El monasterio (Trilogía Medieval 3)

Luis Zueco

Fragmento

Dramatis_personae

Dramatis personae

Dramatis personae

Personajes históricos

Abad Sancho Marcilla Muñoz, abad del monasterio de Veruela desde el año 1362 hasta 1383, su enterramiento se conserva en el muro sur de la sala capitular.

Bertrand du Guesclin, excepcional caballero bretón del rey Carlos V de Francia. Líder de las compañías Blancas, fue enviado para apoyar a Enrique de Trastámara frente a Pedro I el Cruel. Recuperó la frontera aragonesa y fue nombrado primer conde de Borja.

El príncipe de Gales, Eduardo de Woodstock, primogénito y heredero del rey Eduardo III de Inglaterra y padre del rey Ricardo II de Inglaterra. Fue llamado el Príncipe Negro, brillante líder militar famoso por sus victorias sobre los franceses en las batallas de Crécy y Poitiers.

El infante Alfonso, primogénito y heredero del rey Jaime I de Aragón, murió antes que su padre, a los treinta y ocho años, y fue enterrado en el monasterio de Veruela contraviniendo lo indicado en su testamento, donde pedía descansar en el convento de los Predicadores de Huesca.

Hugh de Hastings, caballero inglés que participó en la batalla de Ariñez o de Inglesmendi.

Monjes del monasterio de Santa María de Veruela

El prior Antón, mano derecha del abad, gobierna el monasterio en su ausencia y supervisa todo lo que allí sucede.

El decano Esteban, responsable de la cilla o bodega/almacén del monasterio y encargado de la producción de vino y de otros cultivos, como el aceite.

El decano Adolfo, el monje de mayor edad, ha conocido a los últimos ocho abades de Veruela.

El hermano Cipriano, monje portero, uno de los puestos de más responsabilidad; debe dormir junto a la puerta de entrada del monasterio.

El hermano Julián, más conocido como el señor de las aguas, es el encargado de todas las corrientes de agua, acequias, barrancos, embalses y ríos de los dominios de Veruela.

El hermano Timoteo es el arquitecto de la congregación, vela por el buen estado de todas las construcciones.

El hermano Saturio, responsable del herbolario y el semillero; a su cargo están los cultivos de todas las granjas.

El hermano Ramiro es el boticario de Veruela, dispone de una estancia para almacenar todos sus utensilios, libros y herramientas. Cuida de los enfermos.

El hermano Bartolomé, además de ser el encargado de la sala de los muertos, ayuda a los decanos y al prior.

El hermano Rogelio es el monje que atiende la hospedería, donde pueden alojarse forasteros dentro del monasterio.

El hermano Hugo, el más joven de la congregación, todavía no tiene asignada una función específica, pero es el que más tiempo pasa en la biblioteca.

El lego Octavio fue encargado de la cilla. Ahora se encarga de la carpintería y ayuda al decano Esteban.

El lego Prudencio está a cargo de las dependencias de los legos y sus necesidades.

El lego Isidoro es el ayudante principal del arquitecto.

Personajes laicos

Bizén de Ayerbe, ayudante de un notario real de Zaragoza, lo acompaña para reclamar los restos del infante Alfonso por orden del rey Pedro IV de Aragón.

Marta y Elena son dos hermanas que viven en los dominios del señorío del monasterio de Veruela.

Atilano y el Tuerto, cedidos al servicio del monasterio, forman parte de la guardia que defiende sus murallas.

Plano_del_Monasterio_de_Veruela

Plano del Monasterio de Veruela

PLANO DEL MONASTERIO DE VERUELA

Las_horas

Las horas

LAS HORAS

La jornada cotidiana dentro de un monasterio cisterciense estaba regulada por las llamadas «horas canónigas» que se establecían en función de la salida y puesta del sol. Estas serían las correspondientes al mes de octubre de 1363, el tiempo en que se desarrolla la novela.

Maitines: antes del amanecer, sobre la 1.30 h.

Laudes: sobre las 3 h.

Prima: a la salida del sol, sobre las 6 h.

Tercia: tercera hora después de amanecer, sobre las 9 h.

Sexta: mediodía, a las 12 h.

Nona: sobre las 14 h.

Vísperas: tras la puesta del sol, en torno a las 18 h.

Completas: antes del descanso nocturno, a las 20.30 h.

Capítulo_1

Capítulo 1

Aquella mañana no había un atisbo de viento. Una espesa y heladora niebla avanzaba como un manto, penetrando como cuchillos afilados por todos los rincones del camino. El frío de aquel día era húmedo, el peor que existía. Por mucho que Antonio Martínez de la Peira se cubriera con la capa de lana que portaba, no podía evitar tiritar. Tenía los dedos tan entumecidos que apenas lograba sujetar las riendas del caballo. Parecía como si el mismísimo infierno se hubiera helado y la niebla fuera un aliento que proviniera de sus más profundas entrañas. Estaba convencido de que aquel endiablado tiempo era castigo divino por la guerra entre reyes cristianos que se llevaba librando desde hacía demasiados años.

Él era notario general por toda la tierra y señorío del rey de Aragón, aunque no era oriundo de ese reino. Había nacido en la costa, en una villa de nueva fundación, Bilbao, de la que tuvo que emigrar siendo niño. Antonio Martínez de la Peira, a quien todo el mundo llamaba don Antonio, era uno de esos hombres en los que, aunque uno esté observándole todo el día, resultaba imposible descubrir la edad que realmente tenía. Siempre iba callado, examinando todo a su paso. Sus ojos se clavaban sobre cualquier objeto o detalle que le llamara la atención, y sus oídos se abrían a todas las conversaciones, por banales que parecieran.

