Venganza de sangre

Sebastián Roa

Fragmento

 

1.ª edición: mayo 2012

 

© Sebastián Roa, 2010

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello B de Bolsillo

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.19300-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-118-7

 

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Para Chiri y Nina

 

 

 

 

 

 

La venganza de sangre no fue solamente un derecho de tiempos más oscuros: fue un deber de caballero. Y de caballero es el deber de expresar mi agradecimiento a varias personas. A mi esposa Ana y a mi hija Yaiza, porque siempre son la razón de todo, también de esto. A quienes actuaron con generosidad en uno u otro momento de la vengaza: Francho Nagore, José Ángel Sánchez, José Luis Corral, Santiago Posteguillo, Josep Asensi. A los recreacionistas medievales de Fidelis Regi, Feudorum Domini, A. C. H. A., Arcomedievo y Aliger Ferrum. Y a mis compañeros de viaje literario, los miembros del Cuaderno Rojo.

 

 

 

 

 

 

Perros, no esperabais que volviera del pueblo troyano cuando devastabais mi casa, forzabais a mis esclavas y, estando yo vivo, tratabais de seducir a mi esposa sin temer a los dioses que habitan el ancho cielo ni venganza alguna de los hombres. Ahora pende sobre vosotros todos el extremo de la muerte.

 

Homero, Odisea

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Agradecimientos

Cita

 

Exordio

PRIMERA PARTE

La hermana Teresa

El don de Dios

La tabernera de Cáller

El placer del olvido

El tributo debido

La Compañía Negra

La última carga del Temple

SEGUNDA PARTE

El otoño del rey

Río de furia

Vencer o morir

La isla de la muerte

La conjura de la sangre

La venganza del león

Epílogo

Glosario

Sobre el autor

Otros títulos de la colección

Seis aciertos y un cadáver

El papiro de sept

 

Exordio

 

Isla de Malta. Verano de 1283

 

—¡Desgraciado! Tu valor te perderá, dejarás huérfano a nuestro pequeño y yo, infortunada, quedaré viuda. ¿Acaso pretendes derrotar tú solo a todo el ejército aragonés?

El caballero sonrió bajo el yelmo ante los reproches de su esposa. Mientras ella seguía lamentándose, él hizo una seña a Guido, su escudero, que aguardaba para ayudarle a despojarse de su atavío. El muchacho, todavía con el semblante pálido por los momentos recién vividos junto a la muralla, hizo un gesto de asentimiento a su señor, se deslizó silenciosamente hacia fuera y cerró la puerta del aposento tras de sí.

—Sería preferible —continuó ella con su reprimenda— que al perderte me tragara la tierra, porque si mueres, Alain d’Avesnes, no habrá consuelo para mí. Demasiado bien sabes que no tengo más familia que tú en este mundo...

El caballero salvó la distancia que le separaba de su mujer y abrazó a la dama con fuerza, apretándola contra la veste aún manchada de polvo y sangre. Estaba deseoso de despojarse de su loriga y refrescar su cuerpo, pero los pesares de la esposa requerían toda su atención. A espaldas de la dama quejumbrosa, una joven aya daba la mano al hijo de la pareja, un niño de pelo negro y ojos claros que asistía a la escena con la tez demudada, sobrecogido por la imponente estampa del caballero, con aquel orgulloso león rampante negro que presidía su veste y el brillante yelmo ocultando todo el rostro. La voz del padre sonó lejana y grave tras la pantalla de metal

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