Catwoman: Soulstealer (DC ICONS 4)

Sarah J. Maas

Fragmento

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1

No le hirvió la sangre ante el griterío de la multitud en la arena improvisada.

No le afectó, no la irritó, ni la hizo ponerse a saltar de un pie a otro. No, Selina Kyle se limitó a rotar los hombros... una, dos veces.

Y esperó.

La fuerte aclamación que recorrió a gran velocidad el pasillo mugriento hasta la sala de preparación era poco más que el ruido de un trueno lejano. Una tormenta, igual que la que había caído en el East End al salir del bloque de pisos. La chica se había empapado antes de llegar a la entrada subterránea secreta que llevaba al laberinto de juego del que era propietario Carmine Falcone, el último del interminable desfile de capos de la mafia en Gotham City.

Pero como cualquier otra tormenta, esa pelea también se capearía.

Aún se le estaba secando de la lluvia el pelo largo y oscuro, cuando Selina comprobó que el agua se le había metido en el moño alto y apretado que lucía. Una vez había cometido el error de llevar coleta, en su segunda pelea callejera. La otra chica había conseguido agarrársela y los segundos en los que el cuello de Selina había quedado al descubierto habían durado más tiempo que nunca.

Pero había ganado... por los pelos. Y había aprendido. Había aprendido en todas las peleas desde entonces, ya fueran en las calles de arriba o en la arena creada en las alcantarillas bajo Gotham City.

No importaba quién fuera su contrincante aquella noche. Los rivales normalmente eran variaciones de lo mismo: hombres desesperados que debían más de lo que podían devolverle a Falcone. Idiotas dispuestos a arriesgar sus vidas por la oportunidad de reducir su deuda al enfrentarse a una de sus Leopards en el cuadrilátero.

El premio: no tener que buscar una sombra expectante a sus espaldas. El precio de perder: tener la vida en sus manos y las deudas pendientes. Por lo general, con la promesa de un viaje solo de ida al fondo del Sprang River. Las probabilidades de ganar: más bien pocas.

Fuera quien fuese el inútil contra el que luchara aquella noche, Selina rezaba para que Falcone le diera luz verde antes que la última vez. Aquella pelea... La había obligado a continuar durante bastante tiempo con aquel brutal combate en particular. La gente se había entusiasmado mucho y estaba dispuesta a gastarse dinero en alcohol barato y cualquier otra cosa a la venta en aquella madriguera subterránea. Se había ido a casa con más moratones de lo habitual y había golpeado al hombre hasta dejarlo inconsciente...

No era su problema, se repetía una y otra vez, incluso cuando veía en sueños los rostros ensangrentados de sus adversarios, tanto dormida como despierta. Lo que Falcone hacía con ellos después de la pelea no era asunto suyo. Ella dejaba respirando a sus oponentes. Al menos tenía eso.

Y al menos no era tan tonta para insubordinarse, como hacían algunas de las Leopards. Las que eran demasiado orgullosas, demasiado estúpidas o demasiado jóvenes para saber cómo funcionaba el juego. No, sus pequeñas rebeliones contra Carmine Falcone eran más sutiles. Él quería a los hombres muertos. Ella los dejaba inconscientes, pero lo hacía de tal manera que nadie del público objetaba nada.

Una cuerda muy delgada sobre la que caminar, en especial cuando debía mantener el equilibrio por la vida de su hermana. Si se plantaba demasiado, Falcone podía hacer preguntas, empezar a cuestionarse quién era más importante para ella. Dónde hacer más daño. Nunca se había permitido llegar a ese punto. No iba a poner en peligro a Maggie de esa manera, ni siquiera aunque esas peleas fuesen por su hermana. Todas y cada una de ellas.

Hacía ya tres años que Selina era una de las Leopards, y hacía casi dos y medio que había demostrado su valía de tal manera frente a las demás bandas de chicas que Mika, su alfa, le había presentado a Falcone. Selina no se había atrevido a negarse a ir aquel encuentro.

Mandar en las bandas de chicas era fácil: la alfa de cada banda gobernaba y protegía, establecía el castigo y la recompensa. Las órdenes de las alfas iban a misa. Y las responsables de hacer cumplir esas órdenes eran sus segundas y terceras. A partir de ahí, la jerarquía se volvía más turbia. Luchar suponía una forma de subir de categoría... o podías descender, dependiendo de lo mal que fuera un combate. Hasta podía peligrar la posición de una alfa si eras tan tonta o tan valiente para enfrentarte a ella.

Pero la idea de ascender de categoría había estado lejos de la mente de Selina cuando Mika había llevado a Falcone para que viera cómo combatía contra la segunda de la Wolf Pack y dejaba a la chica sangrando sobre el suelo del callejón.

Antes de esa pelea, tan solo habían tatuado cuatro manchas de leopardo en el pálido brazo izquierdo de Selina, cada una un trofeo por pelea ganada.

Selina se colocó bien el dobladillo de su camiseta blanca sin mangas. Con diecisiete años, ahora tenía veintisiete manchas tatuadas en ambos brazos. Invicta.

Eso era lo que estaba declarando el presentador del combate al final del pasillo. Selina tan solo captó las palabras que dijo con voz cantarina: «La campeona invicta, la más fiera de las Leopards...».

Dirigió la mano hacia el único objeto que tenía permitido subir al cuadrilátero: el látigo.

Algunas Leopards optaban por un maquillaje que fuera su firma o un tipo de ropa que las hiciera destacar en el cuadrilátero. Selina no tenía mucho dinero para gastar en ese tipo de cosas, no cuando un tubo de brillo de labios podía costar lo mismo que algo de comida. Pero a Mika no le había impresionado que Selina hubiera aparecido en su primera pelea oficial con su viejo mallot de gimnasia y unas mallas.

—Parece que vayas a bailar jazz —le había dicho su alfa—. Ten al menos algo con lo que arañar.

En el ring se permitía todo tipo de armas pequeñas, excepto cuchillos y pistolas. Pero aquella noche no había tenido ninguna a mano. Tan solo vio el látigo entre un montón de accesorios de cuando aquel lugar había acogido una especie de circo alternativo.

—Tienes diez minutos para averiguar cómo usarlo —le había advertido Mika a Selina antes de marcharse.

Apenas sabía cómo chasquear el látigo antes de que la empujaran al cuadrilátero. Aquella cosa había sido más un estorbo que una ayuda en esa primera pelea, pero al público le había encantado. Y a una pequeña parte de ella también le entusiasmaba el restallido que se abría camino a través del mundo.

Así que aprendió a manejarlo y acabó convirtiéndose en una extensión de su brazo, otorgándole una ventaja que no le ofrecía su delgada complexión y añadiendo espectáculo a sus apariciones en el ring, lo que no le venía nada mal.

Un fuerte golpe en la puerta metálica era la señal de que le tocaba salir.

Selina comprobó su atuendo: el látigo en su cadera, los pantalones de licra negros y las zapatillas deportivas verdes a juego con sus ojos, algo que, por cierto, nadie había comentado nunca. Dobló los dedos dentro de los guantes. Todo bien.

O tan bien como era posible.

Tenía los músculos relajados y el cuerpo ágil, gracias al entrenamiento de sus antiguas clases de gimnasia, que había readaptado para aquellos combates. Con su capacidad para el enfrentamiento físico y el manejo del látigo y sus acrobacias, que utilizaba tanto par

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