Legados de Lorien 4 - La caída de cinco

Pittacus Lore

Fragmento

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO UNO

ESTA NOCHE ES SEIS QUIEN PROTAGONIZA MI FUGA IMAginaria. Hay una horda de mogadorianos plantada entre ella y mi celda, lo cual no es muy realista, porque hasta ahora los mogos no han destinado ni a uno de sus hombres a vigilarme. Pero, bueno, esto es un sueño, así que no importa. Los guerreros mogadorianos desenfundan sus dagas y las hunden en el aire tratando de alcanzarla, aullando. Seis responde echándose la melena hacia atrás y volviéndose invisible. Desde detrás de los barrotes de mi celda, la veo deslizarse entre los mogadorianos, apareciendo y desapareciendo de manera intermitente y arrebatándoles sus propias armas para atacarlos. Serpentea a toda velocidad a través de una nube creciente de cenizas, hasta que acaba con todos los mogos.

—Esto ha estado muy bien —le digo cuando se acerca a la puerta de mi celda.

Ella me sonríe, despreocupada, y me pregunta:

—¿Estás listo para marcharte?

Y entonces me despierto. O salgo de mi estado de ensoñación. A veces me resulta difícil saber si estoy despierto o dormido; cuando llevas semanas aislado, vives en un continuo estado de aletargamiento. Bueno, diría que han sido semanas. La verdad es que me cuesta determinar cuánto tiempo ha transcurrido desde que me encerraron: la celda no tiene ni una triste ventana. De lo único de lo que estoy seguro es de que todas esas imágenes sobre fugas que me vienen a la cabeza no son reales. A veces ocurre como esta noche, y Seis acude a rescatarme; otras es John; y, en ocasiones, sueño que he desarrollado mis propios legados y que, una vez consigo salir de la celda, me cargo a todos los mogadorianos que se interponen en mi camino.

Pero todo es fruto de la imaginación. Debe de ser uno de los modos que mi mente ansiosa tiene de pasar el tiempo.

Y ¿qué hay del colchón empapado en sudor y de los muelles rotos que se me clavan en la espalda? Eso es real. ¿Y los calambres que me recorren las piernas y el dolor de espalda que me martiriza? Esos también son reales.

Alargo el brazo para coger el cubo de agua que hay en el suelo, al lado de la cama. Un vigilante me lo trae una vez al día, junto con un bocadillo de queso. No es precisamente como el servicio de habitaciones de un hotel, a pesar de que, por lo que yo sé, soy el único prisionero encerrado en este edificio: no estamos más que yo y un sinfín de celdas vacías dispuestas una tras otra y conectadas por una pasarela de hierro.

El vigilante siempre deja el cubo en el suelo, justo al lado del inodoro de acero inoxidable, y yo lo arrastro hasta tenerlo cerca de la cama: este es todo el ejercicio que hago. Y el bocadillo me lo zampo enseguida. Ya no recuerdo lo que se siente cuando no se pasa hambre.

Queso manufacturado con pan duro, un inodoro sin asiento y un estado de aislamiento absoluto. Esa es mi vida desde hace un tiempo.

Cuando llegué aquí, traté de controlar las visitas del vigilante para poder llevar la cuenta de los días que transcurrían, pero me temo que a veces se olvidaban de mí. O me ignoraban a propósito. El peor de mis miedos es que me abandonen en esta celda para que me consuma en ella, para que acabe perdiendo el conocimiento, víctima de la deshidratación, sin siquiera darme cuenta de que estoy viviendo mis últimos momentos. La verdad es que preferiría morir en libertad, luchando contra los mogadorianos.

Y aún me gustaría más no morir.

Tomo un trago de agua, este líquido tibio con sabor a óxido. Es asqueroso, pero al menos me permite volver a sentir algo de humedad en la boca. Estiro los brazos por encima de la cabeza y mis articulaciones crujen en señal de protesta. Siento además una punzada de dolor en las muñecas: al hacer este gesto, el tejido de mi tierna cicatriz se resiente. Y entonces mi mente se pone en marcha de nuevo; esta vez, sin embargo, no se aventura en el terreno de la fantasía, sino en el de los recuerdos.

Pienso en Virginia Occidental a diario. Lo revivo todo.

Me recuerdo recorriendo esos túneles sin aliento, agarrando con fuerza la piedra roja que Nueve me había prestado e iluminando con su luz alienígena una celda tras otra. Cada vez que me acercaba a unos nuevos barrotes, albergaba la esperanza de encontrar allí a mi padre, pero me llevé una decepción en todos.

Entonces llegaron los mogadorianos y me impidieron reunirme con John y Nueve. Recuerdo que me atenazó el miedo cuando me vi separado de los demás: tal vez sus legados les habían permitido deshacerse de esa horda de mogadorianos y piken. Por desgracia, yo solo contaba con un cañón mogo.

Hice todo lo que pude y traté de encontrar el camino que me condujera junto a John y Nueve mientras disparaba a todos los mogos que se me acercaban demasiado.

A pesar del estruendo de la pelea, oí a John gritando mi nombre. Estaba cerca; el problema era que nos separaba una horda de bestias alienígenas.

La cola de un monstruo restalló entre mis piernas y mis pies saltaron hasta casi la altura de mis orejas. La piedra de Nueve se me escapó entre los dedos y rodó por el suelo. Caí de bruces y me hice un corte encima de la ceja. La sangre enseguida me empapó los ojos. Medio ciego, me arrastré en busca de un lugar donde cobijarme.

Teniendo en cuenta la suerte que había tenido desde mi llegada a Virginia Occidental, no es de extrañar que acabara a los pies de un guerrero mogadoriano. Me apuntó con el arma. Pudo haberme matado allí mismo, pero se lo pensó mejor y, en lugar de apretar el gatillo, me asestó un culatazo en la sien.

Todo se volvió negro.

Me desperté colgado del techo, sujeto por gruesas cadenas. Aún estaba en la cueva, pero tenía la sensación de que me habían trasladado a un lugar más profundo, a una zona más protegida. Se me encogió el corazón cuando me di cuenta de que la cueva aún estaba en pie y que me habían hecho prisionero: ¿qué implicaciones tenía eso para John y Nueve? ¿Habían escapado?

Casi no tenía fuerza en los miembros, pero, aun así, traté de librarme de las cadenas. No hubo modo. Estaba desesperado y una sensación de claustrofobia me atenazaba. Justo cuando iba a echarme a gritar, un mogadoriano entró en la sala. Era el más imponente que había visto hasta entonces: tenía una horrible cicatriz morada en el cuello y sus manos descomunales agarraban un extraño bastón dorado. Era un ser realmente espeluznante, como sacado de una pesadilla, pero me resultaba imposible apartar la mirada de él. De algún modo, sus ojos negros y vacíos me tenían atrapado.

—Hola, Samuel —me dijo mientras se me acercaba, acechante—. ¿Sabes quién soy?

Negué con la cabeza. De pronto, tenía la boca totalmente seca.

—Soy Setrákus Ra, comandante supremo del Imperio Mogadoriano, ingeniero de la Gran Expansión, líder querido y respetado. —Me enseñó los dientes, y entonces me di cuenta de que estaba tratando de esbozar una sonrisa—. Etcétera.

El artífice de un genocidio planetario y la mente que estaba detrás de la inminente invasión d

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