La canción del bisonte

Antonio Pérez Henares

Fragmento

1. El cachorro sin fuego

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El cachorro sin fuego

El cachorro no tenía fuego propio junto al que cobijarse. No tenía madre, ni madre de su madre, ni hermanas de su madre. No había hembras que lo reconocieran como a uno de su estirpe. Debería haber muerto, igual que ellas, cuando murió la que lo parió a poco de destetarlo. Pero no lo hizo. Tampoco cuando cada estación fría se hizo más espantosa y gélida que la anterior y fueron desapareciendo sus tías. Y resistió también, con menos comida y cuidados, más que otras crías, que fueron pereciendo una a una en medio de la hambruna y el hielo. Y cuando antes de concluir aquel invierno murieron los dos últimos cazadores que aprovisionaban aquel fuego, el viejo primero y luego el joven, que apenas sí había comenzado a salir en la fila de los hombres, solo quedaron una hembra seca y él, que ya sabía recolectar caracoles, conchas, raíces y plantas. Y cuando las siguientes nieves comenzaron de nuevo a cubrirlo todo, ya se quedó solo. Entonces, con toda certeza, debiera haber perecido. Pero resistió.

El cachorro no tenía fuego propio pero los de su clan le permitieron no morir de frío, le dejaron cobijarse en los que todavía tenían cazadores, hembras, ancianos y unas pocas crías que habían logrado seguir vivas. Era él, claro, quien había de dormir más alejado de la hoguera, por donde la cuchilla del aire se adentraba en la cueva, y quien más debía porfiar hasta por la hebra de carne más dura y más pequeña. Pero fueron, una vez más, los otros, que sí tenían quién los cuidara, quienes sucumbieron. Era, sin duda, un cachorro fuerte. Vivió porque se ganó su vida.

Tenía que ganársela cada día, y cada noche pelear por no perderla. Los cazadores y las hembras de los otros fuegos tenían que proveer a los suyos. Y no sobraba nada. Pero con todo, siempre acababan por darle alguna brizna, y él ya sabía rebuscar en los campeos qué llevarse a la boca. El jefe de la fila, el que salía el primero y al que seguían los demás en las cacerías, tenía incluso con el huérfano algún gesto de protección y de aliento, y el cachorro lo buscaba. Escurriéndose entre los demás con sigilo pero al tiempo intentando no quedarse demasiado alejado para recibir algún pedazo de carne y, más aún, lo que le hacía reír y llevaba el gozo a su mirada, algún pescozón cariñoso o un gesto amable de ese hombre. Cuando el jefe de los cazadores volvía al refugio, la mirada del niño permanecía absorta en él, pendiente de cada uno de sus gestos, de sus palabras, de sus idas, venidas, acciones y silencios. Y el jefe de los cazadores se acostumbró a ello y, lejos de molestarle, parecía ser de su agrado. De vez en cuando, como con descuido, echaba en derredor una mirada para detectar desde dónde, siempre un poco emboscado y procurando pasar desapercibido, lo observaba el muchachillo. Fue él quien un día acabó por darle nombre y le llamó el Autillo, porque como aquel pajarillo nocturno miraba desde la penumbra. Y por ese nombre comenzaron a llamarlo todos.

No hacerse notar mucho, observar cada detalle y conseguir un bocado, aprovechando el menor descuido para retirarse luego a las sombras antes de que se lo quitaran, fue su manera de salir adelante. No tenía amparo, pero tampoco demasiado que temer de los grupos de hembras, ni de sus cazadores ni de los viejos. De los que debía guardarse era de los cachorros de su edad o un poco más mayores, con quienes debía estar siempre alerta y de cuyo acoso no encontraba manera de zafarse. Ellos eran sus enemigos, sus torturadores, quienes siempre intentaban quitarle la poca comida que conseguía, quienes lo expulsaban a patadas de las cercanías de las hogueras, quienes a cada instante lo perseguían. Su abuso incansable, respaldado por la fuerza y el grupo, no se saciaba con nada, y aún menos con la sumisión. Eso lo aprendió pronto. Someterse, lejos de servirle para que lo dejaran tranquilo aunque fuera en un rincón apartado, era peor todavía. Supo que tendría que luchar, él solo contra todos, y hacerlo de tal forma, solapada y artera, que no cayeran en tropel y lo aplastaran. Así que unas veces se ocultaba y otras parecía rendirse, pero si encontraba un momento propicio, lanzaba su tarascada, patada, mordisco o arañazo.

Comprobó también que si lograba estar cerca del jefe, aunque jamás hubiera este intervenido en ninguno de sus encontronazos, solían guardarse de acometerlo o de quitarle su bocado. Por desgracia, el jefe y su fila de cazadores no paraban demasiado en la cueva, excepto cuando el tiempo comenzaba a refriar y volvía a quedarse helada la tierra entera. Por eso no quería el cachorro que llegara el invierno, porque si ahora con la hierba verde, el sol cálido y la abundancia de comida apenas si conseguía amanecer vivo cada día, estaba bien seguro de que cuando la siguiente estación fría volviera, él sería el siguiente en morir y al que se comerían. Porque, cuando había faltado totalmente el alimento, había visto cómo se comían a los que perecían y él mismo había conseguido algún despojo, y no quería ser el próximo al que devoraran. Le tenía mucho miedo a que el tiempo de la oscuridad y las ventiscas llegara, muchos más que a los otros cachorros. Ellos no lo iban a matar, y con su astucia, que crecía más rápida que sus fuerzas, iba consiguiendo librarse de su persecución. Algunos habían aprendido, incluso, a temerlo.

En la copa de un árbol muy grande y alto que se oteaba desde lo alto de la ladera donde se abría la cueva, las águilas hacían su nido.[1] El Autillo, huidizo siempre de la cercanía de los otros cachorros, había encontrado un recoveco cerca del viso del monte en el cual meterse y, oculto allí, contemplarlas a su antojo. En ocasiones se les caía algún trozo de sus presas, una porción de una liebre o de un conejo, y una vez, para su alborozo, buena parte de un urogallo, y saliendo raudo de su escondrijo conseguía echarle mano y comérselo crudo antes que acercarse a un fuego para asarlo, sabedor de que se lo quitarían de inmediato.

Por ello, y por la fascinación que su vuelo y poderío le causaban, no se cansaba de observarlas. Aprendió muchas cosas de las grandes águilas. Era la hembra, la más grande en envergadura, la que había empollado los huevos y la que daba de comer a las crías. El macho solía traer la mayor parte de la caza y se la daba a la hembra para que esta la llevara hasta el nido para repartirla. En la tribu no sucedía nada que fuera muy distinto. Los grupos de mujeres, con una matriarca a la cabeza, eran quienes se encargaban de recoger lo que los cazadores traían y disponer de ello. Los cazadores iban y venían, y en el tiempo cálido podían permanecer lunas enteras lejos. En ocasiones todos los fuegos del clan se movían con ellos. Estuvieran en la cueva o en los campamentos nómadas, las hembras recolectaban, ponían trampas, proveían, organizaban, repartían. Los cachorros, a poco que crecían, las ayudaban en las tareas cotidianas y los viejos que ya no servían para salir con la fila de cazadores también participaban en las faenas y, aunque a veces rezongaban, se ple

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