Don Antonio solía aceptar todo tipo de encargos, no como la mayoría de sus competidores, que se circunscribían a las grandes ciudades del reino. Había oído las historias que se contaban sobre la tierra a la que se dirigían y, aun así, había accedido a viajar hasta ellas. Porque él era hombre pragmático y siempre guardaba cierta incredulidad hacia todo lo que fueran leyendas o habladurías, que de eso tenía harta experiencia, y sabía que la mayoría resultaban falsas e interesadas, otras se alimentaban de la ignorancia y, la mayoría, solo eran un cúmulo de casualidades.

Así que mantenía un alto grado de recelo sobre todo lo que contaban de aquella montaña junto al gran río Ebro, justo en la frontera entre los tres grandes reinos cristianos al sur de las montañas del Pirineo.

La compañía que escoltaba a don Antonio estaba protegida por ocho hombres de armas dirigidos por Ramiro de Aguilera, un curtido caballero que hacía pocas preguntas y que había sido el único que accedió a llevarlos hasta aquellas tierras fronterizas. Tampoco había sido fácil encontrar un notario como él. Los frailes del convento de los Predicadores de Huesca le habían pagado bien por aceptar el encargo. De la reunión que mantuvo con ellos, don Antonio había deducido que aquel era un viaje que los frailes llevaban largo tiempo anhelando, esperando que se propiciaran las circunstancias idóneas y por fin debían de haberse producido, aunque no sabía exactamente los motivos.

Habían cabalgado por la amplia ribera del frondoso río Ebro hasta su último afluente, el Huecha, antes del vecino reino de Navarra. Allí remontaron el cauce y siguieron por un valle que discurría por una planicie. La niebla les ocultaba de los castillos que lo controlaban, aunque el notario real sabía que existían más peligros que salvar hasta llegar a su destino que las fortalezas que se encaramaban a su paso sobre los riscos y cerros.

En la capital del reino había corrido la voz de que el príncipe de Gales acababa de cruzar los Pirineos con un potente ejército formado por seis mil mercenarios, más de dos mil aquitanos y, al menos, mil ingleses. Todo ello gracias al beneplácito del rey de Navarra, que intentaba mantenerse equidistante de sus vecinos, como si eso fuera posible. El monarca navarro parecía ignorar un axioma de cualquier guerra: cuando dos reinos se enfrentan, solo puede haber aliados o enemigos. Y eso se podía extrapolar a cualquier conflicto. Las medias tintas solo son para épocas de paz, y esta no era una de ellas.

El príncipe de Gales tenía el firme propósito de apoyar al depuesto rey de la Corona de Castilla, Pedro el Cruel, que se preparaba para reclamar su trono. Se auguraban fatídicos tiempos de guerra. Don Antonio dudaba de si volverían a alcanzar la Corona de Aragón. Hasta ese momento el monarca aragonés había apoyado a Enrique de Trastámara, el rey usurpador de Castilla, y había poderosas compañías de mercenarios franceses asentadas en el Moncayo para proteger la frontera. Era probable imaginar que los franceses estarían dispuestos a combatir al príncipe de Gales en cuanto el rey usurpador las reclamara y les prometiera oro. Los reinos de Inglaterra y Francia llevaban varias décadas guerreando, cansados y aburridos de pelearse por tierras de Normandía y Aquitania. El sur de los Pirineos parecía su nuevo escenario de batalla. Como si estuvieran dispuestos a guerrear durante cien años si hiciera falta.

Aunque nunca se luchaba antes de Cuaresma, los franceses no podían permitirse regresar a sus feudos. Así que habían permanecido en el Moncayo buscando la manera de sobrevivir hasta que retornaran las hostilidades en verano. Que el príncipe de Gales hubiera cruzado los Pirineos lo cambiaba todo, y a bien seguro precipitaría los acontecimientos.

Con estos prolegómenos, nadie en el reino se atrevía a acercarse a la frontera con Castilla, pero el notario real olía una oportunidad donde otros solo percibían peligros e imprudencia.

La compañía prosiguió por una calzada empedrada, que llevaba hasta una aldea de nombre Bulbuente, propiedad del monasterio al que se dirigían. Un puñado de chozas en torno a un castillo con una torre desmochada, cuyos muros se habían hundido hacía escasas fechas a tenor de los restos todavía en pie. La fortaleza mostraba evidencias de un incendio, con una acusada brecha en su muralla. Aunque su aspecto era lastimoso, guardaba vestigios de haber sido una construcción poderosa.

—No es bueno acercarse —advirtió Ramiro de Aguilera montado en un imponente corcel castaño—, esas ruinas pueden guardar malas sorpresas.

El caballero que dirigía aquel grupo tenía un cuello abultado, era de pronunciada cabeza y en su cara ancha refulgían dos ojos profundos y pardos, que miraban desafiantes, reafirmando su gallardía y entereza.

Don Antonio sabía percibir con rapidez la personalidad de los hombres, lo había aprendido después de muchos años participando en pleitos, testamentos y demás disputas que sacaban lo peor de cada uno. Había visto familias reñir y dejar de hablarse por un par de maravedís, otras entregar a niñas de seis y siete años a maridos cuarenta años mayores que ellas a cambio de heredar. Incluso estaba convencido de que varias extrañas muertes que había certificado tenían poco de naturales y mucho de la mano de sus cónyuges. Así que pronto se percató de que Ramiro de Aguilera era un hombre prudente, que sabía cuándo sacar la espada y cuándo enfundarla; y eso le tranquilizaba porque a medida que se adentraban más en el valle aumentaba la sensación de que otros observaban sus movimientos.

