos literarios: la generosidad.

Pertenezco a una generación nonata que antes de configurarse como tal fue sacrificada por la brutal represión del movimiento estudiantil de 1968, que acabó con todo intento gregario —y por ende con toda articulación generacional— y condenó a cada uno de sus virtuales miembros al solipsismo y el recelo; una generación descoyuntada en el momento en que debería haber consolidado su integración y afianzado su proyecto literario y que no se estableció sino muchos años después, cuando los que debimos haberla conformado ya peinábamos canas y habíamos recorrido nuestro propio camino en soledad. Nos encontramos tarde, sí, pero nos reconocimos en nuestras lecturas pretéritas y en nuestros antiguos ideales juveniles. Y coincidimos en que un signo que nos aglutinaba era precisamente el influjo que la obra, el ideario y la actitud literaria de Carlos Fuentes habían ejercido, por separado, en cada uno de nosotros. En efecto, novelas como La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz, ensayos como Tiempo mexicano y La nueva novela hispanoamericana, conferencias como la que pronunció en Bellas Artes dentro del ciclo Los narradores ante el público, para citar solo unos cuantos ejemplos, nos habían marcado de manera indeleble y nos conferían, retroactivamente, una pertenencia generacional que no habíamos vivido en su momento. Por el profesionalismo y la modernidad de su literatura, por la agudeza y la dimensión crítica de su pensamiento, por la amplitud de su cultura y la firmeza de su vocación, Carlos Fuentes había adquirido, para nosotros, la condición del escritor paradigmático; un escritor untado a la vida y comprometido con ella y sus mejores causas; un escritor que sabía conjugar, como lo habían hecho Alfonso Reyes y Octavio Paz, la raigambre nacional y las arborescencias universales y a quien nada humano le era ajeno: la historia, la política, la economía, las relaciones internacionales, la música, la pintura, el cine, el teatro, la ópera —nutrientes todos de su obra literaria—; un escritor, en fin, que representaba con excelencia la cultura nacional en el ámbito internacional y sin quien nuestro país y su literatura no tendrían ni el carácter ni la resonancia que han alcanzado en el concierto de la cultura universal.

Algunos miembros de esta «generación retroactiva» lo conocimos en persona y tuvimos la bienaventuranza de frecuentarlo. Antes de reunirnos con él, nos distribuíamos los temas, según nuestros parcos conocimientos, para formar entre todos un raro ente plural que pudiera dialogar con el maestro. A uno le tocaba el cine, a otro la literatura de lengua inglesa, a un tercero la Revolución mexicana, a otro más la novela negra, a mí la literatura hispanoamericana. De esta manera, cinco frente a uno, pudimos conversar larga y reiteradamente con él y beneficiarnos de su magisterio. Su generosidad nos otorgó el estatus de interlocutores, nos hizo partícipes de sus hallazgos literarios, de sus opiniones políticas, de sus anécdotas personales, y nos reconoció como escritores. Nuestra gratitud se sumó a la admiración que ya le teníamos y que le seguimos profesando. Admiramos la disciplina ejemplar con la que todas las mañanas enfrenta su máquina preeléctrica, cuyas teclas le han deformado los dedos índices, que son los únicos que utiliza para escribir; la avidez con la que lee las novedades literarias y el entusiasmo que le siguen provocando el Quijote y las grandes novelas realistas y naturalistas del siglo XIX; el interés y la preocupación que le suscita el destino del país y del mundo, y, sobre todo, su gran energía. Es imposible seguirle el paso porque es más impetuoso que nosotros y desde luego más joven, aunque nos lleve veinte años de edad. Basta con verlo subirse a un estrado, comerse una docena de ostras o dictar una conferencia.

*

Se dice que la novela es un género de madurez porque, sin desdeñar los atributos de la imaginación que le son inherentes, el escritor, para articular su discurso narrativo, echa mano de su propia experiencia, que es directamente proporcional al transcurso de su vida, a diferencia del poeta, que acude al expediente de la imaginación, más fresca y vigorosa entre más breve es la edad de quien la posee, para expresar sus sentimientos y sus pasiones, sus

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