Heredero (La Segunda Revolución 1)

Costa Alcalá

Fragmento

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Antes de la Revolución había diez Familias, una para cada poder. Ahora solo quedan ocho. Aura desapareció. De Dominio, la Familia Imperial, solo queda un mal recuerdo.

Casi veinte años después, los estudiantes del Liceo de la Guardia de Blyd se entrenan para proteger con su magia a una sociedad que hace años que vive en paz. Pero cuando la sombra de Dominio vuelve a acechar al país, un grupo de estudiantes tendrá que enfrentarse a los secretos del pasado... sin revelar los suyos.

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A nuestros blydenses. Los de siempre.

Los de ahora

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Una sombra furtiva se detiene frente a la alambrada. La reja es demasiado alta para saltarla, pero no va a ser un problema. La sombra cierra los ojos para concentrarse. Con cuidado, extiende una mano hacia delante y una ráfaga de Aire le rodea el cuerpo. Levanta la otra mano y el viento se hace más intenso. Puede sentir la corriente como una fuerza viva que le envuelve. El intruso entonces hace un gesto enérgico hacia abajo. El Aire se sacude violentamente y lo levanta del suelo en un salto imposible hasta el otro lado de la valla.

Ya está dentro. En el Liceo de la Guardia y Defensa Ciudadana de Blyd. Solo los mejores logran una plaza en el Liceo pero, en su caso, espera no tener problemas.

No sabe qué hacer ni adónde ir. Cuando planeó su huida, las posibilidades que se le abrían parecían sencillas; pero ahora duda. Se levanta el cuello del abrigo para que le cubra mejor la cara y echa a correr: parece más fácil detener sus pensamientos mientras lo hace. Aunque no es tan sencillo; su cerebro se empeña en repetirle que puede que su plan no funcione, que puede que ni siquiera en el Liceo de Blyd esté a salvo.

Avanza a lo largo de una avenida arbolada con la vista fija en el edificio que queda justo enfrente. De repente, le da un vuelco el corazón. Algo le ha rozado. Se detiene. Sus botas patinan estrepitosamente contra la gravilla del suelo y entonces advierte que lo que acaba de tocarle tan solo es una estatua. Le ha dado un susto de muerte.

Se aparta unos pasos para verla mejor. Representa a un hombre joven con ropa de trabajo, alto y musculoso. Tiene las manos ligeramente adelantadas y de ellas brota un árbol. La luz de la luna se refleja en el mármol proporcionándole una tonalidad lechosa. Tierra. El intruso avanza un poco más y esta vez no se asusta al encontrar otra escultura. Agua. Se trata de una mujer envuelta hasta la cintura en un torbellino de piedra azulada. La tercera está medio escondida entre los arces que flanquean la avenida, otra mujer con el pelo y la ropa agitados por un viento invisible. Aire. Ahora las reconoce. Por un momento la fascinación puede más que la cautela y avanza por la avenida a paso tranquilo, fijándose en el resto de las esculturas que aparecen poco a poco entre los árboles; nueve estatuas para nueve Familias. Falta la décima. El edificio principal del Liceo se abre alrededor de un gran patio y allí en medio, como si le diera la bienvenida, se levanta el pedestal que tiempo atrás albergó la representación de la última Familia. Se da cuenta de que incluso en el Liceo se han deshecho de ella. De su garganta escapa una carcajada inesperada.

Cuando llega al edificio, sube los escalones de piedra desgastada por el paso de centenares de estudiantes y levanta la cabeza hacia una enorme estrella trabajada en alabastro blanco que hay sobre la puerta. En cada una de sus nueve puntas, símbolos de bronce bruñido representan a las nueve Familias y en el centro se adivina una inscripción. El intruso levanta una mano y de repente las sombras a su alrededor se agitan como azuzadas por el Fuego que acaba de aparecerle sobre la palma. La estrella de nueve puntas ahora refulge con luz prestada y puede leer la inscripción:

—«Libres. Iguales. Justos.» —No suena mal, aunque las palabras tendrían más fuerza si fuera capaz de pronunciarlas sin miedo—. Calma —dice con un poco más de firmeza mientras se adentra en el vestíbulo del edificio—. No hay vuelta atrás. No pasa nada. No pasa nada.

Deambula por el edificio desierto. La vista se le escapa hacia los techos abovedados y a las formas casi orgánicas que dibujan las sombras de los rincones hasta que ve luz al final de un pasillo. Se acerca tratando de no hacer ruido. La luz proviene de una puerta entornada. En una placa dorada, se lee: ELMERT NAYER, DIRECTOR. En el despacho, un hombre de barba cana y cabello en retroceso está enfrascado en la lectura de unos documentos. Mierda. Se supone que no debía haber nadie.

Las dudas regresan. La culpabilidad le inunda el estómago pero, contra todo pronóstico, tiene que reprimir una carcajada. Le resulta irónico que, para conseguir lo que quiere, tenga que usar aquello de lo que está huyendo.

Se arma de valor y entra. La puerta choca contra la pared al abrirse y rompe el silencio.

—¿Nedia? —pregunta el director sin apartar la vista de sus papeles—. ¿Qué quieres ahora? No te preocupes tanto, mujer. Todavía tenemos tiempo.

Solo responde el silencio.

El anciano continúa leyendo un poco más y después, extrañado por la ausencia de respuesta, levanta la cabeza. Antes de que pueda añadir algo, el intruso adelanta la mano y cierra el puño.

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—No pasa nada —repite el director.

—Soy un estudiante... —continúa el intruso mientras camina en su dirección. Deja el abrigo en la silla que queda libre frente al escritorio del director antes de sentarse. Debajo lleva un traje igual de gris y anodino que el abrigo pero, con suerte, dentro de unos días podrá vestirse con el uniforme del Liceo.

—Eres un estudiante... —murmura el director con la mirada clavada en sus ojos—. Creo que no te recuerdo. ¿Cómo te llamabas?

No puede darle s

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