¿Creéis que habrá gentes con vida en ese castillo? —preguntó don Antonio señalando a Bulbuente.

—No tengo la intención de acercarme ni a ese ni a ningún otro castillo —respondió tajante Ramón de Aguilera—, casi todos los del Moncayo están ocupados por los franceses y os aseguro que no querréis encontraros con ellos, en especial con su capitán.

¿Y eso por qué?

—Ya veo que no habéis oído hablar de Du Guesclin.

—Aún no he tenido el gusto.

¿Gusto? ¡Es feo! Feo como un demonio. —El resto de los hombres de armas de la compañía se echaron a reír.

¿Cómo decís?

—Sabed, notario, que su fealdad es legendaria. Dicen que tiene la cabeza enorme, el cuerpo grande, las piernas cortas, los ojos pequeños y hundidos. —Se explayó en detalles Ramiro de Aguilera—. Con un mirar vivo y penetrante, tiene la nariz aplastada y los pocos dientes que le quedan luchan entre sí por escapar de su boca. Seamos justos, la verdad es que Du Guesclin debe muy pocos favores a la naturaleza.

—Qué desgracia. —El notario real se imaginó semejante engendro de Dios y pensó si no estaría exagerando Ramiro de Aguilera.

—Pero no os confundáis, lo que Du Guesclin tiene de feo lo posee también de excelente soldado. Con una fuerza extraordinaria, maneja las armas con singular destreza, es duro y violento, e invencible —afirmó en un tono totalmente distinto—; el rey le nombró conde de Borja, que solo está a una jornada de aquí y es una de las ciudades más importantes del reino. Os aseguro que nadie quiere encontrárselo en un campo de batalla.

Don Antonio sabía de la fiereza de los mercenarios franceses que había llamado el rey para defender la frontera, y con mucho éxito, pero para él la guerra era algo desconocido. Jamás había empuñado un arma, su pluma y su cabeza eran todo su arsenal.

El notario real llamó entonces a su ayudante, Bizén de Ayerbe. Él siempre se hacía acompañar de uno de sus aprendices porque necesitaba que le ayudaran con las notas y las transcribiera. Don Antonio ya no estaba para perder el tiempo con esos menesteres.

De entre sus discípulos aquel no era el más aventajado, pero no había tenido más remedio que contar con su presencia. El motivo era bastante sencillo, sus otros aprendices rehusaron el viaje por las razones más variopintas: la enfermedad del padre de uno de ellos, la asistencia a una repentina boda de un familiar y, la más extraña, un repentino dolor de tripas.

Que ya tenía que ser fuerte para decir que no a tan importante encargo.

Sea como fuere, Bizén de Ayerbe había sido su última y única opción.

A nadie se le escapaba que era un joven inexperto, la barba perfectamente rasurada no le ayudaba a parecer mayor; al menos sí tenía una constitución fuerte y montaba bien a caballo.

El notario real aún no tenía una opinión formada de él. Sí creía que tenía potencial, aunque por otro lado no lo había visto aplicarlo de modo alguno desde que entró a su servicio. Esa sería su última oportunidad, si no cumplía se desharía de él, que escribanos los hay a patadas en cualquier ciudad del reino.

Con la torre del castillo de Bulbuente perdida entre la niebla, la compañía se detuvo frente a un sencillo puente de madera. A partir de ese punto el río se sumergía en la tierra y desaparecía por completo.

—Quizá sea más seguro seguir sobre su cauce —sugirió Ramiro de Aguilera, que dio varias instrucciones a un par de sus hombres—, nos debería guiar hasta cerca del monasterio.

—El Císter siempre construye sus cenobios en las proximidades de una fuente de agua abundante —comentó fray Jorge—, ese monasterio no puede estar lejos.

El cauce seco del río estaba formado por un espeso manto de cantos rodados, sobre el cual los caballos marchaban con cierta ligereza. Las orillas estaban poco pobladas de vegetación y la niebla todavía era más densa en el fondo del desaparecido río.

Llegaron hasta otro puente, esta vez de piedra. Fue ahí donde abandonaron el cauce y prosiguieron por la calzada que salía del río hacia Levante. La compañía alcanzó la siguiente población, donde se alzaba otro castillo en ruinas. No había fuegos en las casas y era difícil saber si se hallaban habitadas o si todos habían huido de ellas. No quedaba más remedio que pasar cerca de sus muros, pues así lo obligaba el camino. Con la niebla cada vez más baja, costaba ver al jinete de enfrente, por lo que resultaba inviable buscar otro trayecto que evitara aquella ruinosa plaza.

Aquella plaza tenía que ser la última antes de llegar al monasterio. Los caballos estaban extenuados, el camino se volvía empinado de manera evidente y el frío era más acusado con cada tramo que ascendían.

La vegetación había ido cambiando, estaban cruzando tierras rotuladas, donde los árboles habían sido sustituidos por cultivos agrícolas. Había un profundo silencio, no sonaba un guijarro, no caía una hoja, el aire estaba inmóvil y pesaba sobre los hombros de los viajeros. Se trataba de un silencio de muerte. El mismo aspecto extraño y temeroso ofrecía la niebla, arremolinada a su alrededor, como queriendo convertirles en sus prisioneros. Y en el fondo, así era.

Fue solo un silbido, nadie se percató de que con la niebla no podía soplar ningún viento.

De pronto surgieron las sombras, como animales salvajes. Los caballos fueron los primeros en percibirlas, se agitaron y relincharon como cerdos ante el día de la matanza. Un grito en la parte de atrás de la formación lo confirmó, pero para entonces ya era demasiado tarde para huir.

