La dama y el león

Claudia Casanova

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: octubre de 2017

© 2006, Claudia Casanova

© 2006, 2017, Sipan Barcelona Network S.L.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa

del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-857-0

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Contenido

Portadilla

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Dedicatoria

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Epílogo

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Dedicatoria

A JER

A mi hermana

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Ventblanc relinchó, y Aalis le acarició suavemente el cuello para apaciguarlo. No quería alertar al jabalí, ni tampoco a la partida de caza que, apostada en su escondrijo en el bosque, divisaba acercándose hacia el claro, desde el otro lado del riachuelo. Se removió inquieta en la incómoda silla. Odiaba tener que sentarse de lado, con la pierna derecha entorpeciendo sus movimientos, flexionada ligeramente por encima del cuello del animal. Este, como para refrendar su malestar, se agitó, esta vez en silencio, con apenas un ruido de cascos. A la cabeza de la partida marchaba el señor de las tierras de Sainte-Noire, su padre, y a su lado, guardando respetuosa distancia, su joven esposa. Apretando las riendas hasta que sus nudillos se tornaron blancos, Aalis se esforzó por mantenerse agazapada. Dos caballeros espolearon sus corceles, manchándose de barro al cruzar el riachuelo, dejándose guiar por el vuelo de los halcones, una reciente adquisición que había sido especialmente traída de las tierras del norte. El primer jinete iba envuelto en una capa de terciopelo negro, a pesar de que ya habían llegado los calores de la cosecha de verano, y lucía en los bordes, labrados con hilo de plata, extraños signos en lengua sarracena que ni el clérigo del castillo, el maestro de Aalis, había sabido descifrar en todo el tiempo que llevaba al servicio de su señor. Todos los caballeros de la mesnada, y hasta el último criado de Sainte-Noire, hablaban en voz baja de los servicios prestados por el caballero Auxerre durante las guerras contra los infieles, pero nadie sabía con exactitud bajo qué príncipe había servido, ni si había combatido en Tierra Santa o en las luchas contra los moros del sur, y nadie había osado preguntárselo.

Auxerre, capitán de los mercenarios del señor de Sainte-Noire, detuvo su caballo al borde del claro, en el punto opuesto al que se encontraba Aalis, oculta por los árboles. Instintivamente, la muchacha bajó la cabeza y contuvo la respiración. La distancia entre ambos era de unos cinco o seis pies. «Vive Dios que voy a cobrarme esa pieza —oyó que murmuraba para sí el jinete—, aunque no sé cómo.»

Lentamente, una mueca de satisfacción se pintó en el rostro de Auxerre, oculto a medias por el casco que le protegía la nariz y la parte superior de la cabeza, y por un instante Aalis temió que la hubiera visto. Pero el caballero viró su montura con un brusco ademán y se adentró en el bosque, en otra dirección. Tras él, siguiéndole los pasos a una distancia de unas tres cabezas, su lugarteniente y amigo, Louis l’Archevêque, ya había sacado la daga de su funda, y la frotaba con suavidad contra las largas mangas de su traje. La daga era un trofeo, ganado en un juego de dados, del que se sentía muy orgulloso. Era de acero de Toledo, y había sido afilada por las manos expertas de los artesanos de Castilla y, también, por la sangre que había derramado.

Aalis cerró los ojos, inspiró profundamente y, con sumo cui

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