El último dragón (Cuentos de Bereth 1)

Javier Ruescas

Fragmento

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Libro I

1

Las calles de Belmont estaban desiertas. Las nubes ocultaban la luna y las estrellas y la llovizna no se hizo esperar. Una fina e insistente cortina de agua comenzó a caer sobre los tejados de las casas. Una figura a caballo atravesó la oscuridad como una flecha. El encapuchado cabalgó hasta la muralla de la ciudad y esperó sin inmutarse bajo la lluvia a que se abriese la puerta.

Se estaba arriesgando demasiado por estar allí, pero la necesidad de respuestas y la curiosidad eran más fuertes que el miedo.

De repente, las enormes bisagras comenzaron a chirriar como los dientes de un monstruo que le permitiera adentrarse en su garganta. Cuando tuvo espacio suficiente para pasar, espoleó a su caballo en dirección al castillo, en lo alto de la colina, más allá de las casas. Cruzó la ciudad como una exhalación sin más ruido que el de los cascos de la montura amortiguados por el barro. Los relámpagos iluminaban ocasionalmente la portentosa silueta. La construcción tenía menos altura que el palacio de Bereth, pero ocupaba más terreno. A su alrededor, los belmontinos habían construido un foso de agua infranqueable que solo podía salvarse mediante el puente levadizo.

El encapuchado se detuvo al final del camino de tierra y esperó a que el puente bajase para poder cruzar el foso. Unos segundos después, sucedió. Sabían que acudiría. Lo esperaban. La cita se había cerrado siete noches atrás y él podría haber ignorado la invitación por el peligro que entrañaba, pero allí estaba.

Ansioso por saber más.

En el otro extremo apareció una figura alta que le hizo un gesto para que avanzase. Con la oscuridad que reinaba dentro del patio no pudo distinguir ningún rasgo de aquella sombra, pero tampoco se amedrentó. Nadie le haría daño. Aún no. Lo sabía. Él era valioso, útil. Espoleó al caballo y trotó lentamente hasta el hombre. Cuando estuvo a su lado, descabalgó y agarró las riendas. Sin embargo, el animal se encabritó de pronto.

—¡Sooo! ¡Quieto! —exclamó el encapuchado. Pero el animal se revolvió y piafó sin hacer caso a sus palabras hasta que se alzó sobre sus patas traseras y al hombre se le escapó la brida de las manos. El otro individuo ni se inmutó.

El caballo relinchó asustado una vez más antes de salir al galope por el puente, que comenzaba a izarse.

—¡Subidlo! ¡Rápido! —gritó el encapuchado, mientras corría tras el animal sin ninguna esperanza de alcanzarlo—. ¡Se va a escapar!

Y entonces el caballo llegó al final del puente, saltó y se perdió en la oscuridad del reino y la tormenta. El encapuchado se volvió hacia el hombre con el puño en alto.

—¡¿Por qué no habéis subido el puente más rápido?! ¿Cómo voy a regresar ahora?

—Seguidme —contestó el otro, haciendo caso omiso a su enfado.

El hombre dio media vuelta y cruzó el encharcado patio interior del castillo hasta una puerta situada en el otro extremo. El visitante obedeció. Como había hecho en la taberna aquella noche.

Si se hubiera quedado en el palacio... Si hubiera abandonado el lugar antes... Si no se hubiera enzarzado en la pelea... Los reproches, siempre los mismos, se repetían en bucle una y otra vez en su cabeza desde ese día. Y lo único que lo hacía más soportable era que confiaba en que todo hubiera sucedido por algo. Esperaba que la decisión que había tomado esa fatídica noche de disfrazarse con ropas de aldeano para pasar desapercibido y había optado por ponerse una peluca para que nadie le reconociera como el príncipe de Bereth y después había bebido hasta perder por completo el control y había terminado revelando a todos los parroquianos su secreto, estuviera motivada por algo que descubriría pronto. Creía en el destino y en la buena mano que la vida le había repartido para combatirlo.

Con aquel pensamiento en mente, el recién llegado sujetó la empuñadura de su espada con fuerza bajo la capa y atravesó la puerta que mantenía abierta su anfitrión. Varias antorchas iluminaban las entrañas del pasadizo. El eco de las pisadas y la tormenta del exterior eran el único telón de fondo. Cada sombra ponía más en guardia al príncipe. Cada nuevo pasadizo le infundía más temor que el anterior, mientras su guía avanzaba con premura por aquel siniestro lugar. Tras andar un buen trecho y haber perdido la orientación, llegaron al final del corredor, donde se alzaba una espléndida puerta con relieves. Esta se abrió desde dentro y el hombre se apartó para que pudiera cruzarla el visitante.

Al otro lado había un inmenso salón de paredes altas, de piedra, y con cuatro lámparas de araña que colgaban del techo con decenas de velas que apenas lograban desenterrar la sala de las sombras. En el extremo opuesto, un grupo de hombres aguardaba en silencio con la mirada fija en el trono que habían situado sobre un estrado de madera.

El príncipe de Bereth encontró un hueco entre las columnas de la sala y estudió a los allí presentes. No hacía falta que nadie se lo dijera para saber que se trataba de sentomentalistas, como él. Los había jóvenes y ancianos. Algunos se cubrían el rostro, pero muchos otros no temían ser reconocidos. Todos vestían con ropa roída y desprendían un profundo hedor. Mendigos, rateros, maleantes... ¿Qué harían si descubrieran que por sus venas corría sangre real?

Alguien le golpeó en el hombro en aquel momento y el príncipe se volvió dispuesto a defenderse.

—¡Disculpad! —exclamó el joven que acababa de tropezar con él. De pelo anaranjado y barba poblada, el chico alzó los brazos en señal de tregua y le sonrió. A continuación le tendió la mano. Él, por no levantar sospechas, se la estrechó—. Una cara nueva. Venís de muy lejos, puedo adivinarlo. Yo también. De Manser, en concreto. Algunos de nosotros viajamos con Árax desde el norte. ¿A pie o a caballo?

El visitante prefirió guardar silencio y devolvió la mirada al estrado.

—¿Os estoy importunando? Disculpadme.

Una puerta junto al estrado se abrió en ese instante y por ella entraron tres hombres más. A dos de ellos los conocía: uno, el del rostro picado por la viruela y gesto violento, era quien le había hablado de aquella reunión secreta en la taberna. El otro era el rey Eulio II de Belmont, y lo tenían maniatado y silenciado con un pañuelo en la boca a modo de mordaza. El tercero parecía estar al mando y sonreía con suficiencia. Era a él a quien el príncipe había ido a ver.

Era robusto, con una barba tan gris como sus ojos. Iba vestido con traje de montar y una enorme armadura con un cardo dibujado en el pecho que rechinó cuando tomó asiento en el trono de madera. El otro, que parecía más su siervo que su mano derecha, permanecía de pie, sujetando al rey de Belmont mientras este lo observaba todo con auténtico pavor.

—Me alegra comprobar cuántos habéis acudido a la llamada —dijo el caballero del trono—. Para quienes no me conozcáis, mi nombre es Árax. Muchos confiasteis en mí al inicio de nuestro viaje y os he traído hasta aquí. Ahora, dejadme demostraros qué más soy capaz de hacer. Todos los que estamos reunidos aquí somos hombres fuertes, poderosos, capaces de las habilidades más extraordinarias. Los sentomentalistas nos hemos visto obligados a mantenernos en los márgenes de la historia, lejos del po

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