Uno de los últimos hombres de armas que protegían la compañía cayó fulminado. Su compañero tuvo que esquivarlo para que las patas de su caballo no lo pisotearan y, cuando quiso comprobar qué le había pasado, algo tiró con fuerza de su pierna y se precipitó contra el suelo. Intentó incorporarse y entonces sintió una mano sobre su frente y un filo rajó su garganta de lado a lado, produciendo un sonido estremecedor.

¡Es una emboscada! ¡Hay que dispersarse! —gritó de inmediato Ramiro de Aguilera.

El caballero desenfundó la espada buscando con quién cruzarla. Los enemigos que les rodeaban parecían fantasmas. Solo los gritos de dolor de sus hombres y los relinchos de los caballos dejaban constancia de la presencia de sus asaltantes, quienesquiera que ellos fuesen.

Ramiro de Aguilera agarró fuerte su arma y centró su mirada en un punto brillante a su derecha. Apenas podía ver nada, así que acompasó su respiración para poder escuchar con atención lo que le rodeaba. Solo debía esperar el momento adecuado y este llegó cuando escuchó un leve crujido. Entonces lanzó el filo hacia su derecha.

La sangre le salpicó todo el rostro y el gemido de dolor le revoloteó en sus oídos.

Tenía la visión manchada, así que agitó la cabeza para librarse de la sangre de su oponente.

Entonces otro enemigo llegó a su espalda, no tenía tiempo para volverse, así que giró su muñeca y pasó la espada bajo su axila para clavarla en el cuello de la figura que iba a golpear su cabeza con una maza. A continuación, se volteó hacia la derecha y le remató empujándole para que cayera bajo las patas de su caballo.

No podía quedarse inmóvil, arreó a su montura y avanzó de frente dispuesto a rebanar a cualquiera que se encontrase a su paso y, de repente, dos figuras oscuras se dibujaron frente a él. Alzó su brazo presto para descargar el filo de su espada... Pero se detuvo al encontrarse con los rostros desencajados del notario real y su discípulo.

¡Por amor de Dios! ¿Qué hacéis? ¡Salid de aquí! —Y empujó sus monturas—. ¡Huid!

¿Hacia dónde? —preguntó el notario real, aterrado.

—Adelante, el monasterio está cerca... ¡Corred! —insistió desesperado.

Don Antonio y su aprendiz arengaron a sus caballos y se perdieron en la niebla, mientras Ramiro de Aguilera giraba su montura justo cuando una lanza le derribaba de su caballo.

Don Antonio y su aprendiz galoparon sobre sus monturas en la inmensidad de la noche, convencidos de que cualquier lugar adonde fueran sería mejor que aquella emboscada. El miedo los impulsaba en aquella huida desesperada. Sus caballos saltaron por encima de un árbol caído y se cruzaron entre dos troncos tan próximos que los rozaron con los brazos. Parecía que los dos bravos animales también eran conscientes de que debían escapar para salvar la vida, así que lejos de asustarse con los obstáculos los esquivaban como si fueran capaces de ver a través de la espesa niebla. Aun así, don Antonio casi fue derribado por una rama. El golpe le supuso un corte superficial en la mejilla y su caballo siguió al galope, dejándole claro que continuaría con o sin él.

Cuando se recuperó del impacto giró la cabeza para comprobar que su aprendiz le seguía, y así era. Sus monturas estaban extenuadas, y ellos, perdidos, por lo que don Antonio hizo una señal y bajaron el ritmo. El notario miró a su alrededor: estaban en el interior del bosque, rodeados de una espesa niebla.

No sabía por dónde seguir y sentía que estar detenidos era todavía peor idea. Entonces un engendro oscuro apareció frente a ellos. Era como si fuera uno de esos centauros que describen en los bestiarios, mitad hombre mitad caballo, y portaba una ballesta que apuntaba hacia ellos.

—Somos hombres del rey de Aragón —le espetó don Antonio—, ¡no disparéis, por compasión!

Aquella sombra no la tuvo y un dardo surcó la noche.

Tripa

Día primero. Los monjes

DÍA PRIMERO

LOS MONJES

Tripa-1

1. Maitines

1

Maitines

Monasterio de Santa María de Veruela,

28 de octubre del año 1366

El hermano Saturio fue el primero en despertarse con el sonido del reloj mecánico. Dormía en una sala común con los otros monjes, a excepción del abad. Las camas se reducían a un simple armazón de madera sobre el que se colocaba un jergón de paja. A la de un monje anciano le seguía la de uno más joven, y así sucesivamente. Todos ellos dormían vestidos y ceñidos, para poder levantarse rápido a la hora de maitines, que tenía lugar pasada la medianoche.

Aquella mañana le había costado despertarse. Se encontraba como agarrotado y aturdido después de un profundo sueño. No recordaba haber dormido así en años. Pero a pesar de su inusual tardanza, cuando miró a sus hermanos, estos todavía estaban desperezándose y alguno incluso permanecía aún en su catre.

El hermano Saturio era el monje encargado del herbolario. Su tez era oscura, tenía una prominente nariz y se movía con lentitud, pero no debido al cansancio, sino por el hábito arraigado de su oficio. Después de tantos años dedicado al cuidado atento de cada una de sus plantas, a los injertos que les practicaba y a la colección de las semillas que había ido atesorando, se había vuelto un hombre paciente. El paso del tiempo y la estricta regla de san Benito, que organizaba la vida en aquel monasterio, había apaciguado su espíritu, antaño rebelde y enérgico.

