La corte de los milagros

Kit Grant

Fragmento

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1

Le Début de l’Histoire

Son tiempos de hambruna, son tiempos de un hambre extremo que amenaza con devorarte desde dentro, de forma que solo vales para aguardar la llegada de la muerte. Y la Muerte Sin Fin siempre llega.

Antes del amanecer, oscuridad, silencio. Los cuerpos de los muertos por inanición se han dispuesto sobre los adoquines durante la noche y están a la espera de las carretillas para que se los lleven. Los muertos tienen los ojos muy abiertos, no escuchan, ni se preocupan, ni sienten miedo. Me recuerdan a mi hermana Azelma.

Azelma, que nunca llora, lloró dos días seguidos. No comía ni dormía. Lo intenté todo, incluso decirle que padre iba a venir con dos botellas de whisky en la tripa y la rabia encendida en los ojos. Pero no se movía, sin escuchar, sin preocuparse, sin miedo.

Por fin ha dejado de llorar. Durante las últimas horas ha estado tumbada en la cama con la vista perdida. No me contesta ni me mira. Creo que prefiero que llore.

Azelma solía despertarme con el susurro de «Viens, ma petite chatonne», y yo me acurrucaba en su calor mientras me peinaba y me ayudaba a vestirme.

Ahora me escurro de la cama sin ella y me cambio con el frío, poniéndome un vestido que me queda demasiado corto. Me cepillo dándome tirones y acabo con una trenza mal hecha. Me salpico la cara con agua helada de una jarra de porcelana pesada y me vuelvo para mirarla. Está tumbada de costado con los ojos abiertos, pero sin ver nada.

La posada está tranquila a esta hora. Dudo un momento más, pero no se mueve, así que bajo las escaleras y cojo un balde y una bufanda descolorida de un perchero que hay junto a la puerta. La bufanda es de Azelma y me queda demasiado grande, pero el pozo está a muchas calles de la posada y el trayecto va a ser frío. Odio hacer el viaje sola y en la oscuridad, pero tengo que hacerlo.

Afuera, el aire helado me quema la garganta. Me apresuro hacia el pozo intentando no mirar los cuerpos que dejo atrás en la calle. En el pozo, desciendo el balde y vuelvo a tirar para subirlo lleno, con los dedos entumecidos por el esfuerzo del peso.

El camino de regreso es traicionero, y, con cada paso cauteloso que doy, exhalo bocanadas de aliento que ascienden como nubes. Con cada respiración pienso en mi hermana y el miedo me devora las entrañas.

Cuando llego a la posada, mis brazos temblorosos se alivian al dejar el balde. Vierto un poco de agua en una cacerola y la pongo a hervir, miro entonces a mi alrededor. Hace falta fregar el suelo, aunque eso nunca evita el olor a vino derramado y, en la penumbra, el salón principal es un desorden de platos, jarras de metal y cristal vacías; hay que fregarlo todo.

He secado cientos de platos mientras Azelma me lanzaba burbujas de jabón. Las esquivo y me quejo. Azelma arruga la nariz y me espeta: «Los gatitos odian el agua».

Suspiro y decido empezar con el suelo. La fregona pesa y provoca que los brazos cansados me duelan terriblemente, pero la empujo hacia delante y hacia atrás con fuerza. Quizás, si consigo quitar las manchas, podré también quitarme esa sensación de malestar que me está creciendo en la boca del estómago.

Hermana mía, hermana mía.

Anoche padre no dijo nada cuando Azelma no salió de la habitación por tercera noche consecutiva. Era como si se hubiera olvidado de que existía. Tarareó, tamborileando alegremente con los dedos sobre la mesa. Incluso me lanzó un trozo de brioche caliente, lo que era tan impropio de él que no me atreví a comerlo. Apenas hay harina en la ciudad para el pan, y mucho menos para el brioche, así que no sé de dónde lo sacó. Mi padre es un ladrón; ha robado muchas joyas más brillantes o bolsas de oro más pesadas que ese trozo de masa. Pero ¿de qué sirven las joyas o el oro en tiempos de hambruna?

Mis tripas soltaron un rugido apagado y pesado por el olor del pastel. Pero el miedo me carcomía los huesos más que el hambre, así que le llevé el pan a Azelma y, ahí está, poniéndose rancio en un plato descascarillado junto a su cama.

Tengo las manos rojas de limpiar y me brilla la frente por el sudor, pero todavía estoy tiritando. Si Azelma no come, pronto yacerá con los cadáveres que hay en la intemperie, esperando a que el carretillero la recoja. Pero no tiene fiebre, lo he comprobado. Lo que le pasa es otra cosa, algo terrible. Y lo que es peor, no puedo hacer nada para curarla. Me siento como la gatita con la que Azelma me equipara: diminuta, frágil, batiendo mis patitas contra el viento.

Oigo un sonido en lo alto de la escalera y, cuando me giro, Azelma está ahí: vestida, con el pelo trenzado, con la vista fija en mí. Debería sentirme aliviada, pero su expresión es inquietante.

—Termino yo aquí —dice con una vocecita—. Tienes que ir a por Femi.

Debería alegrarme por dejar de limpiar, pero aprieto los dedos alrededor del mango de la fregona y frunzo el ceño. ¿Por qué tendría que ir a buscar a Femi Vano, al que llaman el Mensajero? Él va y viene según le place, susurrándole cosas al oído de mi padre. Habla con Azelma y le cuchichea cosas y la hace reír. Pero apenas ha amanecido y la posada está vacía, padre ronca en su cama. ¿Por qué tengo que buscar a Femi ahora? ¿No podemos limpiar como siempre hacemos, codo con codo?

Azelma baja las escaleras y me quita la fregona. Mi hermana tiene buena mano con las palabras; su voz es suave, como la miel, y a los clientes les gusta por eso, y porque es guapa, tierna. Pero ahora, incluso en voz bajita, su voz es afilada como una daga.

—Tráelo a la parte de atrás y no se lo digas a nadie. ¿Entendido?

Asiento y me dirijo a la puerta de mala gana.

Azelma siempre me pregunta si llevo bufanda y me recuerda que necesito abrigo. Me dice que tenga cuidado o que no me entretenga. Pero ahora se da la vuelta sin decir nada. No reconozco a esta chica fría. No es mi hermana. Es otra cosa, una cosa hueca con la cara de mi hermana.

Llamo a Femi silbando de la manera en que él me enseñó y aparece de repente, cayendo de la nada.

—Gatita —dice con una reverencia, pero no tengo tiempo para sus galanterías y lo arrastro del brazo hasta la posada. Azelma nos mira inexpresiva y me dice que raspe la cera de las mesas y la meta en la cazuela para que podamos derretirla y hacer velas nuevas. Cuando sale por la puerta trasera para hablar con Femi, voy de puntillas hasta la cocina y me subo al taburete alto en el que me suelo sentar para lavar los platos. Puedo ver la parte superior de sus cabezas a través de la ventana. Están de pie, apoyados contra la pared.

—Viene a por ti. —Escucho a Femi decir.

Le sigue un largo silencio. Cuando Azelma habla, su tono es amargo.

—Padre negociará. Siempre lo hace. Cuando estén ocupados, tienes que llevártela. No se darán cuenta de que no está.

—Podemos escapar. —Femi levanta la voz con desesperación—. Podemos escondernos.

—¿Conoces a alguien que se le haya escapado alguna vez? ¿Cuán lejos crees que llegaríamos antes de que nos encontrara? Incluso si por algún milagro pudiéramos escapar ahora, la condenaríamos si la lleváramos con nosotros, ya

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