El ocaso de una diosa (Memorias de Cleopatra 3)

Margaret George

Fragmento

Creditos

Primera edición: marzo 2011

Título original: The Memoirs of Cleopatra

Traducción: M.ª Antonia Menini

© Margaret George, 1997

© Ediciones B, S. A., 2005

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-666-4837-0

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Contenido

EL SÉPTIMO ROLLO

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63

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EL OCTAVO ROLLO

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EL NOVENO ROLLO

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EL DÉCIMO ROLLO

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75

EL ROLLO DE OLIMPO

1

2

3

4

Nota del autora

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EL SÉPTIMO ROLLO

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60

En mi extraña vida, interpretaba muchos papeles. Era Isis, la hija de Ra; era una Lágida, perteneciente a la más intrigante de todas las casas reinantes; era la reina de Egipto, era la madre del siguiente faraón, la esposa de un triunviro romano, la viuda de César y la implacable enemiga de Octavio. No comprendía cómo era posible que el destino me hubiera impuesto tantos papeles. Y aún entendía menos que pudiera interpretarlos todos por separado, tal como efectivamente estaba haciendo.

Mis hijos estaban todos a salvo en Alejandría. Cesarión había regresado de Roma, huyendo de cualquier acción malévola que Octavio pudiera haber tramado contra él. Antonio había lanzado su repetidamente aplazada campaña de castigo contra Armenia y había regresado victorioso de la empresa. Había movilizado dieciséis legiones. Por si fuera poco, el rey medo, tras haber cambiado de bando por milésima vez, se había adherido a nuestra causa: había ofrecido en matrimonio su única hija a nuestro hijo Alejandro y lo había nombrado heredero del trono. Incluso había dejado en libertad al rey Polemón del Ponto, hecho prisionero después de la campaña parta, y éste se había unido incondicionalmente a nosotros. Esta vez no se habían producido sorpresas y yo no tenía ninguna preocupación. Antonio había dirigido una campaña cuyo resultado era previsible. Todo el poderío de Oriente estaba dirigido contra Armenia. ¿De qué otra manera hubiera podido finalizar la campaña sino con Artabaces encadenado y convertido en prisionero real?

La única novedad consistía en las cadenas de plata que lo aherrojaban. Eso y el repentino deseo de Antonio de celebrar su victoria en Alejandría. Roma había guardado silencio con respecto a él, a pesar del orgulloso anuncio de su conquista enviado a toda prisa a Roma. No se organizaron festejos ni celebraciones, no se decretaron días de acción de gracias en su honor en la capital.

—Es como si... como si ya no me consideraran romano —dijo.

Por su tono de voz no supe si estaba ofendido o trastornado; puede que un poco de las dos cosas.

—Estoy segura de que tus partidarios en el Senado lo estarán celebrando —le dije.

—No, mis enemigos lo acallan todo.

—No se puede acallar.

—Me tendrían que organizar un Triunfo —dijo—. ¡Me lo he ganado! ¿Cómo se atreven a no hacerlo?

Jamás se había organizado un Triunfo en su honor, aunque sí en honor de su abuelo en los días en que no era fácil conseguirlo. Pero los Triunfos estaban destinados a celebrar las victorias sobre enemigos extranjeros y Antonio había alcanzado sus mayores éxitos en las guerras civiles. Había sido aclamado tres veces como imperator, pero por sus actuaciones contra Pompeyo y contra Bruto y Casio, y sólo al final por las que había emprendido contra los partos. A él y a su general Baso les habían prometido la celebración de unos Triunfos por sus victorias contra los partos que previamente habían invadido territorio romano en Siria; Baso había regresado a Roma para celebrar el suyo, pero Antonio había decidido dejarlo para más tarde.

—Sí, ya lo sé.

Que un general romano de su categoría jamás hubiera celebrado un Triunfo suponía un gran vacío que él estaba deseando llenar; quería que le reconocieran los méritos.

Quería recorrer

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