Estaba orgulloso de su trabajo junto al decano Esteban. Entre ambos habían logrado mejorar las cepas de vino en las tierras del monasterio que, en opinión de los monjes, tan buen resultado estaban dando. Hasta el abad estaba entusiasmado con ese nuevo vino que elaboraban con las garnachas que cultivaban.

A pesar de todo el tiempo que llevaba viviendo a los pies del Moncayo, Saturio todavía no se había acostumbrado a la vida en el monasterio. Recorría sus amplias galerías rodeado de aquellos capiteles esculpidos con maestría siempre fiel al voto de silencio. Los ayunos y los ejercicios para controlar su cuerpo que tan insufribles le resultaron los primeros años, ahora le permitían disfrutar de sus inmensos beneficios. Sin embargo, había otros aspectos con los que aún no había logrado conciliar.

Le gustaba despertarse temprano y bajar a la iglesia sin apenas luz, porque los muros blanquecinos de Veruela parecían entonces tener vida propia. El silencio era interrumpido de forma intermitente por toda clase de ruidos propios de un edificio de semejantes dimensiones. Los silbidos del aire que se colaba a través de las ventanas, el crujir de los techos, el rechinar de las puertas, así como una nutrida variedad de bestezuelas que vagaban por bóvedas, galerías, sótanos y pasillos. Aquel lugar parecía tener múltiples recovecos e infinitas estancias. A menudo, el hermano Saturio se preguntaba si semejante construcción no desafiaba la voluntad de Dios, si las altas bóvedas de piedra que coronaban su iglesia no representaban una muestra de vanidad a los ojos del Creador.

¿No tenía que ser el hombre humilde? Un verdadero cristiano no necesitaba toda aquella ostentación. Solo la palabra del Señor debería bastarle. ¿Por qué construir entonces iglesias tan sublimes? ¿Por qué amasar tantas riquezas? Cuando Jesús estuvo en la tierra no precisó de ellas.

Estos pensamientos atormentaban su vida en Veruela, pero no se atrevía a compartirlos con nadie porque aquellos muros parecían tener ojos y oídos.

Se levantó y caminó hasta el ventanuco que servía para airear el dormitorio común.

«Hoy tampoco levantará la niebla», pensó.

Al abandonar la protección de las mantas pudo sentir el frío. El monasterio estaba enclavado en la parte alta del valle, en plena montaña, y los inviernos se hacían duros. La nieve y el viento gélido eran habituales en aquellas cotas, no así la niebla.

«No hay nada que más deteste», repitió para sí mismo el monje.

Y no le faltaba razón. Cada día que pasaban sin ver el sol, la humedad aumentaba y el frío se metía hasta el tuétano de los huesos. La temperatura no variaba en todo el día, ni un rayo de sol lograba atravesar el escudo que envolvía todo el valle, que parecía petrificado.

Siguió hacia la escalera. Al final del dormitorio se asomó al lugar donde solía dormir el hermano Bartolomé, cuyos ronquidos perturbaban el obligado silencio que debían guardar los monjes. Le pareció extraño ver que era el único que aún seguía acostado.

Ataviado con el hábito blanco y el escapulario negro de la Orden del Císter, abrió la estrecha puerta y descendió por la escalera que daba al templo. Se usaba tan solo en los rezos a las horas más oscuras, para no perder tiempo al despertar y poder así llegar puntuales al oficio, como ocurría en ese momento, en maitines.

Los peldaños eran altos y le costaba bajarlos con tan poca luz. Nada más pisar la escalera, el frío le subía por los pies como un líquido que brotara del suelo. En horas tan tempranas, el templo era un inmenso nevero sumido en la oscuridad más absoluta. Apenas se apreciaban las numerosas inscripciones sobre los muros de piedra que habían sido blanqueados y decorados con unas líneas rojizas similares a las de un despiece de sillares.

A su lado estaba el reloj mecánico, la última y costosa adquisición del monasterio. Un abultado cubo de madera hermosamente pintado y lleno en su interior de engranajes, poleas y cilindros. El ingenio tenía fascinados a todos los monjes, pues lograba dar la hora tanto por el día como por la noche. Solo era necesario recalibrarlo a la salida del sol, pues solía retrasarse algún minuto al terminar la jornada.

Oyó unas pisadas tras él.

—Encended las velas —ordenó el prior Antón, que no le gustaba ser el segundo en llegar al rezo.

El hermano Saturio asintió. El prior era un monje sosegado que gozaba de un enorme respeto y consideración en el monasterio.

En medio de la penumbra, mientras avanzaba por el crucero, el monje herborista sintió el peso de la inmensidad del templo concentrarse sobre sus hombros, como si fuera un atalante. Tragó saliva, le costaba llenar los pulmones con aquel aire gélido. Avanzó con pequeños pasos, dejó a su derecha la sacristía y a la izquierda la puerta del claustro, siguió el crucero hasta el inicio del deambulatorio donde, en las grandes ocasiones —como en el próximo día de Todos los Santos—, se mostraban las preciadas reliquias que atesoraba el monasterio, el auténtico tesoro de Veruela.

