1.ª edición: mayo 2012
© Sebastián Roa, 2010
© Ediciones B, S. A., 2012
para el sello B de Bolsillo
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Depósito Legal: B.19300-2012
ISBN EPUB: 978-84-9019-118-7
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Para Chiri y Nina
La venganza de sangre no fue solamente un derecho de tiempos más oscuros: fue un deber de caballero. Y de caballero es el deber de expresar mi agradecimiento a varias personas. A mi esposa Ana y a mi hija Yaiza, porque siempre son la razón de todo, también de esto. A quienes actuaron con generosidad en uno u otro momento de la vengaza: Francho Nagore, José Ángel Sánchez, José Luis Corral, Santiago Posteguillo, Josep Asensi. A los recreacionistas medievales de Fidelis Regi, Feudorum Domini, A. C. H. A., Arcomedievo y Aliger Ferrum. Y a mis compañeros de viaje literario, los miembros del Cuaderno Rojo.
Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando devastabais mi casa, forzabais a mis esclavas y, estando yo vivo, tratabais de seducir a mi esposa sin temer a los dioses que habitan el ancho cielo ni venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre vosotros todos el extremo de la muerte.
Homero, Odisea
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Agradecimientos
Cita
Exordio
PRIMERA PARTE
La hermana Teresa
El don de Dios
La tabernera de Cáller
El placer del olvido
El tributo debido
La Compañía Negra
La última carga del Temple
SEGUNDA PARTE
El otoño del rey
Río de furia
Vencer o morir
La isla de la muerte
La conjura de la sangre
La venganza del león
Epílogo
Glosario
Sobre el autor
Otros títulos de la colección
Seis aciertos y un cadáver
El papiro de sept
Exordio
Isla de Malta. Verano de 1283
—¡Desgraciado! Tu valor te perderá, dejarás huérfano a nuestro pequeño y yo, infortunada, quedaré viuda. ¿Acaso pretendes derrotar tú solo a todo el ejército aragonés?
El caballero sonrió bajo el yelmo ante los reproches de su esposa. Mientras ella seguía lamentándose, él hizo una seña a Guido, su escudero, que aguardaba para ayudarle a despojarse de su atavío. El muchacho, todavía con el semblante pálido por los momentos recién vividos junto a la muralla, hizo un gesto de asentimiento a su señor, se deslizó silenciosamente hacia fuera y cerró la puerta del aposento tras de sí.
—Sería preferible —continuó ella con su reprimenda— que al perderte me tragara la tierra, porque si mueres, Alain d’Avesnes, no habrá consuelo para mí. Demasiado bien sabes que no tengo más familia que tú en este mundo...
El caballero salvó la distancia que le separaba de su mujer y abrazó a la dama con fuerza, apretándola contra la veste aún manchada de polvo y sangre. Estaba deseoso de despojarse de su loriga y refrescar su cuerpo, pero los pesares de la esposa requerían toda su atención. A espaldas de la dama quejumbrosa, una joven aya daba la mano al hijo de la pareja, un niño de pelo negro y ojos claros que asistía a la escena con la tez demudada, sobrecogido por la imponente estampa del caballero, con aquel orgulloso león rampante negro que presidía su veste y el brillante yelmo ocultando todo el rostro. La voz del padre sonó lejana y grave tras la pantalla de metal