Todo Alatriste

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

ALATRISTE-1

HISTORIA DE UN HÉROE CANSADO

Le atrajo siempre, desde niño, esa España fascinante y peligrosa del siglo XVII, de callejuelas estrechas y mal alumbradas, tabernas, burdeles y garitos de juego, corazón de un mundo en guerra, cuando Madrid era la capital del imperio más grande de la tierra. Una España arrogante y orgullosa donde la vida había que ganársela, a menudo, entre el brillo de dos aceros. Así que decidí, con ayuda de mi hija Carlota, que entonces tenía doce años y colaboró con entusiasmo en el primer volumen, recrear semejante escenario en una serie de novelas que debieran tanto a los libros de Historia y a las relaciones de la época como a las novelas de aventuras que amé en mi infancia —Dumas, Féval, Sabatini, Salgari y tantos otros— constituyó un desafío y un trabajo muy divertido. Inventé un personaje y me puse a ello. Un individuo políticamente incorrecto, un viejo soldado de los tercios españoles, un asesino a sueldo que, sin embargo, mantiene el código de honor de ciertas actitudes y ciertas amistades.

Pero no fue sólo eso. Homenajes literarios y lecturas de juventud aparte, mi intención era también, con páginas llenas de lances y peripecias, adentrarme, con el lector, en aspectos más profundos del Siglo de Oro español. Recordar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos. Enseñar sin que se notara demasiado la intención didáctica, los aspectos fundamentales de la historia, de la literatura, de la pintura, de la política, de la vida del XVII. De esa decisión habrían de nacer algunas características fundamentales del relato y también del lenguaje en el que está escrito: rescate de la vieja germanía y aroma clásico combinados con el intento de una eficacia narrativa adecuada para el lector del siglo XXI. Puesto que, hacia 1995, cuando empecé la serie, estaba ya muy avanzada en los planes de estudio la consigna del desmantelamiento cultural, incluida la ignorancia contumaz de la Historia y la Literatura españolas, se trataba de rescatarlas en lo posible, y ponerlas de nuevo a circular, contándolas a la manera de una novela de aventuras.

Como el marco era la España de los Austrias, los modelos estaban ahí: la novela picaresca, las comedias de capa y espada, los versos de Francisco de Quevedo. Después de todo, puesto que Alatriste era un soldado de fortuna, su historia podía rastrearla en los memoriales históricos de los soldados de su tiempo: Duque de Estrada, Contreras, Miguel de Castro, Jerónimo de Pasamonte, así como en el teatro y la poesía de la época, las jácaras de bravos y malandrines, las novelas de Mateo Alemán, de Espinel, de Torres Villarroel, del autor del Estebanillo González o de Miguel de Cervantes. Sin olvidar los «Avisos» de Barrionuevo y de Pellicer. Y si además, tratándose de aquella España, no había más remedio que moralizar de vez en cuando, ¿qué mejor que convertir a Francisco de Quevedo en un personaje de ficción, reconstruyéndolo con sus propios versos, y añadiéndole una destreza de espada —por otra parte, rigurosamente histórica— tan temible como la de su afilada lengua?

Otra de mis intenciones era hacer justicia a unos personajes que siempre me apasionaron: aquellos hombres crueles, arrogantes, valerosos, soldados profesionales y aventureros sin nada que perder y con botines y quimeras por ganar, que forjaron el imperio más poderoso de la tierra, lo sostuvieron con sus espadas y con su sangre, y al cabo se hundieron con él, muriendo como perros callejeros, olvidados de reyes y poderosos, ahorcados por la Justicia, mutilados, pidiendo limosna, acuchillados en un callejón oscuro o en un campo de batalla. Y junto a Diego Alatriste, soldado de los tercios viejos, puse —gracias a Carlota, que me dio el primer punto de vista del personaje— al joven Íñigo Balboa, el testigo, la mirada asombrada al principio, lúcida y crítica después, afectuosa siempre, que permite calar en la compleja personalidad, los rincones oscuros del héroe cansado. Así, junto a Alatriste, el joven Íñigo se forjará un modo de vivir, una manera de ser. Aprenderá la lealtad, las formas de la amistad, el alto concepto de servir a reyes y señores indignos, no por ellos sino por uno mismo. Y a ser, al final, único referente honorable de la propia vida. Junto a la figura derrotada, impasible y dura del capitán Alatriste, Íñigo se convierte en un alumno fiel, en una sombra que aprende viviendo y oyendo aquellas voces maestras del Siglo de Oro, en contacto continuo con los nombres, los versos, las obras, los cuadros de esa España prodigiosa. De esta manera quise demostrar que aprender es vivir en el roce con la calle, con los libros, con la Historia. Que quien mucho anda y mucho lee y mucho pelea, mucho sabe. Y esa mirada crítica dirigida hacia nuestro siglo XVII puede volverse también, a los ojos del lector cómplice, en un espejo que refleje la España actual, o en clave que la explique.

Las aventuras del capitán Alatriste son, en suma, nuestra historia contada desde el lado de los olvidados. Desde una posición hija del valor, del honor y de la lucidez estoica en la derrota. Quizá a eso se deba el éxito de la serie entre tantos jóvenes estudiantes, ávidos de emocionarse con la trama, de disfrutar leyendo, de comentar los versos o las emboscadas. De enorgullecerse y horrorizarse al mismo tiempo, sin complejos, de lo que somos y de lo que fuimos, en esta nación hecha de pueblos diversos, cuyos quinientos años de existencia y tres mil de memoria se atreven a negar, hoy, los oportunistas y los imbéciles.

Fue de ese modo y con esas intenciones como nacieron las novelas del capitán Alatriste. Y para mi sorpresa, lo que en principio iban a ser sólo una pequeña batalla personal por la memoria para la generación de mi hija, se convirtió en un fenómeno editorial. Cuando mis editores hablan de casi cuatro millones de ejemplares distribuidos sólo en España, mi orgullo principal es saber que buena parte de esos libros se leen en los colegios, y que hay profesores que los utilizan tanto para trabajos de literatura como de historia y hasta de ética. Todo eso, reforzado por la aparición de juegos de rol, historietas publicadas por entregas, un cómic sobre los dos primeros episodios de la serie, un sello de Correos, traducciones a lenguas extranjeras, dos pequeñas piezas teatrales, la película protagonizada por Viggo Mortensen y dirigida por Agustín Díaz Yanes, y la serie de televisión en la que un estupendo Aitor Luna encarna a Diego Alatriste. Nunca esperé tanto, así que mi satisfacción es absoluta. Hasta se organizan visitas turísticas a las calles del Madrid de Alatriste. Y yo mismo, cuando paseo por esos antiguos barrios, no puedo evitar sentir que tras cualquier esquina aparece la delgada y taciturna silueta de mi amigo el capitán, ver brillar la espada de su mortal enemigo el italiano Gualterio Malatesta, escuchar el acento andaluz del pintor Velázquez, oír tras la tapia del corral del Príncipe o de la Cruz a los actores declamar versos de Lope de Vega o Calderón en representaciones teatrales que a veces terminan con estocadas, o entrar en cualquier taberna donde el poeta Quevedo compone versos entre pendencias, amoríos y botellas de vino. Borrar las fronteras entre realidad y ficción, y terminar no pudiendo diferenciar bien lo vivo de lo imaginado, resulta fuente de especial placer para cualquier autor. A fin de cuentas, para eso algunos escribimos novelas.

ARTURO PÉREZ-REVERTE

De la Real Academia Española

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