Al llegar al altar se percató de que olía de manera extraña; pensó que quizá después de la oración convendría buscar el origen de aquel hedor. En ocasiones, algún gato de los que cuidaban el huerto se colaba dentro del templo y dejaba restos de comida o heces, que el hermano Saturio se apresuraba a limpiar. Puesto que aquellos animales eran su responsabilidad —tenía ocho gatos a su cargo—, todos ellos respondían por su nombre y lo obedecían la mayor parte de las veces. Solo había un rebelde, Nube, de ojos azules y pelaje blanco. Pero sin duda al que más apreciaba era a uno pardo al que llamaba Caco, que era el que acababa con los roedores que se acercaban a su semillero y también el más cariñoso, siempre maullando para reclamar su atención. Le había puesto ese nombre por una leyenda que circulaba por el Moncayo, según la cual, hacía miles de años visitó esas tierras un héroe antiguo llamado Hércules y ahí se encontró con el gigante Caco, que burló al extranjero y le robó un rebaño de ovejas.

Llegó tras él otro monje de pobladas cejas, con el pelo blanco como la nieve, algo pasado de peso y encorvado. Se trataba del hermano Timoteo, el responsable de las obras de las abundantes posesiones de Veruela, desde granjas hasta iglesias, pasando por castillos y palacios. En la congregación lo llamaban el Arquitecto y era habitual verle concentrado realizando dibujos de los edificios en pergaminos, tomando medidas con extraños aparatos que encontraba en los libros que los monjes atesoraban en el scriptorium o dirigiendo las obras de cualquiera de las posesiones del monasterio. Estaba prácticamente sordo, se decía que por culpa de una caída desde un andamio cuando trabajaba en Roma, antes de llegar a Veruela.

—Voy a encender los cirios —afirmó el hermano Saturio, deseoso de tener algo de claridad allí dentro.

—¿Cómo decís? —Timoteo se acercó para oírle mejor.

—Que voy a encender —repitió el hermano Saturio, sabedor de que había que hablarle muy cerca y repetirle las cosas a menudo.

El monje herborista fue hacia su izquierda, palpó el muro de piedra con sus manos hasta dar con la parte alta de una mesa, allí estaban las lascas. Las tomó entre los dedos y las golpeó sobre el antorchero. Al segundo intento la llama prendió. Con ella encendió los cirios que iluminaban la escalera para que el resto de los hermanos descendieran más fácilmente. Después, tomó una vela y se acercó hasta donde se encontraba el Arquitecto con otro par de cirios, que usaron para iluminar la entrada del claustro.

Aquella luz era como una solitaria estrella en una noche nublada, que poco a poco fue teniendo más compañeras. En maitines no alumbraban el templo en su totalidad, solo la vía sacra hasta el coro, que es donde se celebraba el oficio. Allí encendió otros dos grandes cirios cerca de las Sagradas Escrituras y juntos esperaron la llegada del resto de los monjes.

Uno a uno, descendieron al templo en absoluto silencio, con el rostro cansado, caminando despacio hasta llegar al coro. Una vez allí, los miembros de la comunidad alzaron su voz llenando con sus cánticos la inmensidad del templo de Santa María de Veruela, que cobraba vida propia cada vez que los hermanos cantaban, como si la piedra fuera capaz de vibrar con sus voces.

Cuando el prior dio por concluido el rezo, todos los monjes se levantaron al unísono. Él mismo apagó los dos grandes cirios de la entrada del coro para encabezar después la marcha por la vía sacra de la nave central hacia la puerta del claustro, que otros dos hermanos, Saturio y Timoteo, se disponían a abrir. Fue entonces cuando se coló por ella un gato, Caco, que los miró sin inmutarse.

—¿Qué hace ese animal suelto? —espetó enojado el hermano Julián, el más irascible de todos—. No puede estar dentro del monasterio.

El decano Esteban fue hacia él para atraparle, pero el animal le esquivó, aprovechándose de su prominente panza y escasa movilidad, y escapó por el crucero.

—¡Cogedle! —gritó el prior.

Para entonces el resto de los monjes ya corrían detrás del gato. Se coló por debajo del hábito del Arquitecto, sorteó con agilidad al hermano Ramiro, el boticario. Luego se detuvo frente al más joven de los monjes, maulló y retrocedió para colarse entre dos antorcheros. Los hermanos Saturio y Timoteo salieron entonces a su paso, rodeándolo. Caco los observó y cuando estos se disponían a cazarlo, hizo dos rápidos movimientos de izquierda a derecha, para dejarlos en evidencia y escabullirse por la nave del evangelio, amparado en la oscuridad que inundaba aquella parte del inmenso templo.

—No podemos ver nada —lamentó el Arquitecto, más acostumbrado a trabajar en la bóveda de la iglesia que a correr bajo ella.

—Hay que encontrar a ese animal. —Otro de los monjes se esforzaba en dar con él entre la penumbra.

—Caco es más listo que vosotros —reía mientras el decano Adolfo, el monje más anciano, que apoyado en su bastón disfrutaba de la escena—, ¡corred, corred! —les decía al resto de los monjes.

—Hermano Adolfo. —El prior le miró regañándole con la mirada.

Los monjes, con los hábitos blancos remangados, buscaban sin éxito al endiablado gato. Con los antorcheros encendidos, los numerosos sepulcros y altares que había en las naves laterales formaban un mar de sombras.

Solo el más joven de los religiosos permanecía inmóvil junto al deambulatorio.

—¡Hugo! ¿Qué hacéis ahí parado? —El hermano Saturio le llamó la atención—. Deberíais ser el primero en perseguir a ese gato del demonio, ¡vamos!

Pero el monje no se movió.

El prior Antón se dio cuenta de que tenía la mirada clavada en un punto determinado del templo. Observó por un instante al joven de pelo rapado y aspecto endeble, mientras el resto perseguía sin éxito al gato pardo. El prior advirtió cierta preocupación en su rostro.

Fue hacia él.

—Hermano Hugo, ¿qué ocurre?

—Allí —y señaló el altar.

