Reina de fuego (Princesa de cenizas 3)

Laura Sebastian

Fragmento

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La hora de la verdad

Cuando salgo de la cueva tambaleándome sobre mis debilitadas piernas, el sol me ciega. Levanto un brazo pesado y dolorido para protegerme los ojos, pero, solo con ese pequeño esfuerzo, el mundo empieza a dar vueltas a mi alrededor. Me fallan las rodillas y me desplomo en el suelo, que está duro, áspero y lleno de rocas. Me hago daño, pero ¡uf!, qué bien me sienta estar tumbada y llenarme los pulmones de aire fresco; tener luz, por fin, aunque sea demasiada de una vez.

Me noto la garganta muy seca; me duele hasta respirar. Tengo los dedos, los brazos y el pelo embadurnados de sangre. Soy consciente de que debe de ser mía, pero no sé de dónde ha salido. Mis recuerdos están desiertos. Recuerdo entrar en la caverna, recuerdo oír las voces de mis amigos, que me rogaban que volviera. Y después... la nada.

—Theo... —me llama una voz conocida pero muy lejana.

Oigo miles de pasos que golpean contra el suelo; hacen que la cabeza esté a punto de estallarme. Me estremezco y me ovillo más sobre mí misma.

Unas manos me tocan la piel, las muñecas y detrás de las orejas, donde me palpita el pulso. Están frías, me ponen la carne de gallina.

—¿Está...? —dice una voz. Es Blaise. Intento decir su nombre, pero he perdido la voz.

—Está viva, pero tiene el pulso muy débil y le arde la piel —añade otra voz. Heron—. Tenemos que llevarla dentro.

Unos brazos me cogen y me levantan; creo que son los de Heron. Intento hablar otra vez, pero no consigo emitir ni un sonido.

—Art, coge tu capa —dice Heron; su pecho retumba contra mi mejilla con cada palabra—. Tápale la cabeza. Ahora mismo es demasiado sensible a la luz.

—Sí, me acuerdo —responde Art.

Oigo el ruido de la ropa y entonces su capa me cae sobre los ojos y envuelve mi mundo de nuevo en oscuridad. Me permito abandonarme a ella. Estoy con mis amigos, así que estoy a salvo.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy en un catre en el interior de una tienda. Una gruesa tela de algodón blanco filtra el resplandor del sol, así que puedo soportarlo. Las palpitaciones de mi cabeza siguen ahí, pero están más débiles y apagadas. Ya no tengo la garganta seca y en carne viva y, si me concentro, me viene a la mente un recuerdo borroso en el que Artemisia me vierte agua en la boca abierta. Se le ha derramado un poco; la almohada sigue húmeda.

Ahora, sin embargo, estoy sola.

Me obligo a incorporarme y me siento, pese a que eso intensifica el dolor, que se extiende por cada uno de mis nervios. Tarde o temprano, los kalovaxianos volverán, y ¿quién sabe por cuánto tiempo Cress mantendrá a Søren con vida? Hay mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

Pongo los pies descalzos en el suelo de tierra y tomo impulso para levantarme. En ese momento, la tienda se abre y entra Heron, agachándose para pasar por la pequeña abertura. Cuando me ve despierta y en pie, vacila y parpadea varias veces, como si quisiera asegurarse de que no se lo está imaginando.

—¿Theo? —dice poco a poco, como si probara el sonido de mi nombre.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que entré en la mina? —le pregunto en voz baja.

Él me mira unos instantes.

—Dos semanas.

Las palabras son como un golpe que me hace retroceder. Me vuelvo a sentar en el catre.

—Dos semanas —repito—. Me han parecido horas, o días, como mucho.

Heron no parece sorprendido. ¿Por qué iba a estarlo? Él pasó por lo mismo.

—¿Recuerdas haber dormido? —me pregunta—. ¿O comido, o bebido? Debes de haberlo hecho en algún momento o estarías en mucho peor estado.

