Por el cielo y más allá

Carme Riera

Fragmento

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I

Cuando por fin acordaron que fuera el azar quien decidiera por ellos, mandaron llamar al notario. Don Álvaro Medina y Sotogrande, con el sueño pegado a los párpados, y un malhumor de todos los demonios, no tuvo más remedio que cruzar la ciudad de madrugada. Un alba cochambrosa acababa de ser barrida por el día cuando entró en la casa donde con tanta urgencia le solicitaban. En el puño derecho seguía oprimiendo un pañuelo perfumado con menta y hojas tiernas de lima sin decidirse a guardarlo por si volvía a acosarle algún olor desafecto. Durante todo el camino había tratado de evitar así los malos efluvios que sin darle tregua arremetían contra su olfato delicadísimo con el tormento de sus pestilencias. No le era fácil dilucidar si le molestaba más el hedor de las salazones putrefactas, el de las aguas corruptas, la fetidez excremental o la que procedía de la sudoración de los cuerpos hacinados bajo los pórticos. Pero estaba seguro de que la inmoralidad de aquella hora intempestiva acentuaba sus intensidades hostiles, al no poderlas contrarrestar con ninguna esencia agradable. Nadie bienoliente se atrevería a cruzar la ciudad de madrugada, si no fuera, como en su caso, por estricta necesidad.

Por fortuna, a lo largo de su ya dilatada vida, había sido solicitado muy pocas veces tan temprano y en todas se había tratado de casos de vida o muerte. Sin embargo, de pronto le entró la sospecha de que el asunto por el que habían ido en su busca con tanta premura podía esperar momentos más adecuados. El portero de los Fortaleza, al ayudarle a bajar del coche, le informó de que no era don José Joaquín quien le reclamaba, como había creído cuando le llevaron el aviso, sino sus hijos, y de aquellos tarambanas no cabía esperar nada bueno. Incluso se le ocurrió que en ausencia del padre serían capaces de pedirle que levantara acta de cualquier gansada o nadería, impropia de su dignidad. Pero, si en vez de marcharse, se limitó a soltar en voz baja un rosario de tacos mientras seguía al criado hacia el interior de la casa, fue porque ya que de todos modos le habían sacado de la cama, más le valía tener en cuenta la importancia de aquella familia y quedarse. La excusa le permitió aligerar la carga de su enfado y acabó por aceptar que era la curiosidad lo que verdaderamente le impulsaba a no irse. Pese a que en diversas ocasiones había visitado a los Fortaleza, siempre había sido recibido en el mismo gabinete. Quizá ahora podría entrar en los que en más de una ocasión, en conversaciones de hombres solos, había oído llamar «santos lugares». Y eso le compensara en parte el trastorno del madrugón. En la tertulia del Casino se permitiría sonreír con el cómplice menosprecio del buen conocedor cuando alguien hiciera referencia a la garçonnière de los hermanos Fortaleza y dentro de nada sabría qué especie de mosca o tábano les había picado.

Hacía tiempo que las peripecias de Gabriel y Miguel de Fortaleza constituían la pulpa de infinitas conversaciones. Sin el recuento de sus escándalos la vaciedad de muchas tertulias hubiera sido difícil de llenar. Gracias a sus vidas disipadas disminuía el aburrimiento de las sobremesas de la colonia. Incluso el padre Taltavull había encontrado en ellas materia admonitoria suficiente para urdir con ejemplos reales los sermones solemnes que, con un éxito nunca visto, predicó en la catedral durante la última Cuaresma. El notario no necesitó hacer esfuerzo alguno para recordar las afirmaciones del claretiano cuando tronaba desde el púlpito que entre las paredes de las habitaciones adonde precisamente él se dirigía ahora «se encierran los siete pecados capitales y toda iniquidad tiene su asiento». La voz del padre Taltavull, rebosante de indignación sacrosanta, como escribió el cronista de El Diario de la Marina, parecía retumbar otra vez entre los muros de Casa Fortaleza, traída por las sanguijuelas de su memoria. También él, que asistió con su familia a los sermones que congregaban a la flor y nata de la capital, creyó, como mucha gente, que el predicador manejaba una información de primera mano, Dios sabe si obtenida en el confesionario, que ponía en evidencia el comportamiento de la mayoría de jóvenes de la alta sociedad habanera, entre quienes los tunantes de Casa Fortaleza se llevaban la palma. Los malos ejemplos que ofrecían tenían que ver con hechos que él había oído contar en otras ocasiones, pero modulados por la voz que peroraba desde el púlpito producían un efecto muy diferente. El padre Taltavull aludió, en primer lugar, a las timbas que «los viernes, días consagrados especialmente al culto del Sagrado Corazón» —subrayó con énfasis, y para mayor inri—, reunían a un numeroso grupo de personas que no sólo eran capaces de jugarse las cosechas de caña, el producto íntegro de los cafetales o de los campos de tabaco, sino también ingenios, fincas o haciendas y dejar en la miseria a sus familias. Además, cuando ya lo habían perdido todo, seguían dispuestos a apostar propiedades más sagradas, esposas e hijas menores de edad. Después enumeró los desafíos que allí se habían originado, los conciliábulos secretos, las sociedades sospechosas, ligadas a la francmasonería o al espiritismo, que la Iglesia condenaba sin paliativos. Y por último, en una traca final —los cohetes estallaban directamente en las mejillas de arroz del auditorio más púdico—, el claretiano aseguró que las orgías del tiempo de los romanos eran peccata minuta comparadas con las desvergüenzas a las que aquellos jóvenes vivían entregados. La mesa de billar, dijo, sólo por poner un ejemplo —uno de tantos ejemplos condenables como podía poner—, había sido utilizada en más de una ocasión a modo de altar sacrílego sobre el que demi-mondaines diversas, nacidas en la isla o fuera de la isla, venidas de París o de Nueva Orleans —la procedencia de las lujuriosas le daba igual—, u otras pecadoras todavía de más ínfima condición, escoria de los barracones, rameras de piel tan negra como sus almas, habían exhibido sus vergüenzas y abierto sus bocas nefandas a la puntería del oro acuñado…

El criado llamó con discreción a la puerta de la garçonnière y don Álvaro Medina y Sotogrande compuso la mueca más agradable que supo. Con la boca algo torcida precipitó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza. No le fue difícil disimular, acostumbrado como estaba al trato de poderosos de variada estofa, pero fue en vano porque allí no había nadie. El mismo criado, que al ver que no contestaban había abierto la puerta, le hizo pasar y le pidió que esperara un momento. El notario puso mucho empeño en observar el conjunto de aquel salón grande y rectangular que, separado por una mampara de cristales tornasolados con escenas mitológicas de vulcanos y fraguas, se abría a otro espacio. En el centro reconoció en seguida, con regocijo, la mesa de billar. De las paredes colgaban cuadros de paisajes. Dos marinas de gran tamaño, repletas de náufragos que luchaban contra la fuerza del temporal, le llamaron especialmente la atención. ¿De dónde habría sacado la gente que aquel sitio estaba forrado de tapices llenos de odaliscas y tenía el techo pintado con escenas de harenes? Los desnudos de los pobres náufragos, lejos de cualquier concupiscencia, mal podían ser confundidos con carne tentadora y mucho menos sus desesperados movimientos con danzas lascivas. El mobiliario combinaba piezas isabelinas con otras coloni

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