El prior dirigió sus ojos hacia ese lugar y dio un par de pasos en la dirección de la mirada del joven cisterciense. Un bulto sobre el suelo se adivinaba entre las sombras.

—¿Qué es aquello? —El prior forzó la vista—. ¡Traed más luz aquí!

Uno de los monjes llegó con un velón.

—Aquí tenéis, ¿está ahí ese gato?

—No lo sé —le dijo el prior con un largo suspiro.

Ni el prior ni el monje avanzaron hacia él, fue el hermano Timoteo quien finalmente caminó con otro velón en la mano y se detuvo a escasa distancia del altar. Acercó la luz y de inmediato se santiguó, dio un paso atrás y miró horrorizado al resto de los monjes.

—¿Qué ocurre? —El prior estaba preocupado y, además, no podía ver con precisión desde tan lejos.

—No nos escucha —le recordó el hermano Bartolomé señalando su oído.

—¡Timoteo! —gritó más fuerte—, cada día está más sordo...

El hermano Timoteo se arrodilló sin pronunciar palabra.

—¿Qué hacéis? —el prior fue directo hacia él—, hermano, ¿por qué...? ¡Virgen santa! —Y también se santiguó.

—¿Qué ocurre prior? —el decano Esteban llegó de inmediato—, ¿qué sucede? —insistió ante la falta de respuesta.

—Hay un hombre tendido en el suelo —y el prior señaló un cuerpo inerte sobre la piedra—. ¡Y está muerto!

Todavía no había amanecido cuando Atilano cruzó por el huerto del semillero y después entre los viñedos del interior del monasterio, hasta las proximidades de la muralla de poniente. Tenían que darse prisa, estaba ya amaneciendo. Su compañero, el Tuerto, apareció por detrás de la herrería empujando una carreta con un abultado fardo. El Tuerto era bastante más ligero y enjuto que su compañero, y se movía con soltura. Llegó rápido hasta la esquina, donde ya le esperaba Atilano.

—¿Te ha visto alguien?

—No, Atilano, estaba despejado tal y como nos dijo —respondió alargando la última sílaba.

—Vamos. —Atilano tomó la carretilla y la empujó con brío, mientras el Tuerto se adelantaba y corría hasta la muralla.

—¿Dónde está ese lego? —preguntó Atilano.

—Eso digo yo.

—Aquí estoy —y el hermano Prudencio apareció—, ¿por qué habéis tardado tanto?

—No era tan fácil —afirmó el Tuerto.

—Tú siempre quejándote, ¡vamos! Que aún os va a ver alguien.

Fue entonces cuando se escuchó lo que parecía el aullido de un lobo.

—¡Santo Dios! —El Tuerto echó mano al interior de su capa y dobló su cuello para dejar ver un trozo de pergamino que allí llevaba cosido, lo besó tres veces y murmuró una especie de plegaria.

—¡Mierda! Tuerto, deja esas tonterías —le recriminó Atilano.

—No son tonterías.

—¡Nos van a descubrir! ¿A qué esperáis? —El lego estaba muy nervioso y no dejaba de mirar a un lado y a otro.

Los dos hombres cruzaron por el portón de la muralla que les abrió el joven.

—¡Idos de una vez! —insistió el hermano Prudencio.

—No me fío ni un pelo de este —murmuró el Tuerto.

—Yo tampoco.

—No hay manera de que algo nos salga bien... —El Tuerto se encogió de hombros—. Tú al menos puedes decir que te ha mirado un tuerto... pero yo... —y se señaló el ojo que le faltaba.

—Ya estás con tus sandeces. —Atilano hizo ademán de soltarle una bofetada—. No sé por qué me junto contigo.

—Porque nadie más te hace caso.

—¿Cómo te atreves? —Y mostró su indignación—. Yo soy Atilano, pronto partiré de aquí a guerrear al Mediterráneo, me conocerán en Cerdeña, Sicilia y Atenas.

—Por ahora te encargas de custodiar las reliquias en los días de fiesta y te conocen en las cuatro granjas que hay a un tiro de piedra.

—Todo se andará —murmuró Atilano apretando los puños.

—Ya, pero como no empieces pronto, te van a salir canas y la espada te servirá de bastón —apuntilló el Tuerto.

—¡Qué dices! Yo blandiré mi espada contra infieles y herejes.

—Sí, contra conejos y perdices —espetó el Tuerto casi susurrando.

—Pero ¿se puede saber qué estás murmurando?

—Nada, que me gustaría ser vuestro escudero cuando partáis a luchar con infieles, montado en un burro... —Y se echó a reír.

—¡Serás gañán! —y amenazó con golpearle—, ¿por qué te crees que hacemos esto? Con lo que me saque tendré para una espléndida cota de malla, escudo y caballo.

—Mucho es eso, ¿no crees, Atilano?

—Qué sabrás tú...

—Pues lo mismo que tú, que hemos sido vecinos desde que nacimos.

—Basta de chácharas, que no tenemos tiempo.

Los dos hombres empujaban la carreta por la tierra blanda, cuando se oyó un ruido.

—¿Qué ha sido eso? —El Tuerto miró a un lado y a otro, aterrado—. Hay alguien, ¡nos han descubierto!

—¿Te quieres callar?, si sigues gritando claro que nos descubrirán —apostilló Atilano—. Tira para la acequia, ¿o es que tengo que hacerlo yo todo?

El ruido volvió a oírse.

—¡Vamos! —Atilano le hizo señales para que corriera.

—Maldita sea... Es la última vez que te hago caso.

Un alarido retumbó cercano y el Tuerto volvió a sacar el trozo de pergamino y a besarlo de forma afanosa.

