El último tesoro visigodo

José Calvo Poyato

Fragmento

Tripa

Capítulo 1

1

Toledo, verano de 1858

Aprovecharon la mañana para comprar algunas cosas que en un pueblo como Guadamur era difícil encontrar. Francisco Morales y su esposa, María Pérez, habían acompañado a Escolástica, hija del primer matrimonio de María, a la prueba final para obtener la titulación que le permitiría ejercer como maestra de primeras letras.

Habían dejado las mulas en El Laurel, una posada junto a la iglesia de Santo Tomé, y se acercaron a la catedral donde encendieron un par de velas, dejado una limosna y rezado un misterio del santo rosario pidiendo por el buen resultado de la prueba a que se sometía Escolástica. La joven tenía que demostrar destreza con la aguja en el bordado de un pañizuelo en un tiempo limitado.

Francisco estaba cercano a los cuarenta y cinco años, era de mediana estatura y tenía el rostro alargado, como los hidalgos retratados por El Greco. Marcado por la dureza del clima meseteño, estaba surcado de arrugas. Tenía ojos vivaces y su pelo negro encanecía por las sienes. Sabía leer, escribir y de números. María era un par de años más joven, pero aparentaba mucha más edad. Contrajo su primer matrimonio con apenas quince años y cuando quedó viuda, poco después de cumplir los veinte, tenía cuatro hijas, la mayor de ellas era Escolástica. Cumplido el luto, se casó con Francisco, con quien había tenido otros dos vástagos: un niño que murió poco después de nacer y una niña, a la que bautizaron como Simona y que acababa de cumplir los dieciocho años.

A la salida de la catedral tomaron por la calle del Hombre de Palo y enfilaron la del Comercio que llevaba hasta la plaza de Zocodover. Caminaban sin prisas, viendo tranquilamente los escaparates. La prueba que había de superar Escolástica duraba tres horas y no había transcurrido más que una desde que la dejaron donde se examinaba junto a otras dos docenas de muchachas, la mayoría de ellas vecinas de la capital. No era habitual que en los pueblos, menos aún en los que eran tan pequeños como Guadamur, la gente estudiara más allá del aprender a leer, escribir y utilizar las cuatro reglas, y eso tampoco eran muchos quienes lo aprendían; menos aún si se trataba de mujeres. En el pueblo la mayoría de los vecinos eran analfabetos. Muchos niños antes de hacer la primera comunión ya estaban empleados en alguna tarea relacionada con la actividad de su padre. A las niñas las colocaban en casas de postín donde prestaban algún servicio a cambio de que les dieran de comer y de vez en cuando unos zapatos usados o un vestido desechado.

Guadamur distaba apenas dos leguas de Toledo, pero el viaje no resultaba fácil. El camino era malo: una pista polvorienta en los meses de verano que se convertía, con las lluvias de invierno, en un barrizal donde el lodo provocaba con frecuencia que caballerías y carruajes quedaran atascados. El trazado estaba lleno de cuestas, algunas de ellas muy pronunciadas. Pero al menos, el peligro de ser atacado por alguna de las partidas carlistas que habían operado hasta hacía poco en los Montes de Toledo ya era cosa del pasado.

Los vecinos de Guadamur aprovechaban para hacer un encargo a quien tenía necesidad de desplazarse a la capital para una visita al médico o resolver un trámite administrativo. Si la cosa no era urgente el encargo se hacía a un cosario que pasaba por el pueblo una vez en semana.

En la calle del Comercio podía encontrarse casi de todo. Había dos esparterías, cuatro tiendas de tejidos y una de confección, dos confiterías, otras tantas panaderías, un taller de hojalatero, dos zapaterías de viejo y dos de nuevo, una talabartería, una librería-papelería, dos tiendas de ultramarinos, un bodegón, un mesón... El matrimonio se detenía en alguno de los establecimientos y comprobaba los objetos, comparaba calidades, preguntaba precios... María compró algunos encajes, hilos, un par de botines y media resma de papel que le había encargado Escolástica. Francisco, una libra de picadura de tabaco, dos torcidas para encendedor y una navaja. Todo ello fue a parar a las alforjas que colgaban de su hombro.

Al llegar a Zocodover, Francisco saludó a un caballero que llamó la atención de María por la elegancia con que vestía y sus exquisitas maneras. Era lo que se llamaba un dandi. Cuando se alejaron unos pasos, preguntó a su marido:

—¿Quién es ese señor?

—Es un francés. Se llama don Adolfo. Lleva mucho tiempo en España. Es profesor en la Escuela Militar.

Le sorprendió que su esposo conociera a una persona como aquella. No era de su clase. Ellos eran una familia de labradores con algunas propiedades. Una familia con ciertos posibles, casi acomodada, pero muy alejada del refinamiento que mostraba aquel profesor francés, cuyo nombre completo era Adolphe Hérouart Chivot.

—¿Cómo es que lo conoces?

—Le gustan las ruinas y los restos antiguos. Ha ido alguna vez por el pueblo y pasea por los alrededores. Es persona muy instruida —añadió Francisco con cierto énfasis—. Más de una vez lo he encontrado en el campo y me ha saludado. Hemos charlado y hasta liado algún cigarro.

—Nunca me lo contaste.

—¡Mujer... tampoco es para ir pregonándolo!

Como tenían hechas las compras, entraron en un café que había en la plaza. María tomó una granizada de limón y él un vaso de vino. Hacían tiempo hasta que Escolástica terminara su prueba. Al salir del café comprobaron que el sol había desaparecido, cubierto por unas nubes oscuras y densas. Se había levantado un viento desapacible que agitaba los toldillos con que algunos establecimientos protegían su fachada de la solanera.

La tormenta descargó tan pronto que los sorprendió antes de abandonar la plaza. Se refugiaron en los soportales, junto a los vendedores que habían recogido sus productos a toda prisa en medio de una lluvia que en un instante se había convertido en un temporal. Francisco y María habían visto pocas veces llover de aquella manera. Los canalones no podían con tanta agua y esta caía directamente desde los aleros. Las empinadas calles toledanas se habían convertido en torrentes que buscaban el curso del Tajo, cuyo caudal aumentó de forma alarmante en muy poco rato. Cuando la lluvia cesó, podían verse los efectos del temporal: sótanos inundados y calles embarradas.

Se dirigieron hacia la posada caminando con cuidado. En algunos sitios se acumulaba mucho lodo y el agua embalsada dificultaba desplazarse. Cuando llegaron a la posada tenían los pies tan embarrados que apenas podían verse los zapatos.

—Si no hay que tirarlos, tendré que llevarlos al zapatero —dijo María, tratando de desprender el barro de sus botines con un palito—. He perdido una de las suelas.

Francisco se aplicaba a la misma tarea raspando con el filo de su navaja.

Eran cerca de las dos cuando Escolástica apareció por la posada.

—No he podido llegar antes —se excusó la joven—. Cuando salí estaba diluviando. ¡Dios mío, cómo ha llovido! —exclamó sacudiéndose la falda—. Luego he tenido que dar un rodeo. Hay calles por las que es imposible pasar. En alguna hay una cuarta de barro.

—También a nosotros nos sorprendió la tormenta en Zocodover. ¿Cómo ha ido la cosa? —le preguntó su madre.

—Bien. He bordado una flor y me ha dado tiempo a adornarla con hilos de colores. Creo que en unos días seré maes

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