Leonor de Aquitania

Pamela Kaufman

Fragmento

Partimos de Londres por el Camino Real de Winchester cabalgando de diez en fondo, la Guardia Real elegantemente vestida de escarlata, cascos y espadas relucientes bajo el sol invernal que se ponía, y de repente sentí un estallido de alegría. Por algo me llaman «Gracia», ¿no? Me agradó sobremanera volver a estar al aire libre; me encantaba el cascabeleo de los arneses y el repiqueteo de los cascos, incluso el brillante estandarte escarlata con los tres leones cabeceando delante de mí; pero sobre todo me alegraba el hecho de tener que ser trasladada. Debíamos de ir ganando, de lo contrario ¿por qué me hacían salir de la Torre Blanca sin las demás mujeres? ¿Por qué me enviaban al gran palacio de Winchester? Porque ¿a qué otro lugar conducía aquel camino?

Nos detuvimos a una hora de distancia de Winchester, en el vado del río.

—Tal vez estén preocupados por el hielo —le dije a mi criada.

Amaria dirigió sus ojos verdes hacia la madera.

—O por esos hombres.

Al principio las ramas parecían peladas, pero poco a poco fui divisando hombres que, cual champiñones, estaban en cuclillas; hombres con la coronilla y las piernas rasuradas, túnicas blancas con fajines verdes, los dedos de los pies hundidos en la corteza helada.

—¡Galeses! Santo Dios, ¿qué están haciendo aquí?

Espoleé el corcel para situarme en la parte delantera de la comitiva, donde Ranulfo de Glanvill estaba hablando con un adusto galés de mediana edad vestido con una capa escarlata sobre la túnica blanca.

—¿Por qué nos hemos detenido, mi señor? —inquirí.

Los ojos negros de Glanvill eludieron rápidamente mi mirada.

—Reina Leonor, permitidme que os presente a lord Ciarron ap Dwyddyn. —Alzó el brazo con brusquedad y gritó—: ¡Dad marcha atrás!

Las hileras de diez en fondo se giraron a paso ligero y empezaron a trotar de vuelta a Londres con los arneses cascabeleantes y el estandarte. Al instante espoleé mi caballo para que se uniera a los demás, pero Glanvill y Ciarron rodearon mi montura y me obligaron a entrar en una zanja poco profunda que conducía al bosque, en compañía de Amaria. Estaba demasiado impresionada como para tener miedo, pero sin duda advertí el peligro.

—¡Deteneos de inmediato! —Sacudí las riendas—. ¡No dejaré el camino!

Ciarron me agarró la brida.

—¡Lord Glanvill! —exclamé.

Tenía la mirada perdida y entonces supe cuál era mi destino. ¿Quién no ha oído hablar de las ejecuciones de prisioneros políticos en el bosque? Cabalgamos adentrándonos por entre los árboles desnudos en compañía del fantasmagórico galés, hasta que la maraña se tornó tan espesa que nos vimos obligados a introducirnos en el río, a cabalgar con el agua helada hasta las caderas, y el carro flotando detrás de nosotros. Amaria me tomó la mano enguantada.

Acto seguido, el sonido de un hacha. De nuevo miré el perfil de Glanvill. Quizá fuera una persona malévola, pero no acababa de creerme que un caballero de su categoría fuera a perpetrar un acto tan sangriento, pues tratábase de un hecho más propio de un bruto anónimo. El sonido de los hachazos se oyó más cerca.

De repente irrumpimos en un pequeño claro donde unos leñadores talaban árboles; algunos cortaban las ramas de los troncos a fin de hacer empalizadas para un muro de casi cinco metros de altura, que se alzaba ante nosotros. Por encima de nosotros, en la plataforma de los guardas, se sentaban unos galeses que balanceaban sus mugrientos pies. Se abrió la puerta.

Entramos en un recinto amplio cubierto con un ligero manto de nieve. Las ovejas cubiertas de hielo dibujaban sombras alargadas en el patio. Los trabajadores se apoyaron en sus enseres para contemplar la escena con una curiosidad que los dejó boquiabiertos. A lo lejos, sobre las cimas de los árboles pardos, distinguí Clarendon Lodge. Había divisado aquel claro muchas veces desde una posición elevada, así que sabía exactamente dónde me encontraba: Old Sarum, una antigua torre sajona, una plaza, una torre del homenaje achaparrada construida con una muralla seca en proceso de desmoronamiento sobre una mota empinada rodeada de un ancho foso invadido por la maleza. Había permanecido deshabitada durante siglos, pero ahora las chozas y vallas hablaban por sí solas.

Estaba tan enojada que apenas podía articular palabra.

—Lord Glanvill, ¿se trata de una broma?

—Son órdenes del rey. Os ruego que desmontéis.

—No dejaré nunca que el corazón me lata más de diez veces en esta ruina asolada por el viento. ¡Tenedlo por seguro!

Dejó de fulminarme con la mirada.

—¿Debo obligaros?

Encabrité el caballo y lo hice caer sobre los guardas más cercanos.

Cien hombres se abalanzaron sobre mí. Desde el suelo helado, mordí todos los tobillos sucios que pude, hice esfuerzos para ponerme en pie, arañé las cabezas rasuradas, pisoteé pies galeses con mis botas doradas. Un patán me tapó la boca con la mano y le mordí el pulgar. La sangre brotó por todas partes. Me aferré al cuello de mi caballo.

—¡Socorro! —grité—. ¡Que alguien me ayude! ¡Os recompensaré!

Más de veinte hombres me arrastraron al puente del foso. Levanté el pie y le puse la zancadilla a un guarda, que cayó hacia atrás y atravesó la fina capa de hielo. Me quedé sin fuerzas e hice que me subieran por la mota, cruzamos la puerta de la torre y nos internamos en aquel lugar oscuro como boca de lobo, subimos por una escalera en tinieblas, donde me golpeé la cabeza con las vigas bajas. Luego de nuevo hacia arriba hasta llegar a una sala intermedia y, acto seguido, otra vez por las escaleras hacia el nivel más alto de esa aguilera llena de murciélagos.

Glanvill jadeaba de pie en el último escalón.

—Pongo al demonio por testigo de lo que estoy disfrutando.

—¡Ni siquiera el infiel goza matando mujeres!

Dejó los dientes al descubierto.

—Nadie os ha matado.

—¡No, ni tampoco he sido juzgada! ¡Cómo osáis, vos, un hombre de leyes, tratarme como a una vulgar criminal! ¿Acaso pensáis que ignoro la utilidad de Old Sarum? Primero los sajones y luego los normandos encarcelaron aquí a los rufianes para que tuvieran una muerte cruel, pero nadie ha torturado de esta manera a una mujer. ¡Y mucho menos a una reina!

—Tendréis un juicio.

—¿Me tomáis por imbécil? ¿Dentro de un año? Apresadme, escondedme y quizá colabore expirando «de forma natural» porque vuestro rey perdió los papeles después del escándalo de Becket. ¡Sí, y llorará sobre mi tumba al igual que hizo sobre la de Tomás! ¡Hipócrita!

—El rey quiere ser indulgente.

—¡Ja!

—Os ofrece una buena posición: podéis ser abadesa de Fontevrault, con todas las ventajas de vuestra condición. Un final digno para vuestra vida.

—¿A cambio de qué?

Se acercó a mí.

—Retractaos de las órdenes dad

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