En el corazón de los fiordos

Fragmento

Creditos

Título original: Im Land der weiten Fjorde

Traducción: Ana Guelbenzu

1.ª edición: enero 2013

© 2012 by Bastei Lübbe GmbH & Co. KG, Köln

© Ediciones B, S. A., 2012

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal: B. 31175.2012

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-311-2

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Michael Marius

Cita

 

 

 

 

 

Var det ikke for mørket, så visste vi ikke om sternene.

De no existir la oscuridad, no conoceríamos las estrellas.

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

Prólogo

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Tusen takk!

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Prólogo

—Ya puedes abrir los ojos.

La chica obedeció y se quedó boquiabierta. Delante de ella, sobre la cama, había un bunad drapeado. Sorprendida, se volvió hacia su madre, que la miraba con ilusión.

—¿Es para mí?

—Sí, cariño. Necesitas un traje adecuado para tu boda —contestó su madre con una sonrisa.

—Es maravilloso —dijo la chica en un susurro, al tiempo que acariciaba con timidez el traje de fiesta. Sobre una falda negra que llegaba hasta los tobillos se extendía un mandil con un vistoso bordado y un saquito de tela atado. El corpiño era sin mangas y de color granate, ornamentado con un ribete bordado, y por debajo sobresalían las mangas abultadas de una blusa blanca.

—Pero falta lo más importante —dijo la madre, sacó una cajita y se la alcanzó a su hija invitándola a abrirla con una sonrisa.

La chica abrió la cajita y sacó un colgante redondo de plata que se balanceaba en una cinta de terciopelo.

—Pero es tu medallón nupcial —exclamó.

La madre asintió.

—Me lo regaló mi madre cuando me casé con tu padre. Ahora me gustaría dártelo para que puedas meter tus fotos —dijo.

La chica le dio la vuelta en la mano a la alhaja, con un laborioso grabado, y en la parte posterior descubrió una inscripción. Miró a su madre, intrigada.

—La dedicatoria es mía —le explicó.

Su hija leyó aquellas palabras llenas de afecto, rompió a llorar y le dio un fuerte abrazo a su madre.

—Te echaré tanto de menos... —murmuró.

—Yo también, mi niña, yo también —susurró la madre.

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1

Fráncfort, abril de 2010

Lisa soltó aliviada la pesada bolsa con el equipo fotográfico, entró la maleta de ruedas y cerró la puerta del pequeño apartamento que ocupaba en la cuarta planta de un edificio de vivivendas en una calle tranquila, junto a la Alten Oper. Antes de quitarse la chaqueta fue corriendo al salón y abrió la puerta del diminuto balcón para que entrara aire fresco. Salió fuera y miró hacia el patio interior, donde había un abedul solitario cuyas ramas empezaban verdear. Un mirlo posado en el canalón del edificio de enfrente entonaba su canción melódica al atardecer. ¡Por fin la primavera! Lisa sonrió, cerró los ojos y respiró hondo el aire fresco.

Qué lejos le parecía ahora Mumbai y el calor abrasador en el que se asaba veinticuatro horas antes. Había estado haciendo una especie de inventario fotográfico artístico por encargo de un instituto de investigación de urbanismo en Dharavi, un enorme barrio bajo situado en medio de la ciudad. En breve el confuso mar de barracas de chapas onduladas, alfarerías y otros talleres de artesanía, negocios y burdeles tenía que dejar paso a un barrio moderno con torres de oficinas y viviendas y servir de modelo para sanear otros suburbios. Aquel proyecto despertaba sentimientos encontrados entre los afectados, según Lisa pudo constatar de inmediato. Los vecinos iban a ser trasladados a viviendas adecuadas, pero sobre todo los talleres temían no poder continuar con su trabajo allí.

Lisa se sumergió en aquel mundo fascinante y regresó con una buena colección de fotografías y nuevas experiencias. No le quedaba mucho tiempo para digerirlo todo, pues en unos días estaría de nuevo de viaje, esta vez en Dubai, donde durante los últimos años había estado registrando regularmente con la cámara el desarrollo de un gigantesco proyecto de construcción.

El timbre sonó tres veces, señal de que era Susanne. Lisa volvió a entrar en el piso y abrió la puerta.

Su vecina y amiga Susanne la saludó con una sonrisa de oreja a oreja. Era casi una cabeza más baja que Lisa y muy delicada. A Lisa su pelo largo color caoba, que resaltaba el rostro en forma de corazón y la piel clara, los ojos castaños de cejas alargadas y los labios rojo cereza le recordaban a Blancanieves. De hecho, de niña se imaginaba así al personaje del cuento.

Aquel día Susanne llevaba un vestido de color borgoña de una tela vaporosa que ponía de relieve sus formas femeninas. A su lado Lisa siempre parecía especialmente desgarbada, no solo por su altura, sino por la ropa informal y deportiva que en vez de resaltar su figura esbelta la disimulaba.

Debido a su aspecto aniñado, los hombres solían considerar a Susanne un ser tierno y desvalido, un error que ella sabía aprovechar con gran placer. A Lisa, en cambio, la mayoría la trataba de forma amistosa, como a una compañera. En realidad a ella le resultaba muy agradable, pero a veces, cuando iba de viaje con Susanne, la hería en lo más hondo que todas las miradas se clavaran en su amiga como si fueran teledirigidas y ella de pronto se sintiera invisible. Aun así, jamás se le había ocurrido tomárselo en serio ni modificar su aspecto.

Su amistad con Susanne se remontaba a poco después de mudarse allí cinco años antes, ya que vivían en la misma planta. Las dos jóvenes se cayeron simpáticas desde el principio a pesar de ser muy distintas, o precisamente por eso. A partir de entonces Susanne recogía su correo cuando Lisa estaba de viaje, y ella le devolvía el favor ampliando la colección de gatos de su vecina, trayéndole de todos los lugares figuras y representaciones de gatos de todos los materiales imaginables. Esta vez tenía un pequeño bolso de mano rojo con motivos de gatos en el equipaje.

Susanne sujetaba en una mano un montón de cartas y en la otra un ramo enorme de rosas de té amarillas, cuyo aroma intenso llegó hasta Lisa. Sorprendida, se arregló los díscolos rizos cortos de color rubio oscuro y sonrió a su amiga.

—No, no, no son mías —dijo Susanne—. Las han traído para ti, aquí hay una tarjetita. —Señaló con la barbilla un sobrecito pegado a una rosa—. Las desempaqueté y las puse en agua, no sabía cuándo llegabas exactamente. Pero no he leído la tarjeta, ¡palabra de honor!