Niego con la cabeza, intentando hallar esos recuerdos, pero muy pocos de ellos toman forma sólida y no consigo retenerlos. Retazos, detalles, fantasmas que no pueden ser reales, fuego fluyendo por mis venas. Nada más.

—Deberíais haberme dejado aquí —le digo—. Dos semanas... El ejército de Cress podría volver en cualquier momento, y Søren...

—Está vivo, según sabemos —me interrumpe—. Y los kalovaxianos no han recibido órdenes de volver por aquí.

Lo miro fijamente.

—¿Cómo sabes todo eso?

Se encoge de hombros.

—Espías —contesta, como si fuese una respuesta obvia.

—No tenemos espías —digo poco a poco.

—No los teníamos. Pero nos enteramos de que el nuevo theyn estaba en su casa de campo, a dos días a caballo de aquí, y conseguimos reclutar a varios de sus esclavos antes de que volvieran a la capital. Acabamos de recibir su primera misiva: el theyn todavía no ha ordenado a sus tropas que vuelvan. Además, la mayoría de nuestro ejército se ha ido. Solo quedamos Blaise, Artemisia, Erik, Veneno de Dragón, yo y un grupo de gente que todavía se está recuperando de la batalla. Pero dentro de un día o dos, Veneno de Dragón se los llevará a un lugar seguro también a ellos.

Apenas le presto atención, todavía estoy intentando hacerme a la idea de que tenemos espías. Solo puedo pensar en Elpis, en lo que ocurrió la última vez que convertí a alguien en un espía.

—Yo no he aprobado el uso de espías —protesto.

—Entraste en la mina el día antes de que trazáramos el plan —responde él con voz firme—. No estabas para aprobar nada, y no teníamos tiempo de esperar a que volvieras. Si es que volvías.

La réplica se me desvanece en la garganta.

—Si mueren...

—Habrá sido un riesgo necesario —insiste—. Ya lo sabían cuando se prestaron voluntarios. Además, la kaiserina no está tan paranoica como el káiser, según tenemos entendido. Cree que estás muerta y que nosotros no somos una amenaza, y tiene a Søren. Cree que ha ganado y está empezando a ser descuidada.

La kaiserina. ¿Llegará el día en que oiga ese título y piense en Cress en lugar de en la kaiserina Anke?

—Has dicho que nuestro ejército se ha ido —le digo—. ¿Adónde?

Heron exhala profundamente.

—Te has perdido más de una disputa durante tu ausencia... Casi te envidio. El jefe de Vecturia ha mandado a su hija Maile para que nos ayude, junto a sus tropas. Ahora que Søren ya no está con nosotros, Erik y ella son los que tienen más experiencia en el campo de batalla, pero no se ponen de acuerdo en nada. Erik quiere marchar directo hasta la capital para conquistar la ciudad y rescatar a Søren.

—Eso es una insensatez —respondo, negando con la cabeza—. Es exactamente lo que esperan que hagamos y, aunque no fuera así, tampoco tenemos bastantes soldados para mantener un asedio de esa envergadura.

—Eso es justo lo que dijo Maile —repone Heron, negando con la cabeza—. Ella quería que fuésemos directamente a la mina de Tierra.

—Pero no es posible hacer eso sin pasar junto a las ciudades más pobladas, y no contamos con la protección de los bosques o las montañas. Sería imposible pasar por allí sin que nos vieran y, cuando llegáramos a la mina de Tierra, Cress tendría allí un ejército esperando para darnos la bienvenida.

—Y eso es justo lo que dijo Erik. ¿Ves? Ya te has puesto al día.

—Entonces ¿quién ganó?

—Nadie. Se decidió que enviaríamos tropas a las ciudades que hay a lo largo del río Savria. Ninguna de ellas está muy poblada, pero allí podremos contener a los kalovaxianos, liberar a sus

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