La maldición de las musas (Cuentos de Bereth 2)

Javier Ruescas

Fragmento

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2

Adhárel se había sentado en las escaleras interiores del castillo de Salmat con la cabeza enterrada entre las manos y la mente en otra parte: en algún lugar desconocido y oscuro donde Duna lo esperaba. Si solo supiera dónde se encontraba aquella guarida...

Había decepcionado a tantas personas en los últimos días que intentaba no pensar en ello. El tiempo había pasado, Duna seguía desaparecida y la cuenta atrás corría sin descanso. Pronto tendría que regresar a Bereth, y entonces..., ¿qué? No podría reinar en su situación y tampoco quería. El reino quedaría desprotegido todas las noches y Duna... Duna... ¿dónde estaba? Cuando los encerraron en aquella casa en Luznal no había podido soportar el enclaustramiento, ¿qué estaría sintiendo ahora?

¡Flash!

—¡Corre! —gritó Duna.

—¡Ah! —exclamó Adhárel.

—¡Tú! —gritó Sírgeric.

El príncipe se levantó de un brinco, incapaz de creer lo que veía.

—Por el Todopoderoso, ¿qué está pasando aquí? —preguntó Sírgeric, guardando el mechón de pelo dorado en el colgante. Pero ni Duna ni Adhárel le escuchaban.

—¿Du-Duna? —El nombre se le trabó en la garganta. Era ella y estaba allí. Delante de él. Un milagro, solo podía ser un milagro.

—Adhárel...

Se abalanzó sobre ella y la abrazó con desesperación.

—Lo siento muchísimo... Lo siento, Duna..., lo siento...

—Sabía que estabas vivo, lo sabía, lo sabía... —decía ella—. Lo sabía...

—Bueno, ya me encargo yo de ir cortando las cuerdas de las muñecas y ahora me explicáis de qué va todo esto.

El príncipe se levantó y estrechó entre sus brazos al sentomentalista, algo que pilló a este por sorpresa.

—No podrías haber aparecido en mejor momento. Gracias...

Entre los dos liberaron a Duna. Cuando la última cuerda se soltó, la muchacha se abrazó a Adhárel con lágrimas en los ojos sin recordar las heridas de las muñecas.

—¿Estás bien? —le preguntó él—. ¿Te han hecho daño? ¿Te han hecho algo?

Duna negó repetidas veces con la cabeza.

—No te preocupes, estoy bien. —Y después le besó en los labios. Sírgeric tosió para llamar la atención. Duna se separó y sonrió.

—Gracias, Sírgeric. —Y también lo abrazó—. ¿Y Cinthia?

Dos guardias aparecieron en ese momento en el recibidor.

—¿Qué está pasando aquí? Hemos oído... ¡Eh! ¿Quiénes son esos? —Los apuntaron con las lanzas, pero Adhárel se interpuso entre ellos.

—Son amigos. Y están heridos.

Los soldados se miraron entre sí.

—¿Cómo han entrado?

—Pues... —Sírgeric se rascó la cabeza.

—¿No me habéis oído? ¡Están heridos! Avisad a alguien para que venga a curarles las heridas.

Los dos guardias bajaron las lanzas y llamaron a una doncella.

—Vayamos a un lugar más tranquilo —dijo el príncipe, tomando de la mano a Duna—. Quiero presentaros a alguien.

Los llevó hasta la sala donde se reposaba Wilhelm. El sol hacía un rato que se había puesto y la habitación estaba en penumbra.

—¿Wil? —preguntó Adhárel, abriendo la puerta—. ¿Estás despierto?

—Ahora sí.

Al instante, un sirviente entró y comenzó a encender velas. Mientras tanto, el hombre cuervo se fue incorporando.

—Quiero presentarte a unas personas.

El hombre se dio media vuelta y se tapó el ala, pero Duna y Sírgeric dieron un paso atrás cuando lo vieron.

