La tierra de Dios

Claudia Casanova

Fragmento

Tripa-1

1. Rocamadour

1

Rocamadour

La tormenta no había hecho más que empezar.

—Aalis, hija mía. —El nombre murió en los labios agrietados de dame Françoise.

—Descansad, señora. Estáis delirando —musitó la hermana Simone, mientras limpiaba con un paño húmedo los brazos y el cuello, anegados en sudor, de la enferma. Escurrió el trapo en la vasija de barro cocido que le tendió Fátima y volvió a sumergirlo en la tisana de tila y romero que había preparado para aliviarle la fiebre.

—No... No puedo descansar. —La dama giró la cabeza a duras penas, ocultando sus lágrimas a la hermana. Miró la severa pared de piedra y recordó su pecado: dejar atrás su carne y su sangre, abandonar a su única hija, ceder su puesto sin luchar. Lo había hecho por orgullo. Creía que su esposo iría a buscarla al monasterio, arrepentido. En sueños, expulsaba a la campesina que un día horrible había aparecido en su castillo para arrebatarle su lugar al lado de Philippe de Sainte-Noire. Desde entonces, habían pasado diez años. Noche tras noche, las montañas que la rodeaban le devolvían el eco de su error. Una oleada de furia, rabia y disgusto agitó sus miembros. Exhausta, cerró los ojos.

—¡Señora! —conminó su cuidadora, asustada. Françoise no respondió. La novicia miró a la dama con infinita pena. Simone ordenó:

—Que tenga la frente y el cuello lo más frescos posible. Hay que bajar la fiebre. ¡No tardaré!

Y salió de la celda sin perder un instante.

Los jinetes esperaron. El jefe de la partida, con el rostro oculto por el almófar que le protegía cabeza y pecho, levantó el brazo. Guantes de cuero repujado le cubrían las manos hasta el codo, y como sus hombres, un largo alquicel de terciopelo caía sobre la grupa ancha y los amplios costados de su caballo, un ejemplar de cuello largo y brillante pelaje gris. Ceñida a su cintura, asomaba por entre los pliegues una larga vaina curva, coronada por un puño de plata labrado de tracerías. En sus labios se dibujó una mueca de satisfacción.

—¡A la cima de la montaña! —rugió el cabecilla.

Los cascos de los caballos atacaron el camino que escalaba la inmensidad de piedra retumbando en el valle como una marcha de combate.

La tormenta descargaba una pesada lluvia sobre las rocas, como si los cielos quisieran volver a esculpir el perfil de Rocamadour. La hermana Simone subió trabajosamente los doscientos peldaños de la gran escalera que conducía al claustro, obligándose a no prestar atención al vertiginoso precipicio que asomaba a su derecha. Durante el día, la mera existencia de la iglesia excavada en el imponente macizo de piedra arrancaba innumerables exclamaciones de todos los peregrinos que visitaban por vez primera la abadía y su monasterio. Incluso ella solía detenerse a veces, maravillada ante la divina voluntad que había hecho brotar una ciudad fuerte de la Virgen en la cima de las montañas de Quercy. Pero no esa noche. Sus pasos eran cortos y apresurados, y la congoja anudaba su garganta. Cruzó el patio y avanzó por los pasadizos de la residencia abacial. Se detuvo frente a la celda de la madre Ermengarde, se limpió con la manga la ligera capa de sudor y lluvia que se mezclaba en su frente, y golpeó la puerta. Al cabo de un rato que se le hizo interminable, oyó unos ruidos al otro lado y una voz le dio paso:

—Adelante.

Ermengarde estaba en camisola, envuelta en un manto de lana, y tenía las manos extendidas sobre el brasero, en el que crepitaban leños de madera seca, al pie de su camastro. La inesperada llegada de la hermana no había interrumpido su descanso: las noches en los claustros que coronaban la cima de Rocamadour solían ser cortas de sueño, pues no era fácil dormir con el aliento de la roca metido en los huesos. Además, llevaba dos días sin conciliar bien el sueño, desde que llegara la misiva del señor D’Arcs reclamando el regreso de su pupila, la novicia Fátima. Sería una lástima perder la generosa donación con la que, cada mes, la madre Ermengarde cubría el coste de alimentar y vestir a la joven, y con lo restante se permitía más de una extravagancia, como el relicario que descansaba en la capilla o el replantado de la huerta después de la gran helada del invierno pasado. Pero, sobre todo, la madre Ermengarde abrigaba grandes planes para la joven, y si ahora abandonaba Rocamadour, todo sería en vano.

Simone, agotada por la empinada subida y las horas pasadas velando a la enferma, se dejó caer en el borde de la cama. Ermengarde esperó a que la regordeta hermana recuperara el resuello. Por fin, Simone balbuceó:

—Dame Françoise está mucho peor.

Ermengarde se mordió el labio, disgustada.

—¿Cuáles son los síntomas?

—Fiebre muy alta. También tiene los brazos hinchados. Le he palpado las axilas, y he creído notar... —Simone miró a la madre significativamente. Ambas habían rezado para que el repentino mal que aquejaba a la huésped de Rocamadour no fuera más que un enfriamiento de los humores que la estación invernal solía traer. De ser así, caldos calientes de aves y legumbres habrían bastado para fortalecer el cuerpo. Pero cuando el hervor maligno consumía las fuerzas de un enfermo, quería decir que la mortífera plaga se había incrustado en su cuerpo y en su alma. Nadie se recuperaba de la peste, y menos una mujer de constitución frágil como Françoise, que yacía encamada y delirante desde hacía dos domingos. Sin tiempo para lamentarse, Ermengarde repasó lo que había de hacerse: proteger a la congregación de cualquier posible contagio y procurar por la administración de los últimos sacramentos.

—El capellán tardará aún unos días en llegar —se limitó a decir.

—Dame Françoise no durará mucho —repuso Simone.

—¡No seas agorera! El asunto está en manos de Dios —cortó Ermengarde, momentáneamente exasperada por el pesimismo atávico de la hermana—. Da orden de que nadie más entre en su celda. Eso es lo más importante. Y trata de dormir unas horas antes de que toquen primas. —Al instante, se arrepintió de su exabrupto al ver el semblante compungido de la buena hermana—. Simone, has hecho un buen trabajo cuidando de dame Françoise. Me maravilla la entereza que has demostrado.

Simone se ruborizó.

—Tuve siete hijos y dos maridos, madre. A todos los perdí por causa de las fiebres. No sé por qué, pero el Señor jamás ha querido que la plaga me llevara.

—Tu compasión y tu caridad sin duda brillaron a sus ojos —respondió piadosamente Ermengarde—. ¡Muchas hermanas se han negado a compartir la carga de cuidar a dame Françoise! Es admirable que hayas podido cuidarla tan bien, tú sola.

La hermana tragó saliva y confesó:

—Bueno, lo cierto es que alguien sí me ha ayudado.

Ermengarde enarcó las cejas:

—¿Quién ha sido? —preguntó, pensando: «tan generosa o tan estúpida». Una cosa era que la hermana Simone, veterana en más de una enfermedad y a prueba de todo mal, pasara largas horas a la vera de una moribunda de plaga, y otra muy distinta que sus jóvenes monjas pusieran en riesgo sus tiernas vidas simplemente para paliar el dolor de la que se extinguía.

—Fátima —repuso Simone.

La madre Ermengarde abrió los ojos, y sintió un torrente de ira subiéndole por la garganta. Exclam

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