Rojo amanecer en Lepanto

Luis Zueco

Fragmento

Relación de personajes

Relación de personajes

Alejandro Farnesio, quien les va a contar esta gran historia, príncipe de Parma, además de nieto del emperador Carlos V y el papa Paulo III.

Don Juan de Austria, mi gran amigo, hijo del emperador Carlos V y una mujer flamenca, Bárbara Blomberg.

Felipe II, mi tío, hijo del emperador Carlos V, hermano de don Juan de Austria.

Príncipe Carlos, hijo de Felipe II, heredero de la Corona española.

Honorato Juan, humanista, discípulo de Luis Vives y profesor en la Universidad de Alcalá de Henares.

Don Luis de Quijada, mayordomo del emperador Carlos V, padre adoptivo de don Juan de Austria.

Magdalena de Ulloa, noble castellana, esposa de don Luis de Quijada, madre adoptiva de don Juan de Austria.

Margarita de Austria, mi madre, hija del emperador Carlos V, gobernadora de los Países Bajos.

Octavio Farnesio, mi padre, hijo del papa Paulo III, segundo príncipe de Parma.

Miguel de Cervantes, amigo, escritor y bravo soldado.

Isabel de Valois, reina de España, esposa de Felipe II e hija de Catalina de Médici, reina de Francia.

Duque de Alba, el militar más importante de la primera época del reinado de Felipe II.

Ruy Gómez de Silva, noble portugués, hombre de confianza de Felipe II y marido de la princesa de Éboli.

Princesa de Éboli, miembro de una de las familias más poderosas de Castilla, los Mendoza.

El maestro Carranza, profesor de esgrima.

Doña Juana, hermana de Felipe II, viuda del rey de Portugal.

Sánchez Coello, pintor de cámara de Felipe II.

Sofonisba Anguissola, dama de honor de Isabel de Valois.

1. Los tres príncipes

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Los tres príncipes

Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares,

agosto de 1560

Corría el final del verano cuando bajé caminando por las escaleras del Palacio Arzobispal impaciente y ansioso por conocerle. Se había convertido en una de las personas más intrigantes del imperio. La curiosidad me invadía por dentro desde el día en que supe que íbamos a estudiar juntos. Se oían comentarios sobre él en todos los rincones de Madrid. Muchos se burlaban llamándole a escondidas Jeromín, apodo que le habían puesto en su niñez sus padres adoptivos. Otros rumoreaban sobre quién era su madre, si una noble flamenca o una plebeya protestante. Demasiados rumores acerca de un mozo de tan solo catorce años, por mucho que fuera hijo de mi abuelo materno, el emperador Carlos V. Algunos no entendían que hubiera aparecido de repente, ¿por qué el emperador había desvelado el secreto? ¿Qué razones podía tener?

La mayoría no le tenía en consideración, ¿qué se podía esperar de alguien educado en los campos de Leganés?

Mi bisabuelo, el sumo pontífice Paulo III, me aconsejó una vez que no juzgara a nadie ni por sus orígenes ni tampoco por los medios con los que había logrado sus fines. Según me enseñó, cada cierto tiempo surgen hombres excepcionales, que no pueden ser juzgados ni por su procedencia ni su edad, son individuos capaces de cambiar el rumbo de la historia. Mi bisabuelo había sido el cardenal más joven de su época, gracias a que su hermana Julia fue la amante del papa Alejandro VI, el papa Borgia.

A pesar de sus consejos, la realidad de este siglo XVI era que los apellidos pesaban más que en ninguna época anterior. Yo era buen ejemplo de ello, ya que he de reconocer que parte de mi fama venía de un hecho sin parangón en toda la historia de la cristiandad. Por mis venas corría sangre real y pontificia. Por parte materna, mi abuelo era el emperador, Carlos V, y por la familia de mi padre, mi bisabuelo era el sumo pontífice, Paulo III.

Mientras caminaba hacia el encuentro, recordé que hacía unos meses había visto un retrato del muchacho que estaba a punto de conocer. Lo había realizado, a finales del año pasado, el portugués Alonso Sánchez Coello, pintor de cámara del rey. Aquella pintura había sido muy importante, ya que había tenido la misión de presentar al nuevo hijo del emperador a toda su familia. Y según lo que había pintado el maestro, no había duda de que el hijo secreto de Carlos V era un Habsburgo.

Antes de terminar de bajar la escalinata ya divisé la comitiva esperándome. En ella estaba el hijo de nuestro gran rey Felipe, el príncipe Carlos. El rey había insistido en que los tres estudiáramos juntos en la Universidad de Alcalá de Henares. Al príncipe parecía encantarle la idea. El heredero al trono de España no era una persona fácil, ni solían agradarle en demasía los personajes de la corte, pero por una vez en su vida iba a elegir a un buen amigo. Quien, llegado el día, le haría el mejor regalo que su alma y su país podían desear.

El resto de la comitiva estaba formada por Honorato Juan, destacado humanista y supervisor del plan de estudios universitarios; el rector de la universidad y el director del colegio mayor de San Ildefonso. Todos ellos aguardaban mi llegada para ir al salón principal.

El príncipe me miró sonriente; él ya le conocía. Según me comentó días atrás, lo había visto por primera vez en la fiesta de bienvenida que se dio a la reina Isabel de Valois en Guadalajara, aunque no llegaron a intercambiar palabra.

Entramos en el salón principal del Palacio Arzobispal, una hermosa sala con una techumbre de madera policromada. El palacio fue construido hace medio siglo por el cardenal Jiménez Cisneros, al igual que la propia universidad. En medio del salón había un grupo de cortesanos, entre quienes destacaba un hombre moreno, con el pelo muy corto y peinado hacia atrás, que tenía una expresión recta y seria, con una mirada tan melancólica como llena de fuerza. Esa mirada que con el tiempo me acostumbré a ver en todos los soldados de los tercios y en mi propio rostro, y que era mezcla de tristeza y el más estricto sentido del honor. Vestía un traje completamente negro y austero, al más puro estilo castellano. Se trataba d

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