—No os preocupéis. Es un amigo. Un buen amigo. Chicos, este es Wilhelm D’Artenaz, príncipe de Salmat. Wil, estos son Sírgeric y... Duna.

La sorpresa al oír aquello lo dejó lívido y la sonrisa multiplicó las arrugas de su rostro.

—¿Duna? ¿Tu Duna? ¿La Duna que estaba perdida?

—La misma —respondió ella, más tranquila.

Wilhelm se levantó del sillón y se acercó a ellos con el ala y el brazo alzados.

—Por el Todopoderoso, ¡es un milagro!

—Se hace lo que se puede —susurró Sírgeric.

—¿La has traído tú? —preguntó el príncipe.

—Sírgeric es mucho más de lo que aparenta a simple vista —apuntó Adhárel, guiñando un ojo. No podía ocultar su felicidad. Duna se acercó y él le pasó un brazo por los hombros antes de darle un beso en la cabeza.

—Es un placer conoceros, Wilhelm —dijo Duna, e hizo una breve reverencia.

—El placer es mío, y no tenéis que utilizar formalismos conmigo. Los amigos de Adhárel también son los míos.

Un par de doncellas aparecieron en ese momento con una bandeja cubierta de distintos tarritos y vendajes.

—Son para ella —dijo Wilhelm, cediéndole el paso a Duna para que tomara asiento en el sofá.

Mientras la curaban, Sírgeric preguntó:

—¿Alguien podría explicarme qué está sucediendo y por qué Duna estaba encerrada y maniatada en ese cuarto? Y de paso, confirmadme que no he oído mal y que es verdad que estamos en Salmat.

—Sí, estamos en Salmat —respondió Adhárel—. En su castillo, para ser exactos.

—¿Sigues... maldito?

El príncipe asintió.

—Es una historia algo complicada.

—Tenemos tiempo.

—No tanto como pensamos —intervino Duna—. No deberíamos seguir aquí a medianoche.

—Ya veo —comentó Sírgeric.

—¿Y Cinthia? —preguntó Duna de nuevo.

Adhárel miró a su amigo.

—Es verdad, ¿dónde está?

El sentomentalista tragó saliva y negó con la cabeza.

—No lo sé —respondió en un susurro.

—¿Cómo que no...? —Las doncellas terminaron de envolverle la piel en gasas y se retiraron.

—Por eso estoy aquí —añadió el chico.

—¿Qué ha pasado? —preguntó ella.

—Se marchó. Anoche me desperté y... y no estaba. Sus cosas seguían allí, pero ella... ella...

—No lo entiendo —dijo Duna—. ¿Por qué no la buscaste con... con su cabello como hiciste conmigo?

—¿Crees que no lo intenté? ¡Estuve toda la noche probando! Creí que había perdido mi don. Por mucho que me concentrase no conseguía viajar. Tras mirar por los alrededores, decidí pedir ayuda.

—¡Pero no puede haber desaparecido! ¿Por qué no has podido viajar hasta ella? —preguntó Adhárel.

—No lo sé. ¡No lo sé! —Sírgeric tragó saliva—. Es como si estuviera... muerta.

—Sírgeric...

—Pero no, sé que no lo está.

—¿Qué te hace estar tan seguro? —intervino Wilhelm.

Sírgeric lo miró desafiante.

—Lo sé.

—¿Seguíais en Bereth? ¿Qué hacíais?

El sentomentalista negó con la cabeza.

—Estábamos por el bosque de Célinor. Acabábamos de visitar los restos de Belmont. Pensábamos seguir hacia el norte cuando...

El muchacho se quedó en silencio.

—¿Cuando qué, Sírgeric? —Duna le puso la mano sobre el brazo.

—Cuando ella empezó a hacer esas cosas... —se masajeó la frente y añadió—: No sé qué le pudo pasar. Yo le hablaba y ella no contestaba o contestaba otra cosa. Recuerdo que comenzó a tararear una canción. No podía quitársela de la cabeza, decía.

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