Lisa sonrió a Susanne. Sabía que se estaba muriendo de curiosidad, así que, para no tener más tiempo en vilo a su amiga, arrancó el sobrecito de las rosas y sacó la tarjetita.

—«Cara, hasta mañana en la ciudad. Te espero a las ocho en el Da Vinci. Besos, Marco.» —Leyó Lisa en voz alta. El resplandor de ilusión que reflejaba el rostro de Susanne se desvaneció.

—Vaya, de Marco. ¡Pensaba que tenías un admirador secreto!

Lisa la miró con fingida indignación, le cogió el ramo de rosas y las cartas y la invitó a pasar al piso con un gesto de la cabeza.

—¿Te apetece un Masala Chai? Está muy bueno.

Susanne sacudió la cabeza.

—Lo siento, pero no tengo tiempo, voy con prisa. Tengo turno de tarde en el restaurante.

Susanne era diseñadora gráfica y de páginas web autónoma, y quería seguir así. Si no tenía encargos suficientes, prefería trabajar de camarera para pagar el alquiler que dejarse explotar en una oficina. Eso lo había dejado atrás definitivamente. Lisa lo entendía: la idea de pasar día tras día hacinada en una oficina le resultaba insoportable. Era uno de los motivos por lo que le gustaba tanto su profesión.

—Entonces ven mañana a desayunar a casa —propuso.

—Una idea genial —contestó Susanne—, estoy ansiosa por saber cómo te ha ido en la India. —Le rozó el brazo con suavidad a Lisa—. Y cómo estás en general.

«Sí, ¿y cómo estoy?» Lisa se miró pensativa en el espejo tras cerrar la puerta del piso cuando Susanne se fue. Las frecuentes estancias en países soleados habían bronceado su piel, clara por naturaleza, lo que resaltaba sus grandes ojos azules de pestañas espesas. Durante los últimos meses había estado evitando mirar en su interior y se había volcado en un encargo tras otro, totalmente concentrada en su trabajo. Le había ayudado a superar la primera impresión y a estar preparada para enfrentarse a una pérdida tan inesperada. Aún no podía creer que no volviera a ver nunca más a sus padres, Simone y Rainer.

Cuando pensaba en ellos los veía a los dos sentados en una cafetería griega, explorando el interior de Australia o paseando por un bazar marroquí. Desde la jubilación de su padre siete años atrás, sus padres siempre estaban viajando por el mundo, siguiendo con la vida errante que llevaban durante la carrera diplomática de Rainer Wagner. En el fondo esperaba que en cualquier momento sonara el teléfono y oyera la voz alegre de su madre informándole de sus nuevas experiencias.

Lisa escogió un jarrón en la cocina para el ramo de rosas, lo dejó sobre la mesa de centro en el salón y se sentó con las piernas cruzadas en su sofá granate preferido. Miró alrededor y poco a poco fue recobrando la calma. Una alfombra persa, gruesa y tejida a mano, dominaba con sus colores vivos el espacio, que apenas estaba amueblado. En la gran estantería de la pared de enfrente del sofá había artículos de cerámica, vasos, cestos de mimbre, cajas de madera tallada y otros objetos artesanales que le habían traído sus padres de todos los rincones del mundo. En medio se apretujaban guías de viaje, álbumes de fotos, novelas policiacas y de otros géneros formando un colorido caos. Lisa clavó la mirada en el ramo de bienvenida de Marco.

Rosas. Las flores preferidas de su padre, que en vida siempre había soñado con tener su propia rosaleda. Incluso en los lugares más inverosímiles, siempre conseguía regalar rosas frescas a su mujer. El tío Robert se ocupó de que la pequeña capilla del cementerio de montaña de Heidelberg estuviera decorada con ramilletes de rosas. Y las numerosas coronas y ramos de flores que casi tapaban del todo los dos ataúdes también eran en su mayoría de rosas.

A Lisa le resultaba difícil imaginar que sus padres yacían en aquellos ataúdes. Simplemente no podía ser. Ambos tenían setenta y pocos años, aunque parecían mucho más jóvenes. Amaban y disfrutaban la vida, y tenían aún tantos planes... el último plan les costó la vida: en un viaje con amigos en barco de vela por el Caribe la embarcación zozobró. Para Simone y Rainer Wagner el rescate llegó demasiado tarde, cuando los encontraron ya habían fallecido.

Al día siguiente por la mañana Lisa estaba completamente exhausta. Tras una noche de insomnio sin parar de darle vueltas a las mismas ideas y cavilaciones, no tenía ganas de salir de casa. Por eso se alegró tanto de desayunar con Susanne, hacía demasiado tiempo que no se veían y charlaban. Lisa agradeció a su amiga que aceptara sin decir nada su actitud de retraimiento tras la muerte de sus padres y no la asediara con consejos bienintencionados. Sin embargo, durante los últimos días antes de su partida a la India, Lisa se había dado cuenta de hasta qué punto añoraba sus conversaciones, y de que ya estaba preparada para hablar sobre su pérdida. Incluso tenía ganas de hacerlo. Aun así, al oír la señal del timbre Lisa dudó de si debía hacer pasar a su amiga.

Tras una breve lucha interior abrió la puerta y vio a Susanne frente a ella, que pasó de la sonrisa alegre a poner cara de susto.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha pasado? —exclamó—. ¿Estás enferma?

Lisa sacudió la cabeza y forzó una media sonrisa. Debía de tener un aspecto horrible: recién levantada de la cama, vestida solo con el camisón, pálida y con ojeras.

—No es para tanto —murmuró—. De verdad, no pasa nada —insistió al ver la cara de preocupación de Susanne—. Solo es que... bueno, no sé, es todo tan extraño... lo siento, pero creo que ahora mismo no soy buena compañía...

Susanne la miró fijamente a los ojos.

—¡Nunca te había visto de esta manera, así que no me digas que no pasa nada!

Lisa suspiró. Le costaba pensar con claridad.

—Tienes razón, luego te lo cuento, ¿de acuerdo? Ahora tal vez será mejor estar sola...

Susanne no le hizo caso, apartó a un lado con suavidad a Lisa y entró en el piso.

—Ahora desayunaremos, y luego me lo contarás todo.

Poco después las dos amigas estaban sentadas en el sofá del salón, bebiendo un aromático té Masala Chai que Susanne había preparado mientras Lisa se daba una ducha rápida y se vestía. En la mesa baja de delante del sofá estaba la lata con el té, cuyo aroma a cardamomo, canela y jengibre impregnaba todo el aire. Además había cruasanes recién hechos que había llevado Susanne.

