La octava vida (para Brilka)

Nino Haratischwili

Fragmento

libro-6

Prólogo o La partitura del olvido

2006

En realidad, esta historia tiene varios comienzos. Me cuesta trabajo decidirme por uno, porque todos dan como resultado el comienzo.

Se podría empezar esta historia en un viejo edificio de Berlín, de manera muy poco espectacular, con dos cuerpos desnudos en la cama. Con un hombre de veintisiete años, un músico implacablemente talentoso, que está a punto de hundir su talento en sus caprichos, en el ansia insaciable de cercanía y en el alcohol. Pero también se puede comenzar la historia con una chica de doce años que decide lanzar un «no» a la cara del mundo en el que vive y buscar otro inicio para ella y su historia.

O se puede retroceder muy lejos, hasta las raíces, y empezar allí.

O comenzar la historia con los tres principios a la vez.

En el mismo instante en que Aman Baron, al que normalmente se conocía por el nombre de «el barón» o tan solo «Baron», me confesó que me amaba con una gravedad desgarradora, con una levedad insoportable, con un amor ruidoso hasta el grito y silencioso hasta la mudez —con un amor un tanto enfermizo, débil, desilusionado y esforzadamente duro—, mi sobrina Brilka, que tenía doce años, dejó su hotel de Ámsterdam rumbo a la estación. Tan solo llevaba consigo una pequeña bolsa de deporte, muy poco dinero en metálico y un sándwich de bonito en la mano. Quería ir a Viena, y se compró un billete barato de fin de semana, que servía para trenes regionales. Había dejado en la recepción una nota manuscrita en la que decía que no tenía intención de volver a la patria con el grupo de danza, y que era inútil que la buscáramos.

Justo en ese momento yo encendí un cigarrillo y sufrí un ataque de tos, en parte porque lo que estaba oyendo me sobrepasaba, en parte por el humo, con el que me había atragantado. Aman, al que yo misma nunca llamaba «el barón», vino enseguida hacia mí, me golpeó la espalda con tanta fuerza que me quedé sin aire, y me miró perplejo. Aunque solo era cinco años más joven que yo, me sentía décadas mayor, y además me encontraba en ese instante en el mejor camino para convertirme en un personaje trágico. Sin que a nadie le llamara la atención, porque me había convertido en una maestra del engaño.

Advertí la decepción en su rostro… Según confesó, no esperaba esa reacción. Sobre todo después de haberme ofrecido ir con él a la gira que iba a emprender en dos semanas.

Fuera empezaba a llover ligeramente, era junio, una tarde cálida de nubes ingrávidas, que adornaban el cielo como pequeños copos de algodón.

Cuando superé el ataque de tos y Brilka hubo subido al primer tren de su odisea, abrí la puerta del balcón y me dejé caer en el sofá. Tenía la sensación de estar ahogándome.

Vivía en un país extranjero, había roto el contacto con la mayoría de las personas a las que antaño había querido y habían significado algo para mí, y había aceptado un puesto de profesora visitante que, aunque aseguraba mi existencia, nada tenía que ver conmigo.

La noche en que él me dijo que quería ser normal conmigo, Brilka, la hija de mi hermana muerta y mi única sobrina, se encaminó hacia Viena, un lugar que había imaginado como su patria de elección, su utopía personal, y todo por cariño a una mujer muerta. En su imaginación, había convertido en una heroína a esa mujer difunta, mi tía abuela, y por tanto la tía bisabuela de Brilka. Tenía el plan de adquirir en Viena los derechos de las canciones de su tía bisabuela.

Siguiendo las huellas de ese fantasma, esperaba la liberación y la respuesta definitiva al vacío que se abría en su interior. Pero yo entonces no sospechaba todo eso.

Después de haberme sentado en el sofá y haber hundido el rostro entre las manos, después de haberme frotado los ojos y haber evitado la mirada de Aman todo el tiempo que pude, supe que iba a tener que volver a llorar, pero no entonces, no en ese momento en el que Brilka veía pasar por la ventanilla del tren la vieja, nueva Europa y, por primera vez desde su llegada al continente, sonreía con indiferencia. No sé qué fue lo que vio al dejar la ciudad con sus diminutos puentes, lo que le hizo sonreír, pero eso ya no es importante. Lo principal es que sonrió.

Tendría que llorar, pensé justo en ese instante. Para no hacerlo, me volví, me fui al dormitorio y me acosté. No tuve que esperar mucho tiempo a Aman, es fácil curar una pena como la suya cuando se ofrece la curación a través del cuerpo…, sobre todo cuando el enfermo tiene veintisiete años.

Me desperté a mí misma de mi sueño de bella durmiente.

Y mientras Aman apoyaba la cabeza en mi vientre, mi sobrina de doce años abandonaba los Países Bajos y cruzaba, en su compartimento apestoso a cerveza de lata y soledad, la frontera alemana. Mientras, a muchos cientos de kilómetros de distancia su tía, que nada sospechaba, fingía amar a una sombra de veintisiete años, y Brilka cruzaba Alemania con la esperanza de avanzar.

Una vez que Aman se quedó dormido, me levanté, fui al baño, me senté al borde de la bañera y me eché a llorar. Con lágrimas seculares lloré el engaño del amor, la nostalgia de la fe en las palabras que antaño tanto habían marcado mi vida. Fui a la cocina, fumé un cigarrillo y dejé vagar la mirada más allá de la ventana. Había parado de llover, y por alguna razón yo sabía que pasaba algo, que algo se había puesto en marcha, algo fuera de la casa de techos altos y libros abandonados. Con esas lámparas que había coleccionado con tanto empeño como sucedáneo del cielo, como ilusión de la verdadera luz. La iluminación de mi propio túnel. Pero el túnel seguía, las luces tan solo me habían proporcionado un consuelo breve, pasajero.

Quizá haya que decir que Brilka era una niña muy alta, casi dos cabezas más alta que yo, lo que no es tan difícil dada mi estatura; llevaba un corte juvenil a cepillo y unas gafas estilo John Lennon, unos vaqueros viejos, y tenía unos ojos redondos que siempre buscaban estrellas, con una frente interminable tras la que se ocultaban muchas preocupaciones. Acababa de huir de su grupo de baile, invitado de gira en Ámsterdam; ella hacía los papeles masculinos, porque era demasiado llamativa, demasiado alta, demasiado sombría para las suaves danzas folclóricas femeninas de nuestra patria. Después de muchos ruegos, al fin le permitieron salir a escena disfrazada de hombre y hacer los bailes más movidos; el año pasado, su larga trenza había sido víctima de ese permiso.

Era capaz de ejecutar jetés y escenas de esgrima que siempre le salían mejor que los movimientos ondulantes y ensoñadores de las mujeres. Bailaba y le gustaba bailar, y después de que le permitieran bailar un solo para el público holandés por lo buena que era, porque era mucho mejor que los chicos que al principio se habían reído de ella, abandonó la compañía rumbo a las respuestas que el baile tampoco podía darle.

La noche siguiente me llamó mi madre, que siempre amenazaba con morirse si yo no regresaba pronto a mi patria, de la que había huido hacía muchos años. Me dijo con voz temblorosa que «la niña» había desaparecido. Pasó un rato hasta que comprendí de qué niña me hablaba y qué tenía que ver conmigo todo aquello.

—A ver, otra vez, ¿dónde estaba ella exactamente?

—En Ámsterdam, ¿qué te pasa? ¿

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