Guerra de imperios (Guerra de Imperios 1)

Ben Kane

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Cerca de la costa sur de Italia,

comienzos de verano de 215 a.C.

La tarde era preciosa, templada y sin viento; el mar parecía una lámina de bronce trabajado. Una docena de barcas de pescadores ponían rumbo a casa, seguidas de gaviotas que graznaban. La luz parpadeaba desde los cascos de los soldados que recorrían el camino de la costa. Por el oeste, las montañas de Brutium eran sombras oscuras recortadas contra la órbita dorada del sol que iba cayendo lentamente. Al nordeste, en algún punto de la neblina provocada por el calor, se encontraba la gran ciudad de Tarentum. Mar adentro, una escuadra de trirremes romanos se abría paso por la gran bahía cuadrada que suponía un buen corte en la costa italiana meridional.

Los barcos formaban dos filas de cinco y el buque central delantero estaba capitaneado por el almirante Publio Valerio Flaco. No tenía prisa: la patrulla de tres días, hasta la localidad de Locri y vuelta otra vez, había transcurrido sin contratiempos y llegaría al puerto de destino, Tarentum, su hogar, al anochecer. Flaco había decidido que redactar el informe y otras obligaciones podían esperar hasta la mañana siguiente. Cuando se hubiera dado un baño y cambiado de ropa, anhelaba pasar la noche en compañía de su amante, la viuda de un noble caído en Cannae.

Flaco era un individuo bajito y resuelto. Los mofletes carnosos y la calva incipiente no desmejoraban su presencia imponente, que quedaba acentuada por un par de ojos azules y vivaces. Estaba convencido de que eso había sido, junto con su alto rango y modales urbanos, lo que había hecho que la viuda sucumbiera a sus insinuaciones. Tarentum no era un pueblucho, pero los de Roma tenían un aire más cultivado; Flaco sabía cómo exprimir esa superioridad invisible hasta la última gota. Había funcionado con la que se convirtió en su amante la primera vez que se vieron, en un banquete reciente para honrar su llegada a la ciudad. Hizo una mueca. Se había acostado con ella la primera noche.

Tenía la cantidad de carnes adecuada; lucía una piel suave y perfumada y unos pechos sumamente turgentes. Sus gustos en la alcoba, variados e insaciables, suponían una fuente inagotable de sorpresa y placer. Flaco refrenó su imaginación; al igual que sus oficiales, en el mar vestía una túnica corta en vez de la toga engorrosa que correspondía a los de su rango.

Desde su posición cercana al timonero, disfrutaba de una buena vista a lo largo del barco. Un pasillo central conectaba la proa con la popa. Al otro lado, tres bancos de remeros movían cuerpos y brazos adelante y atrás siguiendo un ritmo continuo. Un flautista tocaba una melodía en la parte delantera para marcar el ritmo. Los maestros remeros, distribuidos a cada veinticinco pasos a lo largo del pasadizo, golpeaban las varas recubiertas de metal contra la tablazón de la cubierta al compás de la melodía. Ahora navegaban a una velocidad lenta y constante que los remeros podían mantener durante horas.

A Flaco le excitaba saber que bastaba una palabra para hacer que la escuadra al completo fuera a una velocidad de vértigo. Lo había hecho en otras ocasiones, durante la instrucción, y, por todos los dioses, le hacía bullir la sangre. Por supuesto, sería distinto cuando se acercaran a una flota enemiga, emocionante y aterrador a partes iguales. Flaco no tenía ni idea de cuán espeluznante sería, pero imaginar un hocico de bronce metido a presión atravesando el casco de su barco bastaba para que se le encogiera el estómago. No quería acabar su vida hundido en una tumba acuática, ni succionado bajo la estela de un barco pasajero ni atravesado por una lanza enemiga en el mar. Sin embargo, hundir un barco cartaginés sí que le parecía una idea atractiva. Igual que navegar al lado de un trirreme enemigo, cortando remos y convirtiendo el barco en un casco inútil que abordar a su antojo.

—¡Barco a la vista!

El grito inesperado del vigía llamó la atención de todos, incluido Flaco. Los barcos de pesca, abundantes y nada amenazadores, no justificaban un grito. Los buques mercantes sí, pero, teniendo en cuenta que faltaba poco para el anochecer, la mayoría de los mercaderes rollizos ya estarían amarrados en el puerto o anclados cerca de la costa.

—¡Otro barco! —gritó el vigía—. Tres, cuatro... ¡veo cinco, justo al frente!

Flaco corrió a la proa y el capitán siguió sus pasos. Un jefe de remos los miraba con ojos abiertos como platos y Flaco espetó:

—¡Mantened el ritmo hasta que se os indique lo contrario, idiota!

Pasó corriendo por el lado mientras los gritos de los vigías de sus otros barcos aumentaban su nerviosismo.

Parecía poco probable que los intrusos fueran cartagineses. Flaco pensó que, desde las grandes victorias navales de Roma durante la última guerra, los guggas habían evitado en la medida de lo posible encontrarse con las flotas romanas. Otra posibilidad, que fueran barcos de guerra macedonios, parecía igual de improbable. Cierto era que el rey Filipo había atacado la isla de Cefalonia hacía dos años y se oían rumores de sus planes en Iliria, pero no tendría agallas para enviar barcos a aguas italianas. Flaco descartó esa idea.

Llegó al puesto del vigía, un tipo delgaducho con el cabello despeinado por el viento.

—¿Dónde?

El vigía le dedicó un saludo nervioso y señaló a unos cuantos grados a estribor.

—Ahí, señor. A unas dos millas de distancia.

Flaco puso la mano en forma de visera sobre los ojos. A lo lejos, recortados contra el mar oscuro, había tres cuadrados blancos: velas. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho. Esperó y al cabo de unos instantes vio dos más. Los barcos se dirigían al sudeste en dirección al promontorio que formaba el talón de Italia y calculó que toda esperanza de persecución exitosa en cuanto lo rodearan se perdería.

—¿Los perseguimos, señor? —El capitán, un lobo de mar patizambo que Flaco había acabado por apreciar, estaba junto a él.

—Sí. No son romanos, eso está claro. Sería preferible averiguar qué hacen en estas aguas.

—Con el sol detrás de nosotros, señor, no sabrán que venimos hasta que estemos bien cerca. —La sonrisa lasciva del capitán dejó al descubierto una docena de tocones que parecían clavijas marrones—. Nos da una buena oportunidad, creo yo.

Flaco asintió.

—De acuerdo.

El capitán hizo una señal al flautista.

—¡Crucero rápido!

Se puso a tocar una melodía más rápida y los maestros remeros enseguida adoptaron el nuevo ritmo. Los remeros encorvaron la espalda y movieron los remos y, en un abrir y cerrar de ojos, el trirreme duplicó la velocidad. El espolón iba cortando las olas, como si fuera capaz de notar a su nueva presa.

La persecución había empezado.

Fue muy reñida. Hasta que los barcos de Flaco no se hubieron acercado casi tres cuartos de milla, su pr

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