Vosotras las personas serias no debéis ser demasiado severas con los seres humanos que buscan alguna distracción cuando se sienten encerrados como en una cárcel, y no se les permite siquiera decir que son prisioneros. Si no consigo pronto divertirme un poco, me moriré.
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Primera parte
Caminos de rosas y senderos de espinas
1. Una joven solitaria
Una noche de primavera, una muchacha llamada Lucan Bellenden se encontraba ensimismada junto a la ventana de una enorme y preciosa casa de campo inglesa. Siguiendo la moda del decenio de 1840, su cabello abundante y dorado le caía en largos bucles sobre el cuello y los hombros. Llevaba un sencillo vestido negro que le ceñía el pecho delicado y los brazos, aunque formaba amplios frunces y pliegues por debajo de su delgada cintura. De cuando en cuando, se estrujaba o retorcía suavemente los dedos entre estos pliegues negros; pero era su único movimiento.
Lucan era huérfana y estaba mal situada en la vida. Ya de niña había perdido a su madre; y hacía un año, al morir su padre, había visto desintegrarse su hogar, y a sus hermanos pequeños colocarse en casa de los parientes que podían mantenerlos. Ella también había tenido que tratar de ganarse el pan. Durante unos meses, fue acompañante de una rica anciana que en su juventud había sido una belleza, y cuyo corazón aún despedía violentas llamaradas de celos cuando sus viejos galanes, canosos o calvos, descuidaban la partida de whist o el vaso de ponche para contemplar el rostro encantador y la juvenil figura de la muchacha que andaba por la habitación. Lucan se había sentido sola en esta casa rica, como si no albergase a ningún ser humano; y ni siquiera el loro en su jaula, ni ninguna butaca o sofá, con sus tapizados de seda, se mostraron amablemente dispuestos hacia ella. Pero Lucan era tan joven que, en medio de la soledad y la depresión, conservaba en el fondo de su ser la inquebrantable convicción de que en alguna parte del mundo le esperaba algo hermoso y feliz. «Pronto será todo distinto», pensaba. Cuando su anciana señora falleció de repente a causa de un ataque, recurrió a una agencia de colocaciones de Londres, y por mediación de ésta consiguió un puesto de institutriz en la casa donde ahora estaba sentada.
El señor de la casa era un hombre de negocios, un caballero próspero, respetado, solemne y orgulloso, aunque de pocas palabras. Era viudo con tres hijos: dos ni