A la sombra del árbol Kauri (Trilogía del árbol Kauri 2)

Sarah Lark

Fragmento

sombra-5

1

—¿Y ha recibido clases particulares hasta ahora?

Miss Partridge, la renombrada directora de la Otago Girls’ School de Dunedin, dirigió una severa mirada a Matariki y sus padres.

Matariki respondió con toda serenidad, a pesar de que aquella mujer madura, vestida de oscuro y con monóculo, le parecía un poco rara. Miss Partridge debía de tener la misma edad que las abuelas del poblado maorí, pero allí nadie llevaba aparatos ópticos. La directora, sin embargo, no le infundía temor alguno, como tampoco la habitación con sus muebles oscuros, importados sin duda de Inglaterra, los pesados cortinajes de las altas ventanas ni las paredes cubiertas de numerosas estanterías cargadas de libros. A la pequeña Matariki solo le resultaba insólito el comportamiento de su madre. Ya durante todo el trayecto desde Lawrence hasta Dunedin había mostrado una inquietud rayana en la histeria, no dejó de criticar cómo iba vestida Matariki y lo que hacía, y casi parecía como si fuera ella misma quien tuviese que pasar el examen al que su hija iba a someterse ese día.

—No siempre, se...

Lizzie Drury apenas logró contenerse para no llamar respetuosamente «señora» a la directora, y de hecho había estado a punto de hacer una reverencia al presentarse. Se llamó fríamente al orden. Lizzie llevaba más de diez años casada y era la propietaria de Elizabeth Station, una finca junto a Lawrence. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de trabajar de doncella, pero no podía remediarlo: las formalidades seguían intimidándola.

—Miss Partridge —prosiguió, intentando imprimir firmeza a su tono de voz—. En realidad nuestra hija fue a la escuela de Lawrence. Pero desde que se marcharon los buscadores de oro, la población está decayendo lentamente. Lo que todavía queda... En fin, la cuestión es que no queremos seguir enviando a nuestros hijos allí. Por eso en los últimos años hemos optado por profesores privados. Pese a ello... a estas alturas, la profesora que les enseña en casa ya no puede aportarles nada más.

Lizzie comprobó con dedos nerviosos si seguía bien peinada. Llevaba el cabello rubio oscuro y crespo formalmente recogido bajo un atrevido sombrerito. ¿Tal vez demasiado atrevido? Ante la indumentaria oscura de Miss Partridge, digna pero que en cierto modo le confería un aire de corneja, el azul claro y las flores de adorno de colores pastel casi parecían demasiado audaces. De haber sido por Lizzie, habría sacado del rincón más escondido del armario ropero la aburrida capota y se la habría puesto para adquirir un aspecto más grave. Pero en eso Michael no había condescendido.

—Lizzie, ¡vamos a una escuela; no a un entierro! —había dicho riendo—. Aceptarán a Riki. ¿Por qué no iban a hacerlo? Es una niña espabilada. Y si no fuera así... esta no es la única escuela para niñas de la Isla Sur.

Lizzie se había dejado convencer, pero en esos momentos, ante la implacable mirada de la directora, habría querido que la tierra se la tragase. Poco importaba que la Otago Girls’ School fuera peculiar o no: Matariki era, sin la menor duda, un caso especial...

Miss Partridge jugueteó con el monóculo y adoptó una inequívoca expresión de desaprobación.

—Interesante, pequeña... —señaló, dirigiéndose por vez primera a Matariki en lugar de hablar solo con sus padres—. Tienes... ¿cuántos eran...? ¿Once años recién cumplidos? ¿Y tu profesora particular ya no es capaz de enseñarte más? ¡Debes de ser realmente una niña con mucho talento!

Matariki, totalmente ajena a la ironía del comentario, esbozó una sonrisa, una sonrisa que por lo general alcanzaba a todos los corazones.

—Las abuelas dicen que soy lista —confirmó con su voz dulce y melodiosa—. Aku dice que puedo bailar más haka que todas las demás niñas de mi edad. Y Haeata asegura que podría convertirme en tohunga, sanadora, si siguiera estudiando las flores. Ingoa también...

—Pero ¿cuántas abuelas tienes, niña? —preguntó Miss Partridge, desconcertada.

Los grandes ojos castaño claro de Matariki se perdieron en la distancia mientras iba repasando mentalmente el número de ancianas de la tribu. No tardó demasiado, también en cálculo estaba avanzada para sus años, aunque de esto no eran responsables los profesores particulares ni las «abuelas», sino su ahorradora madre.

—Dieciséis —respondió.

Miss Partridge volvió a dirigir su mirada de un azul acuoso a los padres de Matariki. La expresión dejó a Lizzie sin habla.

—Se refiere a las ancianas de la tribu maorí vecina nuestra —explicó Michael—. Entre los ngai tahu es habitual llamar «abuela» a todas las ancianas, no solo a la abuela biológica. Lo mismo se aplica a los abuelos, tías y tíos... incluso madres.

—Entonces... ¿no es su hija?

Esa idea casi pareció aliviar a Miss Partridge. A fin de cuentas, Matariki no presentaba ningún parecido especial con sus padres. Si bien Michael Drury tenía el cabello oscuro como la niña, sus ojos eran tan azules como el cielo de Irlanda, incluso la forma de hablar delataba todavía sus orígenes. Tenía el rostro de rasgos angulosos, no redondo como el de Matariki, y la tez más clara. De su madre, la niña había heredado la figura menuda y el cabello rizado, pero el de Lizzie era crespo, mientras que el de la pequeña era ondulado. Por añadidura, los ojos de la mujer eran azul claro. La niña no había heredado el color ambarino de sus pupilas de ninguno de los dos.

—¡Sí, sí! —Michael Drury movió la cabeza con vehemencia—. Por supuesto que es hija nuestra.

Lizzie le dirigió una breve mirada cargada de culpabilidad, pero Michael no reaccionó, sino que hizo frente al evidente malestar de la directora de la escuela. Michael Drury tenía sus defectos y lo irreflexivo de su temperamento seguía irritando a Lizzie. No obstante, mantenía sus promesas, también aquella que le había hecho a su esposa, antes de que naciera Matariki, de que nunca reprocharía a la niña lo que su madre era y fue.

En efecto, Michael jamás había mencionado la cuestión de la paternidad, aunque muy poco después del nacimiento de la pequeña había quedado manifiesto que él no podía haber engendrado a esa encantadora niña de piel oscura y ojos castaños. La única observación respecto a ese tema que surgió por entonces estaba relacionada con la elección del nombre.

—¿Querrás llamarla Mary? —había dicho Lizzie, al tiempo que bajaba avergonzada la mirada.

El nombre de Mary Kathleen, el amor de juventud de Michael, casi se habría convertido en el inspirador del de la niña. Pero Michael se había limitado a sacudir la cabeza en un gesto de negación.

En esos momentos Lizzie se irguió. La directora no podía creer que Matariki fuera la hija de esa pareja. Si sabía algo de biología, no podía pasarle por alto que dos personas de ojos azules no podían tener un hijo de ojos castaños.

—Yo soy su madre —declaró con firmeza—. Y además es una hija de las estrellas.

Así había llamado una vez Hainga, la mujer sabia de la tribu maorí, a Matariki. La niña había sido engendrada durante la festividad de Tou Hou. Los maoríes celebraban la fiesta de fin de año cuando la constelación de Matariki, las Pléyades, aparecía por vez primera en el cielo nocturno.

Miss Partridge volvió a fruncir el ceño.

—Así que no solo está

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