La perla negra

Claudia Casanova

Fragmento

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Créditos

1.ª edición: abril 2017

© Claudia Casanova, 2017

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Publicado por acuerdo con Cristina Mora Literary & Film Agency

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-697-2

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Prólogo. Muerte de una bruja

1. La posada de la Oca Roja

2. La perla de Montlaurèl

3. Narbona

4. En la corte

5. Conspiratio

6. La vizcondesa Ermengarda

7. Noche de fuego

8. Accusatio

9. Inquisitio

10. La cofradía

11. El juicio de Dios

12. Las dos hogueras

Epílogo. Libertad

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Dedicatoria

A mi hermana y a JER, siempre.

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Prólogo. Muerte de una bruja

Prólogo

Muerte de una bruja

El primer rayo de sol tocó la fría pared de piedra del castillo, cuya imponente masa se elevaba sobre una colina y un valle repleto de verdes campos. Frente al camino que conducía a las puertas del recinto, en la ladera, tres soldados y dos criadas apilaban leña al pie de las tres piras que se erigían, implacables, hacia el cielo rosáceo del amanecer. Las brasas llevaban una hora ardiendo. Un montón de antorchas empapadas en aceite y grasa esperaban a un lado. Un puñado de habitantes del pueblo había madrugado para estar allí, y llevaban un buen rato esperando, armados de verdura podrida y piedras. El sudor de los cuerpos, la paja húmeda y maloliente y los desechos hacían que el aire de la mañana, habitualmente fresco y limpio, fuera casi irrespirable. Frente a las tres piras los obreros del castillo habían levantado una rudimentaria tarima donde había cuatro butacas de madera, cubiertas de pieles de oso y de zorro. A su alrededor había diez soldados apostados, todos armados con hachas y picas. Sus cascos y armaduras relucían ahora que el sol empezaba a asomar.

Un joven soldado con un tambor dio un paso adelante y empezó a tocar. Del castillo emergió un jinete a caballo: era el señor del castillo, montado en un soberbio caballo árabe y con una inmensa capa de color negro, ribeteada con pieles blancas. Llevaba guantes de piel también negra. Detrás de él, tres potrillos cargaban con sus tres vástagos, dos varones a cuál más distinto y una niña de mirada asustada. El hijo mayor era blando y tenía el pelo lacio y rubio, y la expresión soñolienta. En cambio, el más joven no se perdía detalle de la escena y sus inquietos ojos iban de la tarima a las piras, y de allí al gentío convocado para las ejecuciones. Llevaba un pequeño gorro bajo el cual asomaban dos rizos negros como sus ojos. La niña, enfundada en un lindo vestido de color azul claro, no se atrevía a levantar la vista y parecía a punto de echarse a llorar. El señor subió a la tarima y se acomodó en la butaca central y los tres ocuparon los asientos restantes.

Al otro lado del estrado, frente a las hogueras, otra niña contemplaba a los recién llegados. Tendría unos doce años, y sus ropas eran de sencillo algodón y tenía la falda sucia de barro porque había dormido en el bosque esa noche. Tenía el pelo rojo, cubierto cuidadosamente con un pañuelo de color marrón. Observó a los ocupantes de la tarima sin ocultar su odio y su desprecio. El señor del castillo se quitó los guantes e hizo una seña al capitán de su tropa, que a su vez ordenó algo a otros dos soldados, que se arrodillaron en el suelo como si fueran a rezar. En su mano resplandeció el brillo de una joya, negra como el resto de su atuendo. La niña del vestido sucio siguió con avidez los movimientos de los soldados y vio cómo de repente izaban dos manos, sendos brazos y una mujer entera salía vomitada del suelo, como si la Tierra rechazara su cuerpo porque aún no había muerto; luego apareció un hombre y finalmente el tercer prisionero, otra mujer. La niña miró a las tres figuras, sorprendida; nunca había oído hablar de una mazmorra subterránea, al estilo de las antiguas cárceles romanas. Pronto, su cara se iluminó brevemente al ver el rostro de la tercera cautiva y ya no le importó de dónde había salido. La mujer tenía el pelo rojo, de un tono parecido a la tierra preñada de sangre, y sus cálidos ojos marrones buscaron entre las caras demacradas y hostiles de los campesinos que la rodeaban hasta encontrar a la niña. Se miraron por un instante, como si una casualidad las hubiera reunido allí, y después la mujer se enderezó y se dio la vuelta. Al girarse, la niña reparó en que llevaba las manos atadas a la espalda. Entonces, y solo entonces, sus ojos se anegaron en las lágrimas que había prometido no derramar. Como si tuviera la capacidad de ver a través de ella, el hombre que estaba de pie a su lado le puso una mano en el hombro y susurró, inclinándose:

—¡Ahora es cuando

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