Lisa, hambrienta, le dio un mordisco a esa delicia hojaldrada y sonrió agradecida a su amiga.

—Ya estoy mejor. ¡Eres un sol!

Susanne sonrió y miró impaciente a Lisa.

—Será mejor que lo leas tú misma —dijo Lisa, que dejó el cruasán de nuevo en el plato y cogió un sobre acolchado tamaño DIN-A 4 que estaba sobre la mesa, junto con otras cartas—. Estaba en el correo que recogiste para mí —dijo, sacó una cajita y dos hojas de carta y se las alcanzó a Susanne, que le hizo un gesto con la cabeza y procedió a leer en voz alta.

Heidelberg, 12 de enero de 2010

Estimada señora Wagner:

Ante todo me gustaría darle mi más sentido pésame.

Hace unos años su madre me dio la carta que adjunto y la cajita, y me encargó que se las entregara a usted en caso de que falleciera.

Si puedo serle de ayuda de alguna manera, no dude en hacérmelo saber.

Atentamente

WALTER SCHNEIDER

Notaría y despacho de abogados Schneider e hijos

Hauptstrasse 37

69117 Heidelberg.

Susanne dejó a un lado la carta del notario y se volvió hacia la segunda carta, escrita a mano.

12 de agosto de 1993

Querida Lisa:

En realidad te lo quería decir hoy en persona, pero no me he decidido. No quiero estropearte tu decimoctavo cumpleaños con esta vieja historia.

Si lees esta carta algún día, y espero que no lo hagas, significará que ya no he tenido ocasión o he sido demasiado cobarde para contarte la verdad yo misma: de niña me adoptaron y no conozco a mis padres biológicos. «Nuestra» familia Lenz de Heidelberg tampoco son tus parientes.

No podría imaginar unos padres y hermanos mejores. Nunca me transmitieron la sensación de no pertenecer a su familia, y me regalaron su amor incondicional. Incluso cuando supe de mi adopción, siempre los consideré mi verdadera familia. Espero que tú también puedas hacerlo.

Con amor, tu madre.

P. D.: El medallón es la única «herencia» que tengo de mis padres biológicos.

Susanne dejó caer la carta y miró a Lisa, consternada.

—¿De verdad se lo guardó para sí durante todos estos años?

Lisa se encogió de hombros.

—Tú no la conocías. Parecía abierta y extrovertida, pero en realidad era muy cerrada.

Susanne asintió.

—Ya entiendo. ¿Y cómo es ese medallón? —preguntó.

Lisa abrió la cajita y sacó un colgante redondo de plata. Abrió la tapa, le alcanzó el medallón a Susanne y dijo:

—Estos debían de ser los padres de mi madre.

Susanne observó los retratos en color sepia de un joven y una chica que sonreían con timidez. Susanne respiró hondo y señaló a la mujer:

—¡Pero si eres tú!

Lisa esbozó una media sonrisa.

—Resulta inquietante, ¿verdad?

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2

Nordfjordeid, primavera de 1940

—Vamos, Fenna, empuja otra vez. Ya casi lo has conseguido —animaba Mari a la yegua que estaba en el suelo del establo, cubierto con una capa gruesa de paja.

Fenna estiró la cabeza, miró un momento a la chica que estaba arrodillada tras ella y en la siguiente contracción empujó con todas sus fuerzas. Un paquete grande y mojado se deslizó hacia los brazos de Mari. Enseguida se rompió la membrana, apareció liberada la cabecita del potro, que se limpiaba los ollares y el morro. Un escalofrío recorrió aquel cuerpecito, el potro arrugó los ollares y con su primera respiración profunda abrió los ojos. Mientras la yegua se ponía en pie y se acercaba hambrienta a la pasta de salvado que le había preparado Mari como recompensa, frotó al recién nacido con paja para activarle la circulación de la sangre.

—Me he perdido lo más importante. —Resonó una voz por encima de Mari.

La chica de dieciocho años levantó la mirada y reconoció bajo la luz de la lámpara de petróleo colgada en el pasillo del establo, junto al box de Fenna, a su hermano mayor Ole. Ella le sonrió encantada y le presentó al pequeño potro, cuya piel era un poco más clara que la de su madre. En el lomo y la crin tenía la típica raya oscura de los caballos de los fiordos.

—Un ejemplar magnífico —dijo Ole a modo de elogio. Mari asintió con orgullo—. ¿Ha ido todo bien? —le preguntó su hermano—. Ha durado bastante.

—Es verdad —dijo Mari, y se levantó.

Solo entonces se percató de lo cansada que estaba. Apenas había dormido durante las últimas noches para estar presente cuando empezara el parto. Rechazó la oferta de Ole de turnarse en la vigilancia nocturna, a fin de cuentas era su caballo.

—Fenna lo ha hecho estupendamente. Es increíble que sea su primer potro. —Mari acarició a la yegua, esparció una capa más de paja y salió del box—. ¿Y cómo va Bjelle? —preguntó.

Ole se encogió de hombros.

—Tal vez mañana por la noche. Hoy seguro que no, por eso la he dejado pastando —respondió.

Apoyada en la barandilla de madera del box del establo, durante las horas siguientes Mari observó junto con su hermano cómo Fenna lamía a conciencia a su hijo y no paraba de empujarlo con suavidad para animarlo a ponerse en pie. Hizo algunos intentos y se dio un par de batacazos en la paja, pero por fin el pequeño consiguió controlar a la vez las cuatro piernas y caminar inseguro hacia su madre. También necesitó su tiempo para buscar las ubres, pero al final el potro se puso a comer, complacido. Después se dejó caer agotado en la paja y se durmió enseguida.

Cuando los hermanos abandonaron el establo hacia las siete de la mañana ya era de día. Mari bostezó y estiró las extremidades entumecidas. Era alta y esbelta como su hermano, tres años mayor. Los rasgos de la cara definidos y simétricos, con la boca gruesa destacada y los ojos de color azul oscuro estaban enmarcados en un cabello color trigo y rizado, que llevaba recogido como de costumbre en una trenza gruesa. Ole también tenía los ojos azules, pero el pelo corto y liso estaba enmarañado después de pasar la noche en el establo.

—Espero que madre haya hecho grøt —dijo Mari.

—Yo también —se sumó Ole—, ¡podría engullir una olla entera de avena yo solo!

