El hilo de la costurera

Dagmar Trodler

Fragmento

HiloCosturera.html

1

Ella teje de día y de noche

una mágica red de alegres colores.

Ha oído murmullos que le dicen,

que una maldición cae sobre ella...

ALFRED TENNYSON,

La dama de Shalott

La aguja plateada apareció como un pececillo brillante entre las ondas de hilo.

Ella perseguía el hilo a una velocidad vertiginosa con el delicado gancho y lo atrapaba. Dudaba un instante, luego lo tensaba y lo preparaba para sumergirse de nuevo. El hilo se dejaba arrastrar, complaciente, por los delgados dedos de la chica y la seguía por el agujero que formaba el punto para dar un salto en el aire como había sucedido ya miles de veces. La aguja de ganchillo lo guiaba, lo atraía y lo seducía, y una puntada después estaba enredado en las ondas encrespadas de la labor de encaje, blanca como la nieve... la aguja atrapaba el hilo, una y otra vez. Cuando la serie de ondas llegaba a su fin, la aguja daba la vuelta y volvía a sumergirse, incansable.

Penelope suspiró para sus adentros. Dejó vagar la mirada de derecha a izquierda y cuando nadie la veía dejó el cuello de encaje sobre la mesa, peligrosamente cerca de la vela que lo podía echar todo a perder porque era de mala calidad, producía hollín y podía volcarse. Cada dos encajeras compartían una vela, cuya luz se ampliaba un poco a través del matraz de cristal lleno de agua que tenía delante. El día anterior la gruesa Prudy volcó el matraz de cristal con un movimiento brusco y llenó la mesa de agua. El grito de madame Harcotte seguía presente en las cortinas del taller, así como el alarido de Prudy después de los golpes que madame Harcotte le propinó en la cabeza y en la espalda con la caña de bambú...

Penelope se estaba helando. El bidón de agua caliente estaba debajo de la silla de Gwyneth. Solo había uno para compartir, y cada día una chica distinta se lo ponía debajo de la falda para calentarse. A Penelope le había tocado por la mañana. Disfrutó de tener las piernas calientes, pero sabía lo fácil que era escaldarse con el bidón de metal. Hacía tiempo que había vuelto el frío. Penelope apretó las manos con disimulo entre las arrugas de la falda y se las frotó hasta que desapareció la rigidez de las articulaciones. Con los dedos entumecidos la labor salía irregular, lo que disminuía el precio del encaje.

A madame Harcotte no le gustaba nada ver errores en los artículos. Llevaba con orgullo el nombre hugonote de su difunto abuelo, y arrugaba la frente indignada al oír cómo esos británicos deformaban su nombre. Por supuesto, nadie sabía tanto de encajes y seda como ella, una auténtica oriunda de Lyon. Probablemente solo Penelope, que había aprendido un par de cosas de Serge, el sastre jacobino de la esquina, se había fijado en que no hablaba una palabra de francés y ni siquiera tenía acento galo. Sin embargo, el gusto de madame Harcotte por el lino y el encaje era sin duda francés. En todo caso, eso pensaban sus clientes.

Madame Harcotte revoloteaba por la sala con su lámpara de petróleo como una mariposa exaltada, recogía los carretes de hilo caídos, echaba pestes sobre el desorden reinante y metía prisas a las chicas. Cuando lo juzgaba necesario hacía uso de los coscorrones, y las chicas se limitaban a balancearse como marionetas adelante y atrás sin decir ni pío, pues sabían que solo serviría para ganarse otro doloroso capirotazo.

«Sois unas vagas descaradas», maldecía madame Harcotte, «nunca había tenido gente tan holgazana en mi taller, me vais a arruinar, malditas mocosas, jamás podré vender la porquería que estáis haciendo, jamás».

Penelope se enfadaba al oír esas bobadas. Madame Harcotte vendía los cuellos de encaje con filigranas hechas por las seis chicas que tenía bajo su tutela a damas de la aristocracia, y alardeaba con orgullo de que en toda la ciudad se alababa su calidad. Penelope tardó un tiempo en comprender que todas esas quejas formaban parte de un taller de encaje. Otras supervisoras también refunfuñaban, según había oído, y utilizaban la vara de bambú aún con mayor frecuencia. En los talleres de Londres había infinidad de encajeras, y ninguna osaría arriesgarse a perder el trabajo por sus quejas. Si acababas en la calle luego era difícil encontrar otro trabajo.

Antes de que madame Harcotte llegara a su silla, Penelope ya tenía de nuevo su labor entre los dedos y daba puntadas con la fina aguja de ganchillo. Procuraba que el cuello de encaje se extendiera en todo su esplendor sobre su falda para evitar las críticas por perder el tiempo. Un punto al aire, un punto entero, medio hacia atrás, uno entero adelante... seguía teniendo frío. No había té caliente hasta el fin de la jornada, y solo porque madame Harcotte disfrutaba cuando el reverendo Arnold la elogiaba en el sermón por ser una patrona temerosa de Dios y de buen corazón, un ejemplo para todos. Una vez finalizado el sermón, ella agachaba la cabeza para que no vieran su sonrisa autocomplaciente por debajo del sombrero. De vez en cuando el sábado cocinaba una sopa ligera de avena cuando las chicas parecían demasiado pálidas y trabajaban con excesiva lentitud. La sopa estaba sosa porque la sal era muy cara, y solo en Navidad alegraba el contenido de la olla con canela y azúcar mezcladas. Aun así, las encajeras la engullían a cucharadas rápidas y en silencio. También podían llevarse la comida a dondequiera que se alojaran.

Penelope prefería comer en casa. En sus quince años de vida solo había pasado algunas cenas sin la compañía de su madre, y sabía que el caso de algunas amigas era distinto. Habían cambiado muchas cosas desde que el mundo ahí fuera parecía reducirse al emperador francés Napoleón y su bloqueo continental, que separaba Gran Bretaña del resto del mundo. El bloqueo encarecía la vida diaria y hacía que cada vez se acercara más la temida pobreza. De momento, en 1809 el emperador francés casi había conseguido llevar Inglaterra al borde del abismo. En el continente había ganado una batalla tras otra, y ahora intentaba someter la isla. Prohibió a todos los países entablar relaciones comerciales con el Imperio británico. Al principio en las calles de Londres se bromeaba sobre el tema: «¿qué es lo que quiere prohibir ese pequeño presuntuoso?» Sin embargo, luego ese pretencioso le dio una lección a Inglaterra, pues sus aduaneros realmente consiguieron paralizar el comercio europeo.

Una de las consecuencias fue que floreció el comercio clandestino. El contrabando era una actividad tan emocionante como peligrosa que madame Harcotte aún comprendía menos, puesto que precisamente los artículos que ella fabricaba eran originariamente de producción francesa y estaban muy solicitados en la alta sociedad: encajes para cuellos y pañuelos, puntillas finas como un soplo de viento.

Un ejército entero de habilidosas tejedoras poblaba los cuartos traseros de Londres para proveer a la insaciable aristocracia de mercancías. La oferta abarcaba desde pañuelos hasta vestidos y cortinas enteras, pasando por velos, pero algunos nobles eran de la opinión de que solo en Brügger o Gent se encontraban los mejores encajes y buscaban vías para introducirlos de contrabando en el país.

—Imaginad, ayer volvieron

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos