La piel de las sirenas

Natasha Bowen

Fragmento

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Deslizándome entre las olas oscuras, rodeo el barco con los tiburones. El agua alberga estratos de corrientes frías, seres marinos y un barco que surca las aguas cargado de personas robadas. Yo nado por debajo del oleaje, lejos de las miradas de los hombres y a una distancia prudencial de las mandíbulas.

Espero.

El casco del navío es una sombra en lo alto y noto una sensación de sofoco mientras sigo el surco de la quilla, una rabia ardiente que se hincha bajo mi tórax. Doy un respingo, jadeando sobresaltada, cuando los peces me rodean súbitamente mientras alargo los dedos hacia los rayos de sol que se filtran en el agua. Han pasado semanas desde la última vez que noté el calor del sol de mediodía. Añoro deleitarme en su luz, dejar que los rayos me empapen los huesos. Cerrando los ojos, busco un recuerdo que flota y se enrosca como el humo. Estoy sentada en la tierra rojiza bajo la sombra moteada de un árbol de caoba y el sol salpica mi cálida piel. Intento retenerlo, con ansia, pero la visión se disipa, como suele suceder.

Una decepción tan cortante como el coral rojo me revuelve las tripas. En cada ocasión, la pérdida me provoca la misma sensación, como si rozara con los dedos una parte de mí que luego se disuelve igual que el rocío en la cresta de las olas.

Doy media vuelta en el agua, un revuelo de piel y tirabuzones, de cabello y de escamas que relucen como un tesoro enterrado. Me dejo llevar por la corriente y acaricio los caminos de algas a mi paso, según se disipan los vestigios de recuerdos. Me detengo un momento cuando el banco revolotea una vez más a mi alrededor, amarillo rutilante con delicadas listas rosadas, y busco solaz en la belleza de los peces.

Me hundo y me alejo un poco más del barco. Sé que tendré que volver, pero de momento cierro los ojos y siento la caricia aterciopelada del agua, el frescor que resbala sobre mi piel. Esta parte del mar es más oscura y agradezco que las tinieblas me envuelvan con su manto.

Debajo de mí, una anguila de cuerpo musculoso, apenas más oscura que el agua circundante, se desliza por las profundidades.

—Vete —le ordeno a la criatura, que se aleja de mí con un culebreo color tinta. Me sumerjo. Lo bastante como para que el frío me cale hasta los huesos. Lo bastante como para que la oscuridad se trague el destello de mi cola.

Noto el tirón de la corriente y, por un momento, me planteo dejar que me arrastre, pero entonces recuerdo el barco y levanto el rostro hacia la superficie, hacia el sol y el reino de los seres humanos que respiran aire. Nado hacia arriba de nuevo, con mi cometido muy presente en el pensamiento al ver la madera del casco surcar el océano. Me resisto a flotar demasiado cerca por si me ven los humanos. Me mantengo al acecho, en la medianoche del mar, por debajo de los vientres de los grandes tiburones blancos, que relucen en lo alto. Se deslizan más cerca, con los vacuos ojillos de obsidiana y los dientes ya preparados. Estremeciéndome, me alejo de esos poderosos cuerpos que siguen al barco, aunque yo estoy haciendo lo mismo. Tanto ellos como yo vamos en busca de aquellos que penetran en nuestros dominios.

Cuando el crujido del navío resuena en las profundidades, acaricio la cadena de oro que cuelga pesada de mi cuello y noto el frío de los eslabones en la piel. Desplazo los dedos al zafiro que destella en mi pecho.

Y entonces, como esperaba, el agua estalla y sisea cuando el cuerpo la penetra con fuerza. Las burbujas ascienden y estallan dejando tan solo a su paso el descenso de miembros desplegados y piel manchada de rojo escarlata. Nado más rápido cuando un tiburón sale disparado. La sangre se riza en el mar, cintas rojas que se despliegan en las profundidades. Me impulso hacia arriba e intento no reparar en el sabor metálico del agua mientras nado entre los animales grises y blancos.

—Esperad —les ordeno mientras el cuerpo se hunde. Ellos lo rodean impacientes entre los destellos de sus ojos negros. Yo me vuelvo hacia la persona, atisbo sus ojos vidriosos y su boca abierta, magullada e hinchada.

Es una mujer, su piel exhibe un tono moreno oscuro en el agua. Mechones negros de cabello ondean con la corriente y revelan más heridas a un lado de la cara. Ella gira despacio al bajar y algo en la postura de su cuerpo me desazona. No ha sido una muerte fácil la suya, pienso cerrando los ojos un momento. Pero nunca lo es.

Tomo una mano del mismo tamaño que la mía y la rabia me invade al pensar en otra muerte más que el mar esconderá. Mi cuerpo y el de la mujer entrechocan cuando la retengo cerca, más cerca, hasta que mi cabello y el suyo se enredan. Le rodeo la barbilla con la mano, miro su rostro y me detengo.

La boca desigual me resulta familiar, esos labios generosos enmarcados por unas mejillas llenas. Su pelo flota libre de las trenzas al estilo kolese, rizos negros que me gustaría acariciar, devolver a su lugar. Vuelvo a mirarla y un recuerdo se desencadena. Me recuerda a... Intento concentrarme, definir los contornos de la imagen, pero no lo consigo y los tiburones acechan más cerca. No me van a obedecer mucho más rato.

Recorro a la mujer con la vista una vez más y la sensación de familiaridad se ha disipado. Vencida, me recuerdo que no importa. Es mejor así, pienso, repitiendo las palabras de Yemayá. Sin recordar quién era yo antes. Inclinándome hacia ella, me concentro en el leve fulgor que emana su pecho roto, justo encima de su corazón. Alargo la mano hacia la espiral dorada que brilla más y más a medida que se le despega del cuerpo. Cuando toco su esencia con los dedos, cierro los ojos para prepararme.

—Mo gbà yín. Ní àpéjọ, ìwọ yóò rí ìbùkún nípasẹ̀ẹ Ìya Yemayá ti yóo ṣe ìrọ̀rùn ìrìn àjò rẹ. Kí Olodumare mú ọ dé ilé ní àìléwu àti àlàfíà —digo. Luego repito la oración que atraerá el alma de la mujer—: Te doy la bienvenida. Ahora que te he recogido, la madre Yemayá te bendecirá y te facilitará el tránsito. Que Olodumare te lleve a casa a salvo y en paz. Ven.

El calor de su vida me inunda la mente. Veo a la mujer siendo una niña, riendo, echando los brazos al cuello de su madre. Luego han pasado los años y un tipo de amor distinto le ilumina los ojos mientras sujeta un cuenco de arroz y siluro condimentado. El hombre que tiene delante es hermoso, tiene un brillante cabello negro y una sonrisa encantadora. Noto que su corazón se expande cuando él hunde la mano en el cuenco y sus dedos se rozan. Más tarde la mujer está sembrando un pequeño huerto en los aledaños de un poblado. Esparce semillas en los surcos que ha excavado en la tierra y le canta una canción a Oko, el orisha de las cosechas. Su voz, aguda y melodiosa, se eleva con el calor del día. Y luego sostiene a una recién nacida que comparte su sonrisa. Hunde la cara en el cuello de la pequeña para aspirar su aroma lechoso. Sonrío y siento la misma alegría que ella, el amor que inunda su alma.

Cuando abro los ojos, la esencia de la mujer descansa en el hueco de mi mano. Me concentro en la alegría de sus recuerdos al tiempo que animo a su alma a avanzar, guiándola al zafiro de mi collar. La piedra absorbe su esencia y se calienta contra el nacimiento de mi cuello. Retengo las imágenes de su vida en el pensamiento y me pregunto si la aldea

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