—¡Ni se te ocurra, glotón! —replicó Mari, y acto seguido echó a correr por el espacio que quedaba entre el establo de caballos y la antigua casa—. A ver quién llega el primero a la cocina —le gritó por encima del hombro, y siguió corriendo.

Subió sin aliento los peldaños hasta la puerta de la casa, recorrió el pasillo, abrió la puerta de la cocina y se quedó de piedra en el umbral. Ole, que le pisaba los talones, estuvo a punto de tropezar con ella, pero frenó justo a tiempo.

—Eh, pero qué... —se quedó a medias con la pregunta, indignada al mirar hacia la cocina por encima del hombro de su hermana.

La familia entera estaba sentada alrededor de la mesa situada en un rincón, sin moverse, como si estuvieran petrificados. Se oía una música solemne por el aparato de radio que había en un estante encima de la mesa.

Mari entró indecisa en la cocina y preguntó temerosa:

—¿Qué ha pasado? ¿Alguien se ha puesto enfermo?

Paseó la mirada por los presentes y sin querer suspiró aliviada. No, estaban todos allí. Padre y madre, la abuela Agna y Finn, el hermano gemelo de Mari, que era igual que Enar, el padre de los tres hermanos, de cincuenta años. De él había heredado la complexión fuerte y algo achaparrada, el pelo liso color paja y los ojos azules bajo las cejas casi blancas. Por eso a veces la gente pensaba que Ole y Mari eran los gemelos, sobre todo porque Finn, tan reflexivo y circunspecto, parecía mayor de dieciocho años. Mari también compartía con Ole su amor por los caballos, sin los que no podía vivir, mientras que Finn prefería esconderse tras sus libros y soñaba con estudiar literatura.

Su madre Lisbet levantó la cabeza como a cámara lenta y susurró en un tono neutro:

—Esta noche los alemanes han atacado por sorpresa nuestra tierra.

Mari y Ole intercambiaron miradas de incredulidad.

—¡Pero si somos neutrales! —exclamó Ole, escandalizado.

—Como si a alguien le interesara ese dictador con delirios de grandeza —comentó Finn con sarcasmo.

—¿Qué significa exactamente atacar? —preguntó Mari. Su padre, que miraba en silencio la radio con gesto de preocupación y apretando los labios, volvió la cabeza hacia ella y pareció advertir su presencia en ese momento.

—Han atacado a la vez varias ciudades costeras con buques de guerra y aviones militares.

Mari sintió un vahído. Se dejó caer sin fuerzas en un taburete. ¿Acaso estaba soñando?

—¿Entonces estamos en guerra? —preguntó con la voz ronca.

Su padre asintió, furioso.

—Ya lo creo. De todos modos, por lo visto nadie sabe muy bien qué hacer.

Ole también se sentó a la mesa.

—Pues está claro. ¡Tenemos que luchar! Seguro que el gobierno ha hecho pública la movilización, ¿no?

—Eso cabe esperar —contestó Finn, en lugar de su padre—. En realidad el rey pudo salir en un vuelo de Oslo con su familia y los diputados del Parlamento poco antes de la entrada de los alemanes. Nadie sabe dónde se encuentran en este momento y qué ocurrirá a partir de ahora.

Antes de que Ole insistiera, la música de la radio fue interrumpida por un discurso. Mari y su familia escucharon con mucha atención, pero no era la anhelada voz del rey Håkon la que sonaba por el aparato. Vidkun Quisling, el jefe de Nasjonal Samling, anunció la toma del poder de su partido fascista y antidemocrático. Cualquier resistencia contra las tropas alemanas sería considerada un acto criminal, y los oficiales noruegos solo obedecerían órdenes del «nuevo gobierno nacional».

Enar dio un puñetazo en la mesa y lo agitó en un gesto amenazador hacia la radio.

—¡Muy propio de ese traidor a la patria, eso de aprovechar este vergonzoso caos para llevar a cabo un intento golpista!

Lisbet posó la mano en el brazo de su marido.

—Estoy segura de que no lo conseguirá —intentó calmarle—. Estoy convencida de que nuestro rey pronto organizará el contraataque. No creerán los alemanes que pueden invadirnos sin declararles la guerra.

Mari miraba aturdida aquellos rostros, en los que veía reflejados sus propios sentimientos: una mezcla de rabia, miedo y desconcierto. Solo Agna, la madre de su padre, parecía relajada y sonreía a su nieta con ternura. Con su peculiar confianza en Dios dijo en voz baja pero firme:

—Nuestro Señor no permitirá que los noruegos caigan en manos del diablo.

Mari habría dado la vida por poder compartir su optimismo. Ya no aguantaba más en la cocina, de modo que salió corriendo fuera. En el rellano de la escalera, delante de la puerta principal, se quedó quieta y respiró hondo el aire fresco matutino. Desde allí tenía buenas vistas del fiordo y la orilla de enfrente, con sus montañas pobladas de bosques y las cimas nevadas. Antaño el bisabuelo de su padre adquirió el terreno en aquella suave pendiente ascendente y construyó la casa y la caballeriza. Con el tiempo sus descendientes la habían ampliado con el patio alrededor de un establo para las vacas, las cabras y las gallinas, un granero espacioso y un gran horno para hacer pan, y fueron comprando poco a poco las dehesas y pastos que se extendían justo en la orilla del fiordo hacia el oeste.

¡La imagen era tan apacible! Mari se sorprendió aguzando el oído en tensión y buscando aviones en el cielo. ¿Cómo sonaba la guerra? ¿Cómo era el estruendo de los cañonazos? ¿O un ataque aéreo? Allí estaba todo tranquilo, como siempre. Solo se oía el ruido regular de un barco pesquero en el fiordo y el gorjeo de algunos carboneros que retozaban en las ramas aún desnudas del viejo manzano que había junto a la casa. Mari se sacudió la ropa y se dirigió al establo: a fin de cuentas hoy también había que sacar el estiércol, alimentar a las gallinas, ordeñar a las cabras y a las vacas y llevar a las vacas a pastar.

Cuando Mari hubo cumplido con sus obligaciones matutinas se dirigió al establo. Se acercó con cuidado al box de Fenna y sus potros. La yegua la saludó con un resuello, y su hijo pequeño se escondió detrás de ella y miró a Mari con timidez desde ahí. Mari abrió el box para que se acostumbrara lo antes posible a ella y sacó a Fenna al cercado que había detrás del establo, sin parar de murmurarle palabras de consuelo. Tras dudar un instante, el pequeño siguió a su madre, que no le quitaba ojo de encima.