—¡Qué haces, calamidad!

—Son los espíritus de la noche...

—¡No digas sandeces!

—Sí, sí, son ellos.

—Si así fuera ya estaríamos muertos. Mira, es un hombre que está gritando en la puerta del monasterio.

—¿A estas horas? Eso no puede presagiar nada bueno... —Y volvió a echar mano al interior de su capa.

—Cállate ya, Tuerto —murmuró Atilano—, deja de quejarte y empuja con fuerza, que tenemos que llevar esto hasta el molino.

Tripa-2

2. El lego

2

El lego

El hombre que yacía en el suelo de la iglesia tenía el rostro apoyado en el pavimento y vestía el hábito marrón de los hermanos legos del monasterio. El hermano Timoteo se agachó y, no sin cierto reparo, tomó la cabeza entre sus manos y la giró con delicadeza. No podía creer lo que estaba viendo, se santiguó y se incorporó llevándose la mano al pecho.

El cadáver tenía los ojos abiertos y la mirada fija, como si mirase al monje. Presentaba un corte alargado en el cuello, del que manaba aún la sangre fresca igual que cuando se degüella a un cerdo en época de matanza. Al final de este se encontraba clavada la daga con la que se había llevado a cabo la herida mortal.

—Es... —el hermano Timoteo apenas podía pronunciar el nombre—, es uno de los hermanos legos, ¡Octavio!

Los monjes se santiguaron de inmediato y el prior se adelantó hasta el muerto e hizo el gesto de la cruz en el aire.

—Pero ¿cómo es posible? ¿Quién ha podido hacerle esto?

Todos los allí presentes se acercaron temerosos y horrorizados ante aquel terrible descubrimiento.

—Hermano Ramiro, sois el boticario, os ruego que lo examinéis —ordenó el prior.

El boticario le tomó la mano derecha y la encontró rígida. Acto seguido, le abrió el hábito para comprobar si tenía más heridas, pero solo halló la piel desnuda, pálida y fría. Miró de nuevo los ojos abiertos del muerto, puso su mano sobre el rostro del difunto y le bajó los párpados.

—Prior, nadie puede entrar en la iglesia de noche. Él no debería estar aquí, es un lego... Las puertas están cerradas para ellos, ¡para todos! —intervino el decano Esteban.

—Lo sé, no perdamos la calma. —El prior pidió tranquilidad al resto de la congregación—. ¿Quién fue el primero de nosotros en bajar para maitines?

—Fui yo, prior —respondió el hermano Saturio—, vos mismo me visteis descender por la escalera.

—¿No había nadie más cuando entrasteis en la iglesia?

—No.

—¿Estáis seguro? —insistió el prior.

—Bueno, había todavía poca luz... —se excusó el hermano Saturio—, pero yo no vi a nadie.

El hermano Timoteo seguía de rodillas junto al cadáver, aún conmocionado por lo acontecido. Otro monje se colocó detrás de él. Era alto, llevaba el cabello castaño y liso, tenía la nariz afilada como un cuchillo, unos ojos vivos y las mejillas hundidas bajo los pómulos. Puso su mano derecha sobre uno de los hombros del Arquitecto y tomó la palabra.

—Es posible que quien haya cometido esta atrocidad todavía esté entre estos muros.

El hermano Timoteo se volvió hacia él y señaló su oído.

—Digo que quien lo ha matado puede seguir aquí —repitió el monje a su espalda para que le escuchara mejor.

—Hermano Rogelio, no sabemos qué ha sucedido exactamente —intervino el prior, con gran serenidad.

—Por supuesto, pero este hombre tiene una daga clavada en el cuello... Deberíamos hacer algo, ¡de inmediato!

El prior no respondió, se giró y observó a los monjes.

—Comprobad todos los accesos, la puerta de los legos, la de los fieles, la de la sacristía, la que da a la sala de los muertos, por la que se sale al cementerio y también el acceso al campanario —ordenó—, registrad cada una de las entradas.

Los monjes de hábitos blancos obedecieron sin rechistar y hasta el Arquitecto se unió a la búsqueda. Solo el hermano Rogelio aguardó junto al prior.

—No debemos sacar conclusiones precipitadas.

—Por supuesto, prior. Es que no consigo explicarme... —el hermano Rogelio parecía confuso—, ¿qué hacía un lego dentro del templo en plena noche?

—Lo averiguaremos.

—Nuestros hermanos legos tienen su propio dormitorio con su correspondiente acceso a la iglesia para ir al coro a rezar. Pero las puertas las cerramos nosotros desde dentro —insistió el monje.

—No tenéis que contarme lo que ya sé.

—Si todas las puertas estaban cerradas cuando lo encontramos, ¿cómo vamos a explicar lo sucedido?

—No adelantemos acontecimientos, angosta es la senda que conduce a la verdad.

—Prior —se acercó el monje más joven—, la puerta de la sacristía está cerrada.

—Gracias, hermano Hugo.

El prior se quedó pensativo y en silencio. De repente vio al más anciano de los monjes subiendo por la escalera en dirección al dormitorio.

—¿Adónde vais hermano Adolfo?

—Tengo que hacer de vientre.

—¿Ahora?

—A mi edad es casi un milagro, como para escoger el momento.

El prior se abstuvo de decirle nada más, bajó la vista y observó cómo los monjes le rodeaban con el rostro compungido en medio de un ambiente de consternación asfixiante.

—Todas las puertas están bien cerradas —afirmó el decano Esteban—. Hemos comprobado la de los legos, la del cementerio y la de la portada. Nadie ha podido entrar ni salir de aqu

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