Martyrium

Santiago Castellanos

Fragmento

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para mis niños, Vega y Enrique

 

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Preámbulo

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Nota del autor

 

 

 

 

Emérita, las Hispanias, 298 d.C.

 

La niña oyó la suave voz de su nodriza en la habitación contigua. Hacía ya un rato que estaba despierta, pero se estaba tan a gusto en la cama que había preferido no llamarla y quedarse allí, calentita bajo las mantas. Abrió perezosamente los ojos y vio, una mañana más, cómo decenas de pájaros volaban sobre el delicioso jardín de flores y árboles frutales que decoraba las paredes de su cubículo. Justo en ese momento entraba el ama con la jofaina de agua limpia en las manos. Era hora de levantarse. Se sentó en el borde del colchón y saltó sobre el pequeño escabel que le permitía bajar y subir del lecho sin dificultad. Al tocar el agua, se quejó de que estaba demasiado fría pero, ante la insistencia de su nodriza, no tuvo más remedio que asearse. Rápidamente se lavó las manos y la cara, se frotó los dientes con agua de savia, se sonó los mocos y se dejó peinar. Todavía descalza y en camisa de dormir, corrió por la larga galería que conducía a las dependencias de su padre, haciendo caso omiso a los gritos de enfado de su nodriza, que apenas podía seguirla. Llamó a la puerta, esperó, y al no obtener respuesta salió en busca de su madre para darle los buenos días. La encontró sentada en la silla de su habitación, todavía sin arreglar.

—Eulalia, entra. Siéntate aquí conmigo. —Y, cogiendo a su hija, la sentó sobre sus rodillas—. ¿Cómo está mi pequeña esta mañana?

—Bien, mamá —respondió la niña distraídamente, mientras jugueteaba con un mechón de pelo rojizo que caía sobre los hombros de la madre—. ¿Dónde está mi padre?

Rutilia sabía bien que Eulalia sentía adoración por su esposo.

—Se levantó al alba para vestirse la toga y salió temprano de casa.

La niña sonrió. Para ella, era todo un acontecimiento que su padre vistiera la toga. Por mucho que éste se quejara de lo complicado que resultaba ponérsela; tanto que necesitaba la destreza de uno de sus esclavos para poder colocar los dichosos pliegues en su sitio. Acostumbraba a vestir prendas más cómodas, pues, incluso para un ciudadano notable, aquel tradicional atuendo estaba prácticamente en desuso, quedando relegado a algún evento importante de la vida pública. Y ése lo era. El vicario de las Hispanias iba a comparecer en audiencia pública ante los ciudadanos de Emérita. Se trataba de un altísimo cargo de reciente creación que dependía del propio augusto Maximiano, y bajo cuya jurisdicción quedaban los gobernadores provinciales. Al establecer allí su sede, la ciudad pasó a convertirse en un centro administrativo, jurídico y burocrático de primera magnitud.

—¡Eulalia! —La nodriza irrumpió en la habitación acaloradamente—. Disculpad, señora. La niña ha salido corriendo y no he podido alcanzarla. —Se dirigió a la cría para regañarla—. Con el frío que hace, ¡vas a caer enferma! Ve a vestirte y a tomar el desayuno. —Y, dejando que se despidiera de la madre, desapareció por el corredor.

Después de un rico desayuno compuesto por pan, queso e higos, Eulalia salió de casa acompañada de su inseparable nodriza y del viejo Lucio, el esclavo más anciano de la casa, y el más querido por todos. Estaba contenta: como cada mañana le esperaba su preceptor en el otro extremo de la ciudad. Miraba a su alrededor con entusiasmo, como si aquél fuera el primer día que caminaba con el ama y Lucio por las calles de Emérita. Habían hecho ese mismo recorrido cientos de veces, y todavía seguía parándose cada poco ante algo. Cualquier cosa llamaba su atención. Ese día se detuvo a escasos pasos de su casa, justo cuando pasaban ante la puerta principal del anfiteatro.

—Lucio, mira lo que pone en ese cartel. Hay juegos.

El anciano se acercó con avidez, pues a sus años los combates en la arena eran una de las pocas alegrías que le quedaban. Escuchó muy atento lo que la niña leía, pues él no sabía hacerlo. Se anunciaba un evento para los tres días posteriores a los idus de marzo:

—«... los ediles y la curia harán combatir a veinte parejas de gladiadores en Augusta Emérita, en honor a Aurelio Agricolano, vicario de las Hispanias. Habrá cacería de fieras».

—Vamos, Eulalia... —La nodriza le tiró de un brazo para que iniciara el paso. No quería que el entusiasmo del anciano se contagiara a la niña, máxime conociendo el profundo rechazo que ese tipo de espectáculos provocaba en sus señores.

Reemprendieron el camino sin más incidentes, y al poco llegaron al centro de la ciudad. A esas horas d

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