Fuera Mari soltó a la yegua y los observó a ambos desde la verja.

—¿Cómo vamos a llamar a tu pequeño? —preguntó Mari.

Fenna levantó la cabeza y relinchó con suavidad. Mari la observó pensativa: el nombre de Fenna significaba paz. Seguía sin poder imaginar que en su país ya no reinara la paz, y que pronto tal vez tampoco hubiera libertad. La victoria casi sin esfuerzo de los alemanes en los países ocupados por ellos hasta entonces no hacían esperar nada bueno.

—Frihet —dijo Mari al cabo de un rato—, así se llamará.

Håkon VII tardó casi una semana en dirigirse a su pueblo una mañana mediante un discurso radiofónico para anunciar la movilización. Desde la invasión alemana había emprendido la huida hacia el norte con su familia y los ministros del Gobierno, perseguidos por aviadores de caza alemanes que bombardearon varias ciudades sin poder detener a los fugados. En su discurso el rey dejó claro una vez más con contundencia que se negaba en rotundo a colaborar con los alemanes, igual que a la capitulación sin condiciones que exigían.

Mari salió con su familia de la iglesia de madera pintada de blanco de Nordfjordeid, la pequeña ciudad al final del Eidsfjord, un lateral del Nordfjord. Como todos los domingos después del servicio religioso, si el tiempo no era demasiado desapacible, los miembros de la comunidad se quedaban un rato conversando en grupos antes de regresar a sus granjas o casas de la ciudad. Sin embargo, aquel día no hubo intercambio de las últimas habladurías, ni comentaron el sermón del pastor Hurdal ni charlaron sobre temas de la agricultura: todo giraba en torno a la guerra que los alemanes habían llevado hasta Noruega y que ahora también allí era más tangible. En unas horas los hombres de la zona y alrededores aptos para el servicio militar debían acudir a la antigua plaza de armas para la revisión. Aquel lugar fue utilizado en 1649 como primer campo de instrucción militar de Noruega para la región y ahora servía de punto de concentración de los soldados.

—¡Ni hablar! ¡Te lo prohíbo!

La enérgica voz de su padre hizo que Mari se estremeciera. Se volvió hacia él y vio que estaba discutiendo acaloradamente con Ole.

—Pero, padre —protestó Ole—, ¡es nuestro deber defender nuestro país y al rey!

—¿Con qué? —preguntó Enar con amargura—. Ni siquiera hay uniformes para todos, por no hablar de fusiles o piezas de artillería. De momento no nos han enviado armas. ¿Queréis sacrificaros como borregos?

Antes de que Ole pudiera replicar, Finn, que se encontraba a su lado, tomó la palabra.

—Padre tiene razón. Ya has oído lo que ha contado el cuñado del viejo Nylund. En Stryn han fabricado cócteles molotov porque no tenían otra cosa para defenderse.

Ole encogió los hombros, confuso.

—Noruega necesita toda la ayuda posible.

Enar hizo un gesto de impaciencia.

—Ni siquiera tienes formación militar. No creo que te aceptaran.

Ole quiso contestar algo, pero se reprimió y asintió con resignación.

Mari cruzó la mirada con él y supo que su hermano no daba por zanjado el asunto. Conocía muy bien ese brillo rebelde en los ojos. Arrugó la frente, angustiada.

Ole se dio cuenta, la agarró del brazo y susurró:

—No te preocupes, hermanita, seré valiente.

Mari le dio un leve empujón en el costado.

—Viniendo de ti eso suena a amenaza. —Ole sonrió—. En serio, Ole, no hagas tonterías, por favor. ¡Prométemelo!

Ole soltó a Mari, se puso con un gesto dramático la mano sobre el lado izquierdo del pecho y dijo:

—Palabra de honor de Gran Indio. De todos modos no creo que valga para soldado.

Mari no se quedó del todo tranquila. A su hermano le gustaban demasiado las aventuras, sobre todo si eran peligrosas. Más tarde comprobó con gran alivio que Ole apenas tuvo ocasión de pensárselo y acudir a hacerse la revisión. En la radio se enteraron de que la entrada en la guerra del pequeño batallón que partió de Nordfjordeid bajo el mando del general Steffens para repeler al enemigo se quedó en un episodio anecdótico. El 1 de mayo la unidad, formada por cien soldados, se rindió en vista de la superioridad aplastante de los alemanes, un destino que compartieron con la mayoría de soldados noruegos del sur y el oeste del país, donde las fuerzas armadas alemanas avanzaban casi sin tener que disparar un tiro. En el norte, en cambio, toparon con una resistencia encarnizada. Apoyados por las tropas aliadas, los noruegos defendieron durante semanas la ciudad de Narvik y provocaron en los alemanes pérdidas sensibles.

—¿Crees que podríamos seguir ahuyentándoles? —preguntó Mari a su hermano Finn, esperanzada.

El locutor de las noticias de la radio británica acababa de informar de un nuevo éxito de los aliados en la lucha por Narvik. Los gemelos estaban sentados delante del aparato de radio de la cocina, ya que desde la entrada de las fuerzas alemanas siempre estaban pegados a él cuando se lo permitía el trabajo, igual que el resto de la familia.

Finn se encogió de hombros, indeciso.

—Es difícil saberlo. Los alemanes tienen el control aquí y en el sur. No creo que nos deshagamos de ellos tan rápido.

Mari asintió pensativa.

—Probablemente tengas razón. Son muchísimos. Ingolf, el primo de Nilla, nos contó que solo en Vågsøy hay cientos de soldados desplegados.

Mari sintió un escalofrío al imaginarse lo que eso podía significar para la pequeña isla de la costa oeste. ¿Cómo era estar en manos del enemigo? Por desgracia el primo de Nilla, la amiga de Mari, procedente de una familia de pescadores, solo pudo hablar por teléfono con sus parientes un momento en la oficina de correos de Måløy, el puesto principal en Vågsøy, y casi no les habló de la vida con los alemanes.

En Eidsfjorden por el momento casi no tenían noticias de la guerra. Sin duda solo era cuestión de tiempo que los alemanes también desplegaran unidades y enviaran a sus administradores.

—No voy a aceptar nada de esos sádicos hunos —afirmó Mari, decidida y furiosa.

Finn le acarició el cabello con ternura.

—No esperaba otra cosa de ti —dijo.

