El alano (Las cenizas de Hispania 1)

José Zoilo

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Pienso que, probablemente, transcribir este texto sea una de las más arduas tareas que en mi vida he afrontado, y sin embargo la estimo también como una de las más satisfactorias, al menos de entre aquellas que no requieren de la complicidad de una mujer.

Observo con alivio que, a lo largo de los interminables meses de convalecencia que hemos compartido, el rostro de Attax ha ido recuperando en gran medida un saludable color, y que sus ojos brillan de nuevo con esa chispa especial que siempre iluminó su mirada. Reconozco que verlo durante tanto tiempo pálido y febril me hizo abrigar los más oscuros temores; a él, un guerrero curtido que en mis años de infancia, y aun de juventud, tuve por inmortal, tras tantos avatares compartidos, tuve que verlo postrado por culpa de unas despiadadas fiebres que amenazaban con consumirlo. Quizá vino así a reclamar su cuerpo un merecido descanso, tras tantos años de sueño insuficiente, comida en ocasiones escasa y heridas que nunca tenían tiempo de sanar del todo antes de afrontar una nueva batalla.

En los peores momentos, en los que la fiebre hacía arder su frente y lo mantenía sumido en una preocupante semiinconsciencia, apenas abandoné su lado, para desesperación de las mujeres, que más bien me consideraban un estorbo. Cuando empezó a pasar ratos cada vez más largos despierto y lúcido, y ya admitía, e incluso reclamaba, el caldo claro que le preparaban para comer, comenzamos a dedicar muchas horas de nostalgia a rememorar los hechos que juntos vivimos, y aun los de su pasado lejano, antes de que los suevos, mil veces malditos, le hicieran probar el amargo trago de la esclavitud. Al tiempo cruzó por mi mente la idea de que, si tantas horas dedicamos a transcribir las vidas de los santos, la historia de este bárbaro pagano no desmerecía en interés a las interminables líneas sobre martirios y milagros con las que tantos niños aprendimos a adentrarnos en los misterios de las letras.

Así que, aprovechando cada uno de los espacios en blanco que quedaban en las páginas de uno de los misales con los que los monjes solían instruir a los chavales del lugar, y que solicité con la excusa de entretener a mi compañero con sus piadosas historias, empecé a tomar rápidas notas de lo que Attax me iba relatando, con una letra apresurada que me hubiese valido, en su época, unos buenos varazos por parte de cualquiera de los maestros que en mi vida cuidaron mi caligrafía.

—Si logras que algo de la luz de Cristo penetre en el alma oscura de este bárbaro impío, quizá se abran para ti las puertas del cielo... —comentaba, irónico, el hermano Filemón, moviendo la cabeza al verme sentado al pie del lecho de Attax con mi misal en la mano.

La idea de niños aprendiendo las letras con la historia que terminó por sepultar los desgastados trazos repletos de ejemplos destinados a inculcar credo y moral cristiana en sus tiernas almas me hace sonreír. No dudo que la vida de Attax, que por otra parte siento mucho más ligada a la realidad de los duros años que nos ha tocado vivir en Hispania, habría entretenido más a los pequeños; y quizá entre las experiencias y reflexiones de un hombre como el alano habrían aprendido lecciones más útiles para su vida que las que pudieran entresacar de las vidas de los santos.

Es probable que gran parte de la historia no resulte apta para oídos infantiles. Sin embargo, yo mismo me crie compartiendo la filosofía de Attax. «Muchacho —solía decirme desde que yo apenas levantaba tres pies del suelo—, el mundo está lleno de hombres que merecen una paliza, y de mujeres dignas de un buen revolcón; y a lo largo de nuestra vida, es nuestro deber contribuir a la justicia en ambos extremos en aquellas ocasiones que se nos presenten.» No sé valorar si su compañía habrá disminuido mis posibilidades de conocer en la otra vida las bondades del paraíso; lo que sí doy por seguro es que, no pocas veces, ha impedido que me haya tenido que enfrentar prematuramente al juicio del Creador.

Lo cierto es que las horas compartidas entre historias y recuerdos parecían ir, poco a poco, devolviendo la vida a Attax. Recuerdo sus ojos entornados y sus refunfuños entre dientes tras las primeras palabras cuando comencé a leerle el relato que, ya en la tranquilidad de mi hogar, iba componiendo en las horas nocturnas con las notas tomadas en su compañía.

—Cuentas que amanecía como si fuera importante —protestó—; y, que yo sepa, ocurre todos los malditos días. Quizá has pasado demasiado tiempo en compañía de esos monjes relamidos.

Sin embargo, a medida que avanzaba la narración, se iba enganchando a la historia, y creo que llegó a esperar con impaciencia el momento en que el resto de mis obligaciones me permitían acudir a su hogar a continuar con la lectura. Nunca dejó de sorprenderle que de nuestra propia vida pudiera extraerse una crónica con ciertos tintes de épica, ya que ha querido el destino —o la providencia— que el alano se haya visto envuelto en no pocas batallas dignas de mención. Muchas veces, mis intentos de reflejar su valor en la contienda fueron recibidos con no pocas carcajadas; en otras ocasiones, si no fuera Attax tan poco dado a mostrar sus emociones, habría jurado que el recuerdo de compañeros desaparecidos tiempo atrás llegó a empañar sus ojos azules.

Al poco tiempo, cuando ya mis apretadas notas cubrían hasta el más mínimo resquicio del reconvertido misal, tuve que acercarme de nuevo al hermano Filemón para requerir que nos facilitara un nuevo libro. El monje se rascó su tonsurada cabeza con expresión entre incrédula y divertida, pero enseguida se afanó en buscar entre los tomos que cubrían su escritorio alguno que le pareciera adecuado. Cuando por fin encontró uno que le satisfizo —una inspirada composición sobre el martirio de san Sebastián—, me lo alargó diciendo:

—El Señor, en su sabiduría, reparte sus dones incluso entre aquellos en los que la razón de los comunes mortales no llega a encontrar merecimiento; mas tengo que reconocer que la lectura de estos sacros textos parece tener buen efecto sobre la salud de tu compañero. Por mí, se puede quedar con este libro también.

Definitivamente, si el hermano Filemón llegase a descubrir el destino de sus misales, creo que, y no sin cierta razón, me haría desollar.

Libro I. Hispalis, año 438

LIBRO I

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