Al principio todo siguió su curso. El inicio de la primavera llegó como todos los años con mucho trabajo. Fenna había iniciado la temporada de los potros con el nacimiento del pequeño Frihet, muchas otras yeguas esperaban a sus crías y Mari y Ole pasaron numerosas noches en vela. Su padre y Finn repararon los daños en las construcciones del patio que habían surgido durante el largo invierno de abundante nieve, y arreglaron las vallas de los pastos. Había que abonar los campos y prepararlos para la siembra de avena y cebada, plantaban patatas, cavaban los bancales de los huertos de detrás de la casa y Lisbet los cultivaba. La abuela Agna se sumergía en la limpieza de primavera anual, una tarea que Mari odiaba especialmente. Normalmente Agna trataba con deferencia a su nieta, pero en eso no valían excusas, de modo que este año tampoco se escapaba de la limpieza general.

Estaba dando brillo a las ventanas del salón cuando oyó gritos de fuera. Intrigada, asomó la cabeza por la ventana que daba al pequeño espacio que había entre la casa, los establos y el pajar. Su hermano Finn estaba con su padre y señalaba nervioso hacia el fiordo. Ole salió del establo y también miró al agua, inquieto. Mari ya no aguantó más y salió corriendo.

—¿Qué pasa? —gritó al llegar al umbral de la puerta.

—Vienen los alemanes —contestó Finn.

—¿Qué? ¿Dónde? —preguntó Mari, que se situó junto a sus hermanos.

Ole estiró el brazo y señaló al otro lado del fiordo.

Mari aguzó la vista y enseguida abrió los ojos de par en par del susto.

—¡Pero es un ejército entero!

Por la carretera del río avanzaba un convoy de camiones y pequeños vehículos todoterreno, seguidos de tiros de caballos y ciclistas. Al final marchaba una cadena de soldados que parecía interminable.

—¿Qué es ese ruido tan extraño? —preguntó Lisbet, que acababa de salir de la casa. Mari se concentró en el estruendo que les llegaba desde el otro lado del fiordo. Además del zumbido de los motores de los vehículos, el viento transportaba algo más.

Mari se encogió de hombros, aturdida.

—Ni idea, suena a...

—¡Están cantando! —la interrumpió Finn, perplejo. Escucharon los cantos en silencio.

—Qué raro —comentó Mari al cabo de un rato—, hay algo que no encaja. Es decir, parece que estén de excursión escolar. Imaginaba distinto un ejército de ocupación.

Ole le lanzó una mirada socarrona.

—¿Como una horda de vikingos berreando con cuchillos entre los dientes?

Mari le hizo una mueca.

—Idiota.

Finn sonrió a su hermana.

—Sé a qué te refieres. ¿Os acordáis de esa embarcación alemana que ancló aquí hace dos años? Esos tampoco paraban de cantar. Parece que les encanta.

Ole se encogió de hombros.

—Tal vez esos soldados se toman la campaña como unas vacaciones —dijo, y añadió con amargura—: Tampoco les damos motivos para verlo de otra manera.

—¿Adónde van? —preguntó Mari.

—Ya veremos —dijo Ole, y volvió al establo.

La respuesta a la pregunta de Mari llegó al cabo de unas horas. Estaba vaciando el agua sucia con la que había fregado el suelo de la casa cuando oyó una polifonía de timbres de bicicleta desde la callecita que llevaba hacia abajo al terreno de la granja. Delante de la rampa había cuatro jóvenes con sus bicicletas, con uniformes de color gris azulado y las gorras colocadas en la cabeza con insolencia. Hicieron señas a Mari con una sonrisa amable. Cuando hicieron el amago de acercar las bicicletas hacia ella, Mari dejó caer el cubo de limpiar del susto y se fue corriendo a casa.

—No tenga miedo —dijo alguien en un noruego un tanto precario.

Mari se dio la vuelta asombrada. Uno de los soldados había corrido tras ella y ahora estaba a solo unos pasos de distancia.

—Por favor, no le haremos nada —continuó, y le enseñó las manos abiertas como si así quisiera demostrar que era inofensivo.

Mari se echó a reír sin querer al ver la expresión de su rostro, que oscilaba entre la contricción y la picardía. El soldado, que parecía tener veinte y pocos años, era muy apuesto con su uniforme de líneas elegantes. En el rostro enjuto con los pómulos salidos destacaban los ojos marrones y almendrados, ligeramente inclinados, en los que Mari vio un brillo dorado.

«Me lo he quedado mirando», constató Mari horrorizada, y agachó la mirada. Se sonrojó en el acto, ¡qué vergüenza! Hubiera sido mejor irse sin decir palabra. Una hoja de papel apareció en su campo de visión.

—Disculpe, pero tenemos orden de aposentar aquí las tropas hasta que nos hayamos construido un alojamiento —dijo el soldado—. Aquí tiene la orden.

Sin volver a mirarlo, Mari agarró el documento y murmuró:

—Voy a buscar a mi padre.

Se fue corriendo hacia el granero, en el que Enar estaba trabajando con Ole y Finn. El corazón le latía a tal velocidad que parecía que hubiera subido una ladera escarpada o que hubiera echado una carrera. Intentó convencerse en vano de que lo que la había exaltado era la aparición inesperada de los soldados enemigos, pero solo uno de ellos había desatado aquella sensación en su interior, esa mezcla de intranquilidad, miedo difuso y una ardiente sensación de felicidad.

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3

Fráncfort, abril de 2010

A Lisa le sentó bien la conversación con Susanne la mañana después de regresar de la India. Ya no se sentía tan desorientada y herida, podía hacerse las preguntas que le iban surgiendo con más serenidad. Lisa se sirvió más té y se colocó junto a la ventana con la taza. Muchas de las cosas que de niña había dado por supuestas adquirían una nueva perspectiva ahora que sabía de la adopción de su madre. Sobre todo esa eterna falta de hogar, la negativa de Simone a establecerse en algún lugar y echar raíces. De hecho había claudicado ante el deseo de su marido Rainer de alquilar una casita en el sur de Francia para su vejez, pero su inquietud interna era más fuerte y seguía arrastrándola. Y como Rainer la amaba y quería verla feliz, fue recorriendo mundo con ella. Al fin y al cabo antes también ella le siguió a sus diferentes destinos, lugares igual de exóticos.

Lisa se detuvo un momento. No, hubo una excepción, un día unos veinte años atrás, lo recordaba muy bien. Estaban comiendo en una terraza emparrada con vistas al estrecho de Gibraltar a mediodía. Debió de ser en la ciudad portuaria marroquí de Tánger. Aquella mañana su padre había sabido cuál sería su siguiente destino. Según un ritual establecido, Simone y Lisa tenían que adivinar su nuevo lugar de residencia y hacerle preguntas a las que él solo podía contestar sí o no. Por ejemplo: ¿hay elefantes? ¿Se utiliza el alfabeto latino? ¿Hay nieve en invierno? ¿El país se encuentra en el hemisferio norte?

Fue Lisa la que finalmente dio con la respuesta correcta, con mucho orgullo: ¡Noruega! Rainer felicitó a su inteligente hija, pero Simone se levantó de golpe. Pese al bronceado se había quedado pálida, y le costaba respirar. Cuando Rainer le preguntó confuso qué le ocurría, Simone exclamó con vehemencia: «A Noruega no. ¡Jamás pondré un pie en ese país!», y entró corriendo en casa. Padre e hija se miraron aturdidos, absolutamente desconcertados por aquel arrebato inesperado e inexplicable. Hasta entonces Simone había seguido a su marido sin rechistar hasta el rincón más remoto de la Tierra, siempre dispuesta a aventurarse en nuevos países y culturas. ¿Qué tenía exactamente en contra de Noruega? Ni Rainer ni Lisa se explicaban la extraña reacción de Simone, ni lograron más tarde que les diera una razón lógica. Finalmente Rainer solicitó otro destino y dejó el asunto.

Lisa tenía claro lo mucho que la había marcado aquella vida inestable, pues en el fondo ella también llevaba una vida nómada. El pisito de Fráncfort era más un campamento base para sus breves paradas que un verdadero hogar. Apenas conocía la ciudad y se mudaría a otra sin lamentarlo. Solo echaría de menos de verdad a Susanne, cuya amistad había «pasado» más por casualidad que porque ella se hubiera esforzado activamente por tener una relación así. Además, por lo visto había asimilado el rechazo de su madre hacia Noruega inconscientemente, pues en todos los años que llevaba viajando por el mundo, nunca había puesto un pie en ese país. Ni siquiera se había acercado nunca, ya que Suecia y Finlandia también se habían convertido en un tabú.

Lisa sacudió incrédula la cabeza. Uno imagina que es dueño de sus decisiones y luego comprueba hasta qué punto nos manipulan influencias externas. Se alejó de la ventana y agarró el medallón plateado de la mesa de centro. En el dorso había grabadas algunas palabras en un idioma extranjero —«For veslepusen min til minne om din lykkeligste dagen»— que Lisa atribuía a la zona escandinava. ¿Tal vez era noruego? Lisa notó que se le aceleraba el pulso. La contundente reacción de su madre al mencionar Noruega no era casual, ni una excentricidad, como Lisa había pensado durante todos esos años. Cogió a toda prisa su ordenador portátil, se sentó en el sofá y entró en internet. Introdujo algunas palabras de la inscripción y en unos segundos obtuvo la confirmación: la dedicatoria del medallón estaba escrita en noruego. Con ayuda de un diccionario on line noruego-alemán Lisa consiguió una traducción aproximada: «Para mi gatita en recuerdo del día más feliz de tu vida.»

«El día más feliz de tu vida» hacía referencia al día de la boda. Y con toda probabilidad la gatita era la joven que tanto se parecía a ella. Pero ¿quién le regaló la joya? ¿Su prometido? ¿O la dedicatoria era del padre o la madre de la novia?

Lisa abrió el medallón y observó las viejas fotografías. Era evidente que el chico llevaba uniforme, pero ¿de qué ejército? ¿Cómo era un uniforme noruego? Cogió una lupa para observar mejor los detalles. A derecha e izquierda del cuello alto de la chaqueta había cosidas unas barras dobles, en las hombreras Lisa reconoció unas serpientes que se enrollaban en una barra. ¿Acaso el joven era médico? En el quepis en forma de barco que llevaba en la cabeza, un poco ladeado, Lisa vio un emblema redondo con un águila bordada con las alas desplegadas y una diminuta cruz gamada. Así que del ejército nazi.

Lisa dejó caer la lupa. ¿Cómo llegaba un soldado alemán a tener una prometida noruega? Lisa se inclinó de nuevo sobre el portátil. Al buscar información sobre Noruega durante la Segunda Guerra Mundial obtuvo multitud de enlaces. Ni siquiera sabía que Noruega hubiera desempeñado un papel tan importante en el plan estratégico de los alemanes durante la guerra. Con una población de poco más de tres millones en la década de 1940, ese pequeño país fue inundado por hasta cuatrocientos mil alemanes del ejército invasor, que sobre todo debían proteger la costa oeste contra los ataques de los aliados, según leyó. En comparación con los países ocupados del Este, cuya población considerada de «inferioridad racial» sufría la brutal arbitrariedad del vencedor, Noruega se encontraba entre los países llamados «ocupados pacíficamente» con habitantes arios, como siempre los habían considerado.

A Lisa le daba vueltas la cabeza. En su búsqueda de respuestas no paraban de surgirle nuevas preguntas: ¿su abuelo era un nazi? ¿Cómo habían aceptado su novia noruega y su familia a los invasores y el Tercer Reich? ¿Existía alguna posibilidad de averiguarlo? Lisa cerró el portátil. No iba a rendirse tan fácilmente. Estaba resuelta a rellenar esos huecos de la historia de su familia y conocer lo mejor posible a sus abuelos.

Al cabo de una hora estaba delante del jardín que su familia de Heidelberg poseía hacía mucho tiempo en la pendiente por debajo de Philosophenweg, frente al casco antiguo. Lisa se detuvo un momento antes de abrir la puerta y respiró hondo. La idea espontánea de visitar a sus tíos de Heidelberg y preguntarles en persona por el destino de su hermana adoptiva de pronto ya no le pareció tan brillante. ¿Y si Robert y Hans se sentían atacados, el tema les incomodaba o no querían hablar del asunto? ¿Y si no sabían nada concreto?

«No te andes con remilgos», se dijo Lisa, y abrió la puerta del jardín. Un anciano se acercó a ella desde la parte trasera del pequeño terreno cubierto de huertos. Era de estatura media, complexión fuerte, y el espeso pelo oscuro solo estaba atravesado por algunos tonos plateados. Llevaba tejanos, un jersey de cuello cisne y botas duras con tierra incrustada. Al ver a Lisa esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

—Hola, tío Robert —le dijo ella.

—¡Lisa! ¡Me alegro de verte! —dijo él, dejó un rastrillo que llevaba en la mano y abrió los brazos.

En un abrir y cerrar de ojos Lisa sintió un fuerte abrazo y una sensación cálida. La información reciente de que Robert y su hermano Hans no eran sus tíos biológicos era algo abstracto: para Lisa siempre serían su familia.

Robert soltó a Lisa y la llevó hasta un banquito situado al sol cálido de mediodía bajo un manzano en flor. En el césped resplandecían por todas partes ramilletes gruesos de narcisos y tulipanes, y las umbelas de una planta de lilas estaban a punto de florecer. Lisa y Robert se sentaron en el banco, desde el que gozaban de una amplia vista al parque de Neckartal y la ciudad y su castillo, situados justo enfrente. Ya de niña, cuando iba a visitar a sus abuelos de vacaciones, a Lisa le gustaba ir allí para leer tranquilamente o simplemente soñar despierta.

—Es una lástima, pero Hans está de viaje, lamentará mucho no haberte visto —dijo Robert—. ¿O puedes quedarte más tiempo?

Lisa sacudió la cabeza.

—Lo siento, hoy no puedo, pero me gustaría venir pronto de visita unos días.

Robert le apretó el brazo y dijo:

—Ya sabes que siempre estamos encantados de que vengas. La última vez, por desgracia, fue por un motivo triste. —La miró con detenimiento—. ¿Te vas apañando?

Lisa le devolvió la mirada.

—Es difícil de decir. Los echo mucho de menos, pero aún no me he hecho del todo a la idea de que ya no están.

Robert asintió.

—A mí me pasa algo parecido, simplemente es inconcebible. Pero para ti es mucho peor, claro.

Lisa decidió agarrar el toro por los cuernos.

—He recibido correo de un notario de Heidelberg —empezó.

—¿De Walter Schneider? —preguntó su tío.

—Sí, exacto —dijo Lisa, sorprendida.

—Hace siglos que su despacho asesora a nuestra familia —le explicó Robert—. ¿Qué quería? Pensaba que todas las formalidades por la herencia de tus padres estaban aclaradas.

—Y lo están —admitió Lisa—. Se trata de una carta de mi madre que me escribió hace muchos años. —Hizo una breve pausa y tragó saliva—. No tenía ni idea de que era adoptada.

Su tío abrió los ojos de par en par, se levantó y se apartó unos pasos del banco. Lisa lo observó indecisa, pero Robert se volvió de nuevo hacia ella aclarándose la garganta.

—Lisa, lo siento muchísimo. No quería entrometerme, y además esperaba que tu madre te lo hubiera contado hace mucho tiempo.

Lisa se levantó y se colocó a su lado.

—Pero ya la conocías. Era la maestra de guardarse las cosas.

Robert le dio la razón con un gruñido.

—Tienes toda la razón, por eso me lo reprocho. Como mínimo tendría que haberme imaginado que no te había contado nada.

Lisa agarró del brazo a Robert.

—Por favor, no te tortures. Solo te agradecería que me contaras algo más ahora.

Robert asintió.

—Por supuesto, te contaré todo lo que sé con mucho gusto.

—Bueno —empezó Lisa cuando se sentaron de nuevo juntos en el banco—, ¿cómo llegó Simone hasta vosotros?

Robert se aclaró la voz.

—Mi madre trabajó después de la guerra en un campo de acogida de personas desplazadas cerca de Heidelberg como enfermera de la Cruz Roja —empezó—. Allí conoció muchas historias vitales horribles, pero la que más le llegó al corazón fue la de esa niña de unos cuatros años que había aterrizado en el campamento completamente sola tras una odisea que había durado meses. Mi madre no paraba de hablar de la niña, que se había quedado muda después de sus experiencias traumáticas. Cuando volvió a hablar tampoco supo decir de dónde venía ni si tenía parientes en algún lugar. Tampoco llevaba nada encima que aportara información sobre sus orígenes, solo una cadena con un medallón en el que había dos retratos.

—¿No se podía buscar a los padres de la niña mediante los retratos? —preguntó Lisa.

Robert soltó una carcajada.

—Me temo que tienes una idea totalmente equivocada de las posibilidades que había poco después de la guerra. Tal vez si entonces ya hubieran existido la televisión e internet...

Lisa asintió.

—Ya, claro, pero esperaba...

—Te entiendo muy bien —dijo Robert—, pero no te puedes ni imaginar el caos que reinaba por aquel entonces. Millones de personas sin un techo fijo sobre sus cabezas deambulaban por las ciudades devastadas. Refugiados de Occidente, personas que antes hacían trabajos forzados y prisioneros, repatriados, todos en busca de sus familias.

Lisa intentó que no se notara su decepción por la escasa información.

—¿Y qué sucedió a continuación? —preguntó.

—Cuando mi madre supo que la niña acabaría en un hogar para niños porque casi no había esperanzas de encontrar a su familia, decidió sin pensárselo dos veces que la acogiéramos y le diéramos un nuevo hogar —contestó Robert.

—La abuela era realmente una mujer generosa —dijo Lisa—. Ya tenía dos hijos, supongo que no era fácil alimentarlos... ¿y qué dijo vuestro padre?

Robert sonrió.

—Cuando a mi madre se le metía algo en la cabeza no tenía opción. Ella siempre sabía cómo engatusarlo... pero, bromas aparte, mi padre enseguida se enamoró de la pequeña. Igual que Hans y yo.

—Realmente mi madre tuvo mucha suerte —comentó Lisa—. Seguro que a la mayoría de huérfanos de la guerra no les fue tan bien.

—Es cierto —admitió Robert, y se levantó—. Voy a buscar un té, tengo la garganta seca.

Se acercó a un pequeño cobertizo y regresó con una cesta de la que sacó un termo, dos vasos de latón abollados y una bolsa de papel. Abrió la bolsa y se la ofreció a Lisa: eran bollos de aroma tentador de la panadería Lenz, que ahora llevaba Christian, el hijo de Robert. Lisa escogió una caracola con semillas de amapola cubierta de una capa espesa de cobertura de azúcar y mantequilla. Le dio un mordisco y sintió que retrocedía en el tiempo. De pequeña el horno de la empresa familiar le parecía el paraíso. Le encantaba ver cómo su abuelo formaba rosquillas, tartas de manzana o esas caracolas con unos pocos movimientos hábiles con las manos. Por aquel entonces tenía claro que algún día se casaría con un panadero.

—Ahora recuerdo que en el medallón había también una tarjeta postal —dijo Robert, al tiempo que le alcanzaba a Lisa un vaso de té.

—¿Qué tipo de postal? —preguntó Lisa—. El abogado no me la envió.

—Ah, entonces estaría entre